Se deberá suponer,
pongamos que estoy diciendo algo, que esta novela no fue escrita por una
persona sino por un estado de cosas, situación o grupo social. Con la salvedad asumida
de que el esfuerzo lo sobrellevó el cuerpo de una sola persona, y se trata de
una obra laboriosa –si es posible anotarlo así–, aparte de sagazmente oportuna, ingeniosa y lúcida en
dosis abundantes. Estado de cosas o grupo social al interior de esa quimera
eventualmente abstracta denominada campo cultural o literario, ciertamente. Hay
tres lugares para escribir, no dos –me dijo un pajarito–: el mercado, la academia, y la locura. Los dos
primeros operan de eventuales motores inmóviles del mentado “campo”, y
polarizaron un dilema que ocupó hace algunos años unos cuantos artículos de
prensa cultural, infinidad de exabruptos entre blogueros y trolls literarios, e incluso libros. Damián Tabarovsky, por ejemplo,
reconoció un tercer lugar que me parece tan utópico y paradisíaco como el reino
de la libertad pronosticado por Marx o cualquier otro engendro jegueliano o de
diversa religión, aunque en rigor la patente es francesa (“deseo loco de lo nuevo” o algo así). Yo no vería otra cosa fuera
del mercado y la academia que no sea la locura –en un sentido siempre más
cervantino que clínico–. Cuando a la locura se la hace entrar por la fuerza o
la puerta de servicio, se la ficha ocasionalmente con motes expiatorios, art brut, Kitsch, raro, póstumo, excéntrico, mala y demás inventos, y siempre
que se pueda coser un texto a una biografía ilustrativa y a una pertinencia
histórica o tribal. Esto, igual, a título de nada; pasó un ángel y colgó una
digresión. Volver.
Esta novela ¿qué es?: una sátira
seguramente, a diferencia de cualquier novela de Aira. Su principal recurso, se
me hace, es la parodia, pero contaminada por el pastiche. Bajo el ala de la
parodia, con un propósito satírico pretende, pongamos, hacer funcionar el
“procedimiento” reconocido como la marca Aira, bajo firma de un tercero y con
las intenciones evidentes –pongamos que es así– de perturbar el mecanismo Aira, de provocar un efecto
malicioso en su recepción, alterar los efectos de esa factoría textual en sus
lectores. No obstante –discrecionalmente o no, afortunadamente o no– más que por Aira parece escrita por Aira, por Copi,
por Laiseca, por Cucurto y Tabarovsky a cuatro manos al dictado de Capusotto, e
incluso por toda la matrícula de Filosofía y Letras.
Como dispositivo de prosificación (“parece una novela mía, pero escrita en prosa”),
se aceptará que funciona, sin que de esto se pueda extraer ningún aplauso o
abucheo. En contra, uno podrá reclamar que su “inventiva” airana complace
demasiado lo ambiental y es expansiva muy al ras, propone una serie de figuras
demasiado exactas, queriendo decir un tanto previsibles u otro poco esperables
–el enano taxi-boy, el nazi puto, el
peronista asiático, el psicopompo-nerd
proxeneta y narco, no se priva de ninguno, una enumeración demasiado precisa de
un colectivo imaginario, si es que la lengua de Canela vale por algo–. Todo depende de si se observa la fidelidad a lo
parodiado o la fidelidad a la parodia, si sé lo que digo. Así a veces parece
que a la novela la escribe Aira y a veces un estudiante avanzado de Letras que
lo copia bien y lo copia mal, que lo reproduce al pie de la letra pero se
tropieza, o que lo empobrece despectiva e insidiosamente, burlonamente, o bien
por descuido e incuria. Pero se sabe que no se puede responder a qué quiso decir, aunque se podría
aplicar la misma imposibilidad a cómo
funciona. Que es un Aira empobrecido –además de mezclado– es un dato; si el hecho responde a un propósito o es
resultado de una limitación, depende. Hay que ver, además, si se trataba de
escribir la última buena o la última mala (pienso en la linda teoría de la
“fotocopia” de W. Cucurto). El chiste es bueno; pero ¿cuál es?
Sin mucho que decir sobre el asunto como
texto escrito, en cuanto operación editorial en cambio, uno se remite a su
recepción y por lo que se despeja de los comentarios de algunos vivillos, su
virtuoso oportunismo reside en haberle mojado la oreja a Aira, donde Aira más
bien son sus lectores, el consenso que sostiene un prestigio o qué sé yo. Sus
lectores, esto es: aquellos que seguirán escribiendo la nueva de Aira,
ignorando que ya se publicó la última.
Al que la escribió habría que decirle, muy
bien te felicito, y elogiarlo a la manera del ideal de Fontanarrosa: -¡Me cagué de risa con tu
novela! Como operación de campo, la boutade
provoca, muchas cosas distintas pero provoca. Contra Duchamp la misma moneda, o
más Duchamp, es siempre un recurso digno, los bigotitos al mingitorio. Se trata
de una cargada y una descarga. Porque como venganza parece la venganza
socarrona pero afable de los estudiantes contra los profes, una travesura
escolar como sacada de la estudiantina de Ferdydurke.
Bueno, estoy hasta acá del canon que tanto me gusta y que me metieron por
delante y por detrás, de Fogwill a Babel
y de los suplementos a los congresos. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Regodearse
con una aglomeración de guiños para entendidos e informados, que escanea de pe
a pa todo lo sabido y lo sortea con suma gracia. Como decir, reírse del canon
al que se aporta y adora. ¿Novela de
campo? (Encontronazo –generacional, etario, decir así– de una herencia entrañable e impersonal (porque el
método es Aira grosso modo, pero su
sistema de guiños pone en escena o en la picota al saber –cansadamente
iniciático–
sobre el cual Aira es comprendido, leído, del cual es considerablemente
inocente) y unas nuevas condiciones de lectura, sobre las que se dirime su
permanencia o devaluación, se pone a ser leída como el efecto de un trasfondo
mafioso –que hace juego con el paisaje ficcional que dibuja, una nación como
entramado social de mafias (insignificantes o no, y de toda índole) y en
disputa–, como si oficiara de
salida posible a esa convicción aceptada o axioma que decía: nos cagó. ¿Cómo cagarlo entonces? He ahí
el homenaje –froidiano, se diría– y la traición como salida con suerte del epígono.)
Los que cantan la canción que dice que
Aira es lo viejo y que lo in es
Salinger precursor de Casas avalado por Bourdieu, o que lo nuevo es el presente
y presentarse como un Hemingway quirchnerista de tribu urbana, no tendrían por
qué alegrarse con esta gastada piadosa y autorreferencial al matriarcado del
sistema crítico nacional (“crítico”, no literario,
porque la literatura es como el peronismo: no es un sistema). Creo que todos
los que escriben novelas de Aira –incluido Aira– van a quedar impunes y van a seguir adelante; el que
podría llegar a verse más complicado es el autor de La Última de César Aira, pero ni siquiera. Como desplante punkie o como venganza democrática y
plebeya, no vale más que una contratapa. Como traducción libre en prosa es un
ejercicio escolar encantador. Como homenaje maligno o ambivalente, unos cuantos
puntos más. Y como si cualquier cosa, qué más da. Es a favor, eh. Le pongo un
9.
