Menos mal que Laiseca, que
intrínsecamente es un islote, que no le debe nada a nadie y se parece mucho a
un clásico que nunca existió, es indiscutiblemente una pieza más del canon
argentino vigente, aunque sea él mismo su propio ecosistema, aunque sea como
caso aislado. Después de haber sido condecorado por Aira, Fogwill y Piglia
–cada uno por su lado–, nadie va a andar pretendiendo ser su descubridor, ni
tomarlo por un under marginal o un
genio privado de barrio o de cenáculo esotérico. Pero para su suerte, su éxito
no tiene ningún justificativo per se
salvo el azar, la juntura de brutalidad y exquisita rareza, que a otros nos
podría perder en la irremediable ilegibilidad, anomia, anonimato, idiotez,
produce en lo de Laiseca efectos brillantes que no sé por qué han pasado
desapercibidos por la policía literaria dedicada a premiar lo esperable. Por
suerte muchos no se dan cuenta de lo bueno que es y lo siguen aceptando, para
bien de nosotros que podemos invertir en sus libros y leerlo encontrado en casi
cualquier librería de la vasta patria.
No tendría nada que decir
salvo que he hecho una buena inversión, y le estoy agradecido y a la editorial
Simurg.
No quisiera aventurarme en
hacer entender algún rasgo de su obra con mis escalpelos de juguete, el sr.
Laiseca no merece que ponga mis palmas con ilustrados microbios allí. Me dio sí
la sensación –justo estuve releyendo lo peor de Poe y después la defensa que
Laiseca hizo hace poco de ello en un prólogo a los cuentos poeianos– de que
asumió el riesgo de asimilar (el árbol genealógico de Laiseca es de lo más
caprichoso, anacrónico y devaluado) del glorioso Edgar Allan las sobras que
dejaron de lado sus discípulos más meritorios y prestigiosos, empezando –en la
Argentina– por JLB, Quiroga, y continuando con Cortázar, Castillo, e infinidad
de cuentistas de buen gusto volcados a propagar las innumerables variaciones de
un manojo de eficacias consagradas. Me refiero a todo aquel material que no
compone la lectura obligatoria de Poe que hace el lector adolescente promedio,
aquello que Cortázar condenó por tener por chistes sin gracia y que en su gran
traducción y “ordenación” mandó al cuartito de atrás. O bien no, o quizá yo
esté equivocado. O…
