6/11/13

EL MALESTAR EN LA CULTURA FRANCESA O EL CINISMO EN EL TOCADOR

(Filosofar como un Perro, Michel Onfray, Capital Intelectual, 2013)





Onfray se lleva muy mal con los otros mêtres filosóficos y best sellers de nuestra lejana patria filosófica y literaria –Francia, natürlich–. Lo testimonia este libraco acaso entretenido, acaso plomizo, a lo largo de sus casi 400 páginas. Por ellas podemos pispiar algo de las míseras rencillas entre estos muchachos que a nuestras pampas arriban como paquetes abultados de ideas fijas-de autor para sobrellevar los avatares. Los mercaderes de ideas y los acaparadores universitarios –según la doble rotulación dadaísta de Tristan Tzara (y yo hoy soy dadaísta, por lo menos mientras tipeo estas letras)– son como los maníacos, si no fuera que son nomás, sinécdoque o nosequé, una mercancía del consumismo cultural. (Y yo al libro lo pagué.) Apostrofes de acá y de allá contra las otras marcas, Alain Badiou, Glucksmann, Luc Ferry, Finkielkraut, Debord, Sollers, Robbe-Grillet, Debray y charlistas más, figurones menos. Pero el enemigo número uno es el sartreano gentleman Bernard-Henri Lévy (BHL para Onfray).

     Así Debord es un sacerdote inquisidor de su propio fondo de comercio, organizador de su propia invisibilidad mediática por interés mediático. Debray deja al Che por los sacramentos, Sollers “besa la pantufla papal”, los rebeldes de Mayo se hacen yuppies, y los filósofos críticos famosos se hacen chupacirios. Si hay que elegir entre Bernard-Henri Lévy y Badiou, bajemos la persiana ahora mismo, dice el autor. Ni neoliberalismo ni neomarxismo. Ni Sarkozy con Ségolène Royal ni Mao con Platón, dice. Badiou –“defensor de los crímenes maoístas”–, Ranciere, Agamben, Žižek, Sloterdijk, son “los retóricos sublimes para un futuro invisible”. Y si Heidegger era nazi, Sartre estalinista (el retrato dietético de ese filósofo cara de batracio que había hecho en El Vientre de los Filósofos ya había sido más que lapidario).

     Por qué acá Onfray apareció como un filósofo-gourmet, como un nuevo referente insignia de la nueva cooltura palermitana (ampliamente detallada en The Palermo Manifesto, sin que esta cita signifique aval o condena a nada), es un poco un misterio. Cierto que a Onfray mismo le gusta oscilar entre los cirenaicos, los epicúreos y los cínicos, apareciendo como un nuevo espécimen de anarquista que se da los gustos en vida, de buen comer y buen vestir, o como un dandi de la izquierda “denuncista” –por usar el conflictivo epíteto de González–. Por el contrario, acá critica a “la izquierda caviar”, según se lee, los Mayo 68 devenidos yuppies. En esta recopilación de artículos –publicados en la revista del sanguinolento humorista gráfico Siné–, que integran tres libros –inéditos y editados– compactados en uno, se puede contemplar la vertiente denuncista del franco filósofo.

     Ahora, referenciarse en Diógenes es algo demasiado complicado; no sé si una especie de petulancia histriónica o histérica, un batacazo, boutade o desplante al parque académico automotor, un gestito de idea, una mentirita o qué corno. De Diógenes se puede decir lo que de toda referencia en el contexto histórico contemporáneo: que es imposible. Apliquemos el método Žižek-Express: el ysiísmo. ¿Y si Onfray no fuera más que un narcisista, gente como uno, pero con suerte y firme vocación por el trabajo –intelectual– mecánico, que nos hace asistir en calidad de lectores a los tejemanejes de sus grescas personales con sus rivales del paño? De falsos hippies y punks estamos todos hasta acá, en especial nosotros que lo somos. Onfray despotrica contra el liberalismo, de derecha y de izquierda, dice que en otra época había diferencia entre derecha e izquierda, también contra el criterio revolucionario marxista. Le llama “izquierda kantiana” a la izquierda del discurso.

     Sostiene una idea fuerte, a tal punto: que el capitalismo es antropológico, que es insuperable, que existió en el feudalismo y en las sociedades recolectoras primitivas; a la manera de Foucault, rechaza la idea de la “toma de poder”. Ni con Marx ni con He-Man. Propone “multiplicar los actos de resistencia cotidianos” y esas cosas que siempre se enuncian, si es que nunca se alcanzan. Se apoya en la vieja idea de La Boëtie sobre la servidumbre voluntaria, para “revolucionar la revolución” y demás banderillas de su posición “postanarquista”. Este proclamado anarquismo post perjura del individualismo a la Stirner y ensalza a Proudhon. Y rechaza el abstencionismo eleccionario, ese típico blasón de cierto tilingaje extremoizquierdista de claustro: a quienes lo adoptan los hace corresponsables por omisión de los regímenes flagrantes. De Stirner dice que es el filósofo anarquista que les da letra a los patrones y poderosos; su asociacionismo de egoístas se resume en ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes. “El Único y su propiedad puede ser un gran libro de cabecera para un capitán de industria o un presidente de la Quinta República.

     Las ideas desechables del anarquismo antiguo son la propiedad privada concebida como pecado original, la redención por la revolución, la obediencia al mesías rebelde, y el paraíso terrenal sin guerra, explotación o cárceles como proyecto final. El post-acratismo no se queda con ese romanticismo de bibliografía trasnochada e incluye hacerse cargo de los saldos que dejaron las escuelas de los Foucault, Deleuze-Guattari, Derrida, Lyotard o Bourdieu. Lo rescatable del anarcoclasicismo: “el negarse a mandar y guiar, el desprecio por el poder y la gente poderosa, el compromiso con las víctimas del capitalismo liberal, la construcción del orden a través del contrato, la defensa de la ilegalidad si y sólo si contribuye a mejorar la vida de la gente que sufre, la edificación de comunidades jubilosas indexadas según la pulsión de vida, etcétera”.

     La mayoría de las personas en este mundo no quieren o no pueden ser anarquistas ni filósofos, no prefieren la soberanía ni tampoco no mandar ni ser mandados; tampoco el hedonismo supera en número al de los adheridos al sadomasoquismo y el sacro-familiarismo. Yo lo llevaría a predicar a las chozas del tercer cordón bonaerense o al barrio Triángulo y ver qué pasa.

     La cultura francesa, se sabe, y mucho más la filosofía francesa, es de izquierda por tradición sino por inercia o por caradura; se la pasan corriéndose unos a otros por el lado zurdo para ver quién llega más lejos sin moverse, à la manière de Zenón. Los filósofos son la soja de Francia. Las malas lenguas le llaman “izquierda francesa” a esa actitud intransigente y cómoda de los señoritos de claustro y notebook que viven del post-doctorado y del derecho de autor, que agarran un megáfono y se consiguen cien clientes nuevos. Y no parece que este señor sea inocente tampoco; y después de todo qué sabe un argentino paseador de las librerías de Corrientes quién es este tipo que nos da clases de resistencia (antes se decía de moral) desde este adminículo de lujo y de culto –de culto snob– que se llama libro. Para saber quién habla hay que preguntar por el ayuda de cámara o sumiller de corps, se dice, y si no los tiene –Diógenes no tenía ajuar ni servicio– consultar al enemigo. Sobre la vanidad de los kynikoi hay dos mil y pico de años de anécdotas.

     Detectamos cuatro enemigos cruciales: los otros filósofos, los políticos, los psicoanalistas y los religiosos. Sarkozy, Hollande, Ségolène Royal, los más citados entre los políticos; la cuarta rama es la de las invectivas contra el Papa Ratzinger y los cristianos, sumados a los demás monoteísmos imperialistas. Sarkozy: “la quintaescencia de la gente resentida: fuerte con los débiles, débil con los fuertes”, delincuente aspirante a monarca republicano. Benedicto y Dios por un lado, y Lacan y Freud por el otro –se sabe de las “polémicas” que suscitó su libro contra el neurólogo-chamán en la franja intelectual de la clase ociosa parisina, y entre los recontraanalizados inteligentes de Barrio Norte–. Freud es jefe de banda y líder de secta, estafador y mentiroso comprobado al que dedicó un grueso volumen de escraches. El creador de “una alucinación colectiva”. Dice que todos sus análisis fueron fracasos terapéuticos. “El diván es el lugar del chamanismo postmoderno. Los chamanes curan, eso está claro. Pero también el agua de Lourdes, como los prueban las muletas colgadas en la cueva. ¿Pero acaso esto prueba la existencia de Dios?

     Onfray se inclina por la postura de exigirles a los psicoanalistas el carnet de médicos. “Freud –publica a este respecto– es un genio y, como ocurre frecuentemente con los genios, su invento es utilizado por malandras lamentables, cómodamente instalados en el ejercicio de su chamanismo postmoderno, y cuya única legitimación, según la desafortunada frase de Lacan, proviene de ellos mismos. Igual que el delincuente, el mafioso, el periodista, el asesino a sueldo y otros profesionales bajo jurisdicción de excepción.

     De Lacan dice que su formación era menos froidiana o jegueliana que surrealista, y menos surrealista que enciclopedista de segunda mano (uno diría más bien que se trató de un psicopompo cuyo imperialismo-de-sí tuvo demasiada fortuna –el tipo se declaraba psicótico ¿no?, esto es: un indivanizable axiomático–). “Si lo que se quiere es ver en Lacan a un filósofo para el cual La fenomenología del espíritu no tiene secretos, a un exégeta de Freud, se equivocan. Había contratado a un joven egresado de la École Normale Supérieure para que lo pusiera al día con la filosofía, y sus conocimientos provenían de una hábil glosa en torno a algunos lugares comunes de la filosofía de grandes nombres del momento, rápidamente ingeridos y digeridos con el talento de un titiritero de feria.” Recuerda el deseo de Lacan de pedirle audiencia a Pío XII, el Papa que excomulgó a los comunistas, contempló Mein Kampf y puso a Marx en el Index. Lo señala como el inventor de una lengua autista y para sí mismo, erigida para someter al lector a su dialecto, “exigiéndole que lo practique para formar parte de la secta y ser reconocido como un miembro de pleno derecho”. Más o menos por la misma senda, en otro artículo indica al Ulises de Joyce como incomprensible y esotérico. “Confesar que uno ha renunciado definitivamente a adentrarse en este delirio monomaníaco y onanista equivale a ser condenado por los esnobs, que otorgan certificados de pertenencia a su círculo a cambio de profesar una devoción biempensante por este mamotreto intragable.

     La filosofía se puede leer como un sainete y sus nombres propios, adjuntados a solapas biográficas, como personajes interpretados por capo-cómicos sentados, o a lo mejor como un “drama en gentes” en el sentido de Pessoa, con marcas de autor acá y allá que son heterónimos de nadie. Más allá quedan los usos privados que cada uno hace de los conceptos-afectos, perceptos-preceptos, eslóganes, ideas o filosofemas, siempre más cerca de Bovary que del iniciado, del Quijote que del discípulo o adepto.

     Perón indicó que peronistas somos todos; no voy a explicar el koan justicialista, pero pinta muy bien la condición argentina de ser en el mundo. Borges dijo por la suya que nominalistas es lo que somos todos, y esto es como un diagnóstico de la condición posmoderna –algo hay que decir–. Badiou lo dice en otros términos, quitándonos a los pibes filosóficos de barrio cualquier pretensión de portar un pedigrí altocultural: dice que el imperativo subyacente y hegemónico actual es “Vive sin Ideas” (pongámosle al menos mayúsculas y que suene macedoniano).

     Cuando era chiquitito, en una crónica de Chamico –también considerado por el público como C. Nalé Roxlo– de El Ingenioso Hidalgo editado alguna vez por Eudeba, leí una cita definitiva de Oscar Wilde, probablemente apócrifa porque nunca la encontré entre sus obras ni después en Google, pero que si no es suya debería serlo. “¿Por qué ser fieles a nuestras ideas? –cito la cita– ¿Acaso somos el perro de nuestro pensamiento?

     En este punto, hay que admitirlo, Diógenes compone una misma jauría junto a Platón, Aristóteles y cualquier otro señorito con toga y participación política, o con sotana, peluca o pipa y culos de botella.

     Como recurso contra Diógenes puede usarse un Wilde y esto es reversible, por cierto. Y no tiene por qué ser –de acuerdo a la temática de la Kritik de Sloterdijk– un argumento reaccionario del cinismo señorial de los privilegiados contra el quinismo plebeyo de los excluidos del banquete. Diógenes fue célebre por proponer, de la forma más extrema en su momento, una ética de imitación de la naturaleza. Wilde por lo contrario, dado que propuso que es la naturaleza la que imita, lo que además de ser una ética del artificio, la frivolidad y el arte por el arte, podría ampliarse en un relativismo a la manera de la máxima de Heisenberg –“el hombre sólo se encuentra a sí mismo”–.

     Onfray comparte con Diógenes –pero también con Platón, Aristóteles, Hegel o Lacan– esta suerte de condición clásica, que es la fidelidad a un punto de vista. Y no otros hábitos –si no habitus– más característicos de aquel post-socrático violento: no dar conferencias por el planeta, vivir en la calle, no bañarse nunca, no publicar tablillas, vitelas ni volúmenes en rústica, tapa papel ilustración más ISBN copyright, etc., no dedicarse a la historiografía doxográfica, eructar, apalear, afeitar gallináceas a cambio dar razones argumentales o maratones dialécticas, y tanto más que bien se sabe. En Atenas había esclavitud pero no campo intelectual. Si por error alguien lee esta reseña, espero al menos que me malinterprete.

     “El verdadero poder es el poder sobre uno mismo”, anota el Onfray cínico. Pero esa noble norma, la enkrateia, que es la de casi toda la filosofía griega, se parece también al imperativo de un personaje moderno, más clínico que conceptual, llamado Neurótico Obsesivo; quiere pasar de largo que en el mundo en auge existen la ambivalencia, el patrón oro de la ansiedad, y el criterio nischeano de poder, que es un poder por poder mismo, no por poder sobre uno mismo –y menos sobre los demás–.

     Con todo, es preferible ser canista que lacanista; pero si se puede ser las dos, y todas las demás, que Dios y la Patria me lo demanden. Y si vas a la derecha y cambiás hacia la izquierda, adelante –creo que lo escribió Sócrates–.  También dijo: ¿Quién me va a prohibir escribir contra todo lo que me gusta?

11/9/13

Mi última crítica



(La Última de César Aira por Conrado Nalé Roxlo. Pánico el Pánico. Bs. As. 2011)



Se deberá suponer, pongamos que estoy diciendo algo, que esta novela no fue escrita por una persona sino por un estado de cosas, situación o grupo social. Con la salvedad asumida de que el esfuerzo lo sobrellevó el cuerpo de una sola persona, y se trata de una obra laboriosa –si es posible anotarlo así–, aparte de sagazmente oportuna, ingeniosa y lúcida en dosis abundantes. Estado de cosas o grupo social al interior de esa quimera eventualmente abstracta denominada campo cultural o literario, ciertamente. Hay tres lugares para escribir, no dos –me dijo un pajarito: el mercado, la academia, y la locura. Los dos primeros operan de eventuales motores inmóviles del mentado “campo”, y polarizaron un dilema que ocupó hace algunos años unos cuantos artículos de prensa cultural, infinidad de exabruptos entre blogueros y trolls literarios, e incluso libros. Damián Tabarovsky, por ejemplo, reconoció un tercer lugar que me parece tan utópico y paradisíaco como el reino de la libertad pronosticado por Marx o cualquier otro engendro jegueliano o de diversa religión, aunque en rigor la patente es francesa (“deseo loco de lo nuevo” o algo así). Yo no vería otra cosa fuera del mercado y la academia que no sea la locura –en un sentido siempre más cervantino que clínico. Cuando a la locura se la hace entrar por la fuerza o la puerta de servicio, se la ficha ocasionalmente con motes expiatorios, art brut, Kitsch, raro, póstumo, excéntrico, mala y demás inventos, y siempre que se pueda coser un texto a una biografía ilustrativa y a una pertinencia histórica o tribal. Esto, igual, a título de nada; pasó un ángel y colgó una digresión. Volver.

     Esta novela ¿qué es?: una sátira seguramente, a diferencia de cualquier novela de Aira. Su principal recurso, se me hace, es la parodia, pero contaminada por el pastiche. Bajo el ala de la parodia, con un propósito satírico pretende, pongamos, hacer funcionar el “procedimiento” reconocido como la marca Aira, bajo firma de un tercero y con las intenciones evidentes –pongamos que es así de perturbar el mecanismo Aira, de provocar un efecto malicioso en su recepción, alterar los efectos de esa factoría textual en sus lectores. No obstante –discrecionalmente o no, afortunadamente o no más que por Aira parece escrita por Aira, por Copi, por Laiseca, por Cucurto y Tabarovsky a cuatro manos al dictado de Capusotto, e incluso por toda la matrícula de Filosofía y Letras.

     Como dispositivo de prosificación (“parece una novela mía, pero escrita en prosa”), se aceptará que funciona, sin que de esto se pueda extraer ningún aplauso o abucheo. En contra, uno podrá reclamar que su “inventiva” airana complace demasiado lo ambiental y es expansiva muy al ras, propone una serie de figuras demasiado exactas, queriendo decir un tanto previsibles u otro poco esperables –el enano taxi-boy, el nazi puto, el peronista asiático, el psicopompo-nerd proxeneta y narco, no se priva de ninguno, una enumeración demasiado precisa de un colectivo imaginario, si es que la lengua de Canela vale por algo. Todo depende de si se observa la fidelidad a lo parodiado o la fidelidad a la parodia, si sé lo que digo. Así a veces parece que a la novela la escribe Aira y a veces un estudiante avanzado de Letras que lo copia bien y lo copia mal, que lo reproduce al pie de la letra pero se tropieza, o que lo empobrece despectiva e insidiosamente, burlonamente, o bien por descuido e incuria. Pero se sabe que no se puede responder a qué quiso decir, aunque se podría aplicar la misma imposibilidad a cómo funciona. Que es un Aira empobrecido –además de mezclado es un dato; si el hecho responde a un propósito o es resultado de una limitación, depende. Hay que ver, además, si se trataba de escribir la última buena o la última mala (pienso en la linda teoría de la “fotocopia” de W. Cucurto). El chiste es bueno; pero ¿cuál es?

     Sin mucho que decir sobre el asunto como texto escrito, en cuanto operación editorial en cambio, uno se remite a su recepción y por lo que se despeja de los comentarios de algunos vivillos, su virtuoso oportunismo reside en haberle mojado la oreja a Aira, donde Aira más bien son sus lectores, el consenso que sostiene un prestigio o qué sé yo. Sus lectores, esto es: aquellos que seguirán escribiendo la nueva de Aira, ignorando que ya se publicó la última.

     Al que la escribió habría que decirle, muy bien te felicito, y elogiarlo a la manera del ideal de Fontanarrosa: -¡Me cagué de risa con tu novela! Como operación de campo, la boutade provoca, muchas cosas distintas pero provoca. Contra Duchamp la misma moneda, o más Duchamp, es siempre un recurso digno, los bigotitos al mingitorio. Se trata de una cargada y una descarga. Porque como venganza parece la venganza socarrona pero afable de los estudiantes contra los profes, una travesura escolar como sacada de la estudiantina de Ferdydurke. Bueno, estoy hasta acá del canon que tanto me gusta y que me metieron por delante y por detrás, de Fogwill a Babel y de los suplementos a los congresos. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Regodearse con una aglomeración de guiños para entendidos e informados, que escanea de pe a pa todo lo sabido y lo sortea con suma gracia. Como decir, reírse del canon al que se aporta y adora. ¿Novela de campo? (Encontronazo –generacional, etario, decir así de una herencia entrañable e impersonal (porque el método es Aira grosso modo, pero su sistema de guiños pone en escena o en la picota al saber –cansadamente iniciático sobre el cual Aira es comprendido, leído, del cual es considerablemente inocente) y unas nuevas condiciones de lectura, sobre las que se dirime su permanencia o devaluación, se pone a ser leída como el efecto de un trasfondo mafioso –que hace juego con el paisaje ficcional que dibuja, una nación como entramado social de mafias (insignificantes o no, y de toda índole) y en disputa, como si oficiara de salida posible a esa convicción aceptada o axioma que decía: nos cagó. ¿Cómo cagarlo entonces? He ahí el homenaje –froidiano, se diría y la traición como salida con suerte del epígono.)

     Los que cantan la canción que dice que Aira es lo viejo y que lo in es Salinger precursor de Casas avalado por Bourdieu, o que lo nuevo es el presente y presentarse como un Hemingway quirchnerista de tribu urbana, no tendrían por qué alegrarse con esta gastada piadosa y autorreferencial al matriarcado del sistema crítico nacional (“crítico”, no literario, porque la literatura es como el peronismo: no es un sistema). Creo que todos los que escriben novelas de Aira –incluido Aira van a quedar impunes y van a seguir adelante; el que podría llegar a verse más complicado es el autor de La Última de César Aira, pero ni siquiera. Como desplante punkie o como venganza democrática y plebeya, no vale más que una contratapa. Como traducción libre en prosa es un ejercicio escolar encantador. Como homenaje maligno o ambivalente, unos cuantos puntos más. Y como si cualquier cosa, qué más da. Es a favor, eh. Le pongo un 9.


3/7/13

Cuentos Completos de Alberto Laiseca




Con algunos objetos o hechos que se supone componen el mundo del arte contemporáneo pasa que han sido ubicados para, entre otras cosas, llamar a la pregunta general que dice ¿son arte o qué? Su naturaleza incierta, su cualidad y su calidad dudosas, al contrario pretenden ser un signo distintivo de su pedigrí, hacen a la estrategia consciente en pro de su legitimación restrictiva. La literatura es otro palo, de todos modos; se acepta que los textos aglutinados como cuentos sean cuentos porque fueron presentados como tales por decisión editorial –por ejemplo–. El caso de algunos de los cuentos de Laiseca es al menos un poco parecido. Probablemente aspiren solapada o lateralmente a suscitar la pregunta de si son o no eso, cuentos; pero –peor aún– por vía similar es posible que también pretendan hacer sembrar la duda sobre su calidad; asumen el riesgo de aparecer ante cierto probable receptor promedio como un mamarracho esperpéntico, en virtud de una misma operación por la cual al contrario se hacen piezas infalibles de un sistema –perdón por el pedante sustantivo– literario mayor, soberbio. Mejor dicho, genial: maravilloso. Por el cual lo malo y lo malísimo son lo bueno y buenísimo.

     Menos mal que Laiseca, que intrínsecamente es un islote, que no le debe nada a nadie y se parece mucho a un clásico que nunca existió, es indiscutiblemente una pieza más del canon argentino vigente, aunque sea él mismo su propio ecosistema, aunque sea como caso aislado. Después de haber sido condecorado por Aira, Fogwill y Piglia –cada uno por su lado–, nadie va a andar pretendiendo ser su descubridor, ni tomarlo por un under marginal o un genio privado de barrio o de cenáculo esotérico. Pero para su suerte, su éxito no tiene ningún justificativo per se salvo el azar, la juntura de brutalidad y exquisita rareza, que a otros nos podría perder en la irremediable ilegibilidad, anomia, anonimato, idiotez, produce en lo de Laiseca efectos brillantes que no sé por qué han pasado desapercibidos por la policía literaria dedicada a premiar lo esperable. Por suerte muchos no se dan cuenta de lo bueno que es y lo siguen aceptando, para bien de nosotros que podemos invertir en sus libros y leerlo encontrado en casi cualquier librería de la vasta patria.

     No tendría nada que decir salvo que he hecho una buena inversión, y le estoy agradecido y a la editorial Simurg.

     No quisiera aventurarme en hacer entender algún rasgo de su obra con mis escalpelos de juguete, el sr. Laiseca no merece que ponga mis palmas con ilustrados microbios allí. Me dio sí la sensación –justo estuve releyendo lo peor de Poe y después la defensa que Laiseca hizo hace poco de ello en un prólogo a los cuentos poeianos– de que asumió el riesgo de asimilar (el árbol genealógico de Laiseca es de lo más caprichoso, anacrónico y devaluado) del glorioso Edgar Allan las sobras que dejaron de lado sus discípulos más meritorios y prestigiosos, empezando –en la Argentina– por JLB, Quiroga, y continuando con Cortázar, Castillo, e infinidad de cuentistas de buen gusto volcados a propagar las innumerables variaciones de un manojo de eficacias consagradas. Me refiero a todo aquel material que no compone la lectura obligatoria de Poe que hace el lector adolescente promedio, aquello que Cortázar condenó por tener por chistes sin gracia y que en su gran traducción y “ordenación” mandó al cuartito de atrás. O bien no, o quizá yo esté equivocado. O…

28/3/13

¿Que muerdo porque no muerdo?

7/1/13

El Sócrates Payaso de Ignacio Braulio Anzoátegui



       

A lo largo de la historia, Sócrates fue el adjudicatario de casi todas las consideraciones posibles: el primer alucinado del trasmundo, el inventor de la ciencia, el símil griego de Jesucristo, el inventor original del psicoanálisis; su nombre pudo ser la piedra basal de cuanto mal o maravilla o nueva doctrina propició la humanidad ulterior. Anzoátegui no llegaba a tanto, pero lo pone primero en la lista histórica de su escupidera ideológica de “payasos ilustres”. La semblanza es tan atrabiliaria y encantadora que más valdría escanearla entera que rebajarla a zurcido narrativo de subrayados.

     Sócrates, el payaso griego o pedante mulato obeso, dice Anzoátegui, representa el resentimiento. La anti-poesía y la anti-esperanza. Odia la belleza y ama la dialéctica solemne. En cambio, toda Grecia era presentimiento, poesía: Platón, para el que la sabiduría lo era de la eterna armonía; Homero, para el que la historia era el camino de la leyenda inmarcesible.

«Afortunadamente no nació Sócrates bajo el signo del positivismo –porque de otra manera sería hoy uno de sus santones–, pero es indudable que inauguró el más abyecto de los sistemas positivos, que es el positivismo aplicado al yo.»

     En su voluminoso cuerpo –dice– alentaba una “obscenidad positiva”.

     Era incapaz de comprender otra cosa que la incomprensibilidad de su propio yo. Empieza con “conócete a ti mismo” y termina con “sólo sé que no sé nada”. Dios –se lee– creó al hombre para que fuera un animal racional “y no para que fuera un animal psicoanalítico”.

«Aristóteles es quizás empirista pero siempre con respecto al mundo exterior. Se puede ser empírico frente a la calidad de la leche de esta o aquella vaca de esta o aquella región, o frente a la naturaleza de la ley que reprime en este o aquel país el delito cometido por este o aquel criminal, o frente a la conducta de este o aquel político de este o aquel Estado, o frente a la costumbre de esta o aquella planta de este o aquel hemisferio; pero, indudablemente, no se puede ser empírico frente a la costumbre ni frente a la calidad del hombre, porque el único que tiene derecho a serlo es Dios, el empirista por excelencia.»

«Para librarnos de la tentación socrática nos regaló el juguete de la tentación artística, que, por ser juguete y diversión de niño, es la más segura vía de la salvación del hombre.»

     Anzoátegui rescata al espíritu griego, aunque –dice– no eran muy expertos en materia religiosa; pero tenían al menos un fino instinto para entender la belleza. Rescata a los presocráticos, a Platón y Aristóteles, y a los sofistas, “que no eran, por cierto, los bobos monosilábicos retratados por Sócrates [sic], sino precisamente los alegres artistas de la sabiduría, que, jugando con las ideas, queriéndolo o no queriéndolo, dejaron sentado el alegre principio de que la inteligencia es siempre superior al conocimiento. El sofista no es el vulgar embaucador que desarrolla ante nosotros su juego silogístico para sacarnos el dinero del bolsillo; es el hombre que nos enseña a usar de nuestra inteligencia para algo mucho más serio que la comprobación de que una silla responde a la idea de silla: algo tan serio como la sospecha de que una silla puede tener el color de una flor o de que la flor puede ser la empinada silla de una hada”. Grecia condenó a Sócrates por pervertir a la juventud y privarla de la poesía indispensable (hay que recordar que además de cultor de las viñetas satíricas ad hominem y de oscurantista de estilo límpido, Anzoátegui era consumado poeta).

     No sé de dónde sacaba sus ideas este señor (me gusta llamarle señor a lo que cuando iba a la facultad llamaba “texto”). Unas cuantas de Nietzsche, si mi ignorancia no me falla. De un Nietzsche platónico, platónico al derecho. Si el cristianismo es el platonismo para el pueblo, hay que decir que Anzoátegui se esmeraba en hacerlo elegante y provocador, florido y señorial.

     Aunque tampoco se hace, voy a citar el final completo, mientras mi ideal de lector espera el momento de conseguirse el casi inhallable librito. Grecia, dice, lo condenó por una razón poética. “No lo condena por enemigo de sus dioses, sino por anti-poeta. Lo condena por resentido. Por anti-griego y por anti-nuestro. Por anti-héroe y por renegado.” 

Sócrates, el renegau. 



6/1/13

Vidas de Payasos Ilustres de Ignacio B. Anzoátegui




En la última Feria de Librerías de Viejo de Rosario uno dio, entre otros hallazgos, con las Vidas de Payasos Ilustres de Ignacio B. Anzoátegui del año 77 –escrito en el 50 y tantos–, ediciones Theoría. Anzoátegui es un prosista maravilloso con un humor tremendo, temible; seguramente uno de los picos más altos del arte de la injuria o retórica de la execración en la Argentina. Aconsejable ciento por ciento en un presente como éste, en el cual a la condena televisiva de empacharnos día por medio con horas cátedra de la símil-filosofía de José Pablo Feinmman, se la contrarresta a fuerza de testimoniales de Tomás Abraham por TN. Hoy la “derecha” cajabobista se cuelga de la figura de señoras ex criptomarxistas, ironistas ex posestructuralistas, o ex contornistas geriátricos, porque los de la masía –como dicen en el Barça– no tienen la suficiente fuerza pragmático-alocutiva para rebatir el espesor argumental del emancipacionismo oficial encabezado por la retórica churrigueresca de Horacio González o Jorge Dorio, la neoclásico-kitsch de Víctor Hugo, o la parresía de Gerardo Romano o de la distraída pornógrafa Flor Peña. Le falta un Anzoátegui, un señor que alguna vez estuvo a la derecha de todo cuanto existía. Anzoátegui llama a Dios “el supremo reaccionario”, y él debe de haber aspirado a erigirse en su más fiel copia a imagen y semejanza por estos pagos. Convence mejor incluso que el Zizek de El Títere y el Enano acerca de la conveniencia y el embeleso de pasar por el mundo siendo apostólico-romano. A todo esto el nischeano católico aggiornato Vattimo declaraba el otro día en La Nación, mientras les filtraba un alegato bastante pro-K, que él no sabía en qué creía y que si lo supiera dejaría de creerlo, un buen diagnóstico que señala que el “vivir sin Dios y sin ser Dios” de Macedonio es a condición de desconocer que El Barba es inconsciente, más que antropomórfico e hirsuto. Pero el Dios de Anzoátegui no es el lacaniano (el de que “si no existe, nada es posible” –la frase-Karamasov pero invertida, como bien sabe el vano lector) sino que es un Dios cristiano, previo a Juan XXIII, monárquico, nacionalista-antiliberal, hispanista-antisemita, antifeminista, etcétera, etcétera. En su época este señor tuvo un medio social que le permitió no ser un cactus o el contenido de un chaleco de fuerzas, hoy es un verdadero escritor maldito; los que hoy hacen los programas de educación primaria preferirían promover la lectura infantil del Marqués de Sade u O. Lamborghini antes que poner un libro de autor así en las manos de las blancas palomitas –incluso Mein Kampf, porque Anzoátegui es un nazi inteligente y grácil–. A la fecha el apotegma famoso de Gide de que “buenos sentimientos hacen mala literatura” lo encontraría como el referente ejemplar más destacable. El dramatismo que lo hacía contemporáneo a su época –si bien rancio ultramontano– ya no existe; nos queda el humor de su operación retórica, de señorial cortesía en el sarcasmo: paradojista tipo Opus Dei, más Papa que el Papini, un Chesterton cáustico servido de un Nietzsche del Vaticano (de hecho, Zaratustra le parece un enemigo noble frente a los modelos ilustrados y liberales franco-sajones). Los historiadores lo fichan dentro del trío “revisionista” del 30, con Irazusta-Ibarguren –uriburo-rosistas, oligarcas de provincia. Su precursor de cabotaje seguramente era el cura Castañeda. Su vecino de al lado el cura Castellani.

     Vidas de Payasos Ilustres es la continuación a escala planetaria de Vidas de Muertos, reeditado hace poco por la Biblioteca Nacional, que se dedicaba a personajes de la historia argentina –de ahí su revuelo perdurable–. Se trata de un librito de ciento y algo de páginas, con ilustraciones no muy inspiradas, que ofrece una serie de breves semblanzas que apenas fungen de carnada para la invectiva y la auto-doctrina. Sus víctimas son, en este orden, los siguientes payasos ilustres: Sócrates, Pilatos, Francisco I, Fray B. de las Casas, Calvino, Corneille, Voltaire, Defoe, Carlos III, el cuentista Andersen, Kipling y Tolstoi. De Poncio Pilatos dice que “inauguró el laissez faire, laissez passer del liberalismo criminal”; de Bartolomé de las Casas que era “el panfletero de la leyenda negra anti-española”, un “demagogo de los Derechos del Indio” o “maniático del indigenismo” que para salvarlos de una supuesta esclavitud se transformó en “negrero” propiciando la importación de africanos. Tolstoi: “plutócrata ensoberbecido con su título de padre de los oprimidos”, es “el Almafuerte de Rusia”, “clown de los liberales” también. Lutero: “maniático del escrúpulo moral”. La Reforma: “cuartelazo de curas”. Calvino “apóstata de la condición humana”. Los borbones: flojos que no eran efectivamente reyes. Acusa a Kipling de “lloriqueo de solterona del sexo masculino, que aspira a un superhombre paciente y pacifista, dispuesto al sacrificio de la verdad y de la vida, con tal de no pelear” (parece que describiera a los actuales intérpretes de la gauche nischeana de nuestra bienquista universidad). Rousseau, “hijo de la Reforma y de Onán que imaginaba al hombre como un tonto”. El Robinson Crusoe, un monstruo filosófico al servicio de Rousseau, “incapaz de dar una pequeña puñalada a su semejante pero capaz de someter a un salario de hambre a los obreros de su floreciente industria”. En él ve todos los males del homo democraticus. Es el anti-Zaratustra: Zaratustra paganiza, éste idiotiza; uno es la revolución para arriba, el otro para abajo. Los liberales –dice– son los propietarios de la verdad histórica pública o del lugar común histórico. (Hoy en disputa con los progres, hay que agregar.)

     Con Voltaire tiene especial saña, se trata a fin de cuenta de un colega universal del arte satírico versión serena, pero al servicio de la liberalidad del Mal. Porque Anzoátegui, igual que Voltaire, cree a su modo en la inteligencia, y en el argumento parabólico como su expediente, con la diferencia de que él es un adicto a la diatriba corrosiva y al escarnio (el estilo Nietzsche había impactado así en esa Argentina, hasta entre los rude boys chupacirios). Le llama el más grotesco de los monstruos modernos y dice que era un viejo baboso, impotente, “convertido en el empresario de las más bajas renuncias de la carne y de las más abyectas tradiciones del espíritu”. Repara en su fotogénica sonrisa inmortal, a la que considera la de “un viejo hijo de puta”. “Rió de todo lo grande –escribe–: no como el verdadero humorista, que ríe alegremente con lo grande participando de la alegría fáustica de la grandeza, sino que rió de la grandeza, con la pequeñez del que ha renunciado antes a alcanzarla. / Se mofó de Dios porque lo sabía grande y se mofó de la realeza porque la creía grande.

     Anzoátegui era, parece, el campeón ideológico de un mundo que si bien nunca ocurrió se añoraba, idealista violento que veía a cuanto había como degradación corrupta, desviación de la doctrina de Cristo enarbolada alguna vez por la Iglesia y la Corona Española –a tal punto que decretaba que el Concilio Vaticano de los 60 era algo así como el grado cero del anarquismo y el porno–; pero con el oficio del inmoralista, no del predicador. Hoy en día ser conservador es otra cosa, a su propósito pueden servir tanto Foucault como Madonna, Perón, Lenin, Bunge, Aira o el que pinte; para el que tenga esa aspiración, así la llene con el contenido que se le cruce en el momento, el jodido católico le ofrece un paradigma, una referencia, un sistema con estrategia y finos recursos, algunos de los cuales todavía podrían ser aprovechables, una máquina metódica de hacer cosas con palabras o viceversa. Se sabe que se puede ser católico y pederasta, católico y fan de Iorio, católico y anarco-sindicalista, y que se puede ser “católico” de cualquier cosa, además, y además Dios se traviste en cualquier palabra imperiosa. De su “Dios”, dice, tiene una lógica propia que escandaliza a veces a los propietarios de la lógica; para Dios el fin justifica los medios. Ser es ser cristiano, sostiene, y todo lo que no sea afirmación de ese ser es camino a la desesperación y entrega al suicidio. Para ser es necesaria la candidez de la paloma y la sagacidad de la serpiente, dice: el alma pura y la conciencia de que vivimos en un mundo impuro; hay que desconfiar de todo consuelo que provenga de la Humanidad y no de la Divinidad. Dice que habitamos un mundo inhabitable que es un circo dirigido por los hijos de los payasos, a sueldo de los empresarios, que olvidan lo que son.

     Quería dejar mi impresión estimulante de lector sin rumbo, el análisis obvio-sesudo o socio-histórico me importa un bledo; pero hay que reconocer que Horacio González siempre descuella cuando en sus libracos despacha a estos abuelos de la nada en medio párrafo (ese tropo viñasiano pero de temperamento bonachón y disculpador). Por eso, ya que uno está al pedo, lo cita cuando (Restos Pampeanos) lo –des– cataloga como “raro fascismo en lenguaje bufo horadado por el absurdo”. “Es un fascismo –se lee– que alberga una jocosidad interna trastornada, paradójica y vesánica. Y como ‘fascismo que ríe’ significa al mismo tiempo el fracaso del fascismo ceremonial y la ampliación de la antropología de las derechas hacia el terreno del non-sense” (está en Internet). Y sin embargo parecería –aunque no– poco lícito calzarle el cómodo mote (“fascista”), siendo que con esa palabra –confundamos un poco– lo que primero puebla nuestra cabeza es la imagen de un imbécil perturbado y bruto, y este personaje más bien deja cierta sensación de ser un bromista magnánimo que se agarraba de un par de inverosímiles ideas de máxima para distinguirse y distanciarse de un mundo al que vituperaba con un odio riente que hace como qué. El tipo no quería incendiar el mundo sino apenas respetar las ideas ajenas cuando coincidieran con las suyas, tal como rezaba su apotegma. Que hacía pendant con este otro, por cierto: “hoy mismo mandar a alguien al carajo”. Para más información ver el preciso prólogo de Christian Ferrer a la edición de la Biblioteca Nacional (es un crítico que se dedica a este tipo de valores olvidados del ayer monstruoso, pero que no les concede nada). Anzoátegui, por si acaso, es un ejemplo argentino más de antifilósofo rotundo, pero no en el sentido reinante que ha intentado despejar Alain Badiou, sino más bien en aquel que se le daba a la “antifilosofía” por el siglo XVIII. Su estilo de ensayista sería ilegible para el incierto gusto skinhead actual, más bien ágrafo, e hizo a uno pensar por un instante que Borges acaparó demasiada fama en ese ruedo. 





-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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