Onfray se lleva muy mal con los otros mêtres filosóficos y best sellers de nuestra lejana patria
filosófica y literaria –Francia, natürlich–. Lo testimonia
este libraco acaso entretenido, acaso plomizo, a lo largo de sus casi 400
páginas. Por ellas podemos pispiar algo de las míseras rencillas entre estos
muchachos que a nuestras pampas arriban como paquetes abultados de ideas
fijas-de autor para sobrellevar los avatares. Los mercaderes de ideas y los
acaparadores universitarios –según la doble rotulación dadaísta de Tristan
Tzara (y yo hoy soy dadaísta, por lo menos mientras tipeo estas letras)– son como los
maníacos, si no fuera que son nomás, sinécdoque o nosequé, una mercancía del
consumismo cultural. (Y yo al libro lo pagué.) Apostrofes de acá y de allá contra
las otras marcas, Alain Badiou, Glucksmann, Luc Ferry, Finkielkraut, Debord,
Sollers, Robbe-Grillet, Debray y charlistas más, figurones menos. Pero el
enemigo número uno es el sartreano gentleman
Bernard-Henri Lévy (BHL para Onfray).
Así Debord es un sacerdote inquisidor de su propio fondo de comercio,
organizador de su propia invisibilidad mediática por interés mediático. Debray
deja al Che por los sacramentos, Sollers “besa
la pantufla papal”, los rebeldes de Mayo se hacen yuppies, y los filósofos críticos famosos se hacen chupacirios. Si
hay que elegir entre Bernard-Henri Lévy y Badiou, bajemos la persiana ahora
mismo, dice el autor. Ni neoliberalismo ni neomarxismo. Ni Sarkozy con Ségolène
Royal ni Mao con Platón, dice. Badiou –“defensor
de los crímenes maoístas”–, Ranciere, Agamben, Žižek, Sloterdijk,
son “los retóricos sublimes para un
futuro invisible”. Y si Heidegger era nazi, Sartre estalinista (el retrato
dietético de ese filósofo cara de batracio que había hecho en El Vientre de los Filósofos ya había
sido más que lapidario).
Por qué acá Onfray apareció como un filósofo-gourmet, como un nuevo
referente insignia de la nueva cooltura
palermitana (ampliamente detallada en The
Palermo Manifesto, sin que esta cita signifique aval o condena a nada), es
un poco un misterio. Cierto que a Onfray mismo le gusta oscilar entre los
cirenaicos, los epicúreos y los cínicos, apareciendo como un nuevo espécimen de
anarquista que se da los gustos en vida, de buen comer y buen vestir, o como un
dandi de la izquierda “denuncista” –por usar el conflictivo epíteto de González–. Por el
contrario, acá critica a “la izquierda
caviar”, según se lee, los Mayo 68 devenidos yuppies. En esta recopilación de artículos –publicados en la
revista del sanguinolento humorista gráfico Siné–, que integran tres
libros –inéditos y editados– compactados en uno, se puede contemplar la
vertiente denuncista del franco
filósofo.
Ahora, referenciarse en Diógenes es algo demasiado complicado; no sé si
una especie de petulancia histriónica o histérica, un batacazo, boutade o desplante al parque académico
automotor, un gestito de idea, una mentirita o qué corno. De Diógenes se puede
decir lo que de toda referencia en el contexto histórico contemporáneo: que es
imposible. Apliquemos el método Žižek-Express: el ysiísmo. ¿Y si Onfray no
fuera más que un narcisista, gente como uno, pero con suerte y firme vocación
por el trabajo –intelectual– mecánico, que nos hace asistir en calidad de
lectores a los tejemanejes de sus grescas personales con sus rivales del paño?
De falsos hippies y punks estamos todos hasta acá, en
especial nosotros que lo somos. Onfray despotrica contra el liberalismo, de
derecha y de izquierda, dice que en otra época había diferencia entre derecha e
izquierda, también contra el criterio revolucionario marxista. Le llama “izquierda kantiana” a la izquierda del
discurso.
Sostiene una idea fuerte, a tal punto: que el capitalismo es
antropológico, que es insuperable, que existió en el feudalismo y en las
sociedades recolectoras primitivas; a la manera de Foucault, rechaza la idea de
la “toma de poder”. Ni con Marx ni con He-Man. Propone “multiplicar los actos de resistencia cotidianos” y esas cosas que
siempre se enuncian, si es que nunca se alcanzan. Se apoya en la vieja idea de
La Boëtie sobre la servidumbre voluntaria, para “revolucionar la revolución” y demás banderillas de su posición “postanarquista”. Este proclamado
anarquismo post perjura del
individualismo a la Stirner y ensalza a Proudhon. Y rechaza el abstencionismo
eleccionario, ese típico blasón de cierto tilingaje extremoizquierdista de
claustro: a quienes lo adoptan los hace corresponsables por omisión de los
regímenes flagrantes. De Stirner dice que es el filósofo anarquista que les da
letra a los patrones y poderosos; su asociacionismo de egoístas se resume en
ser fuerte con los débiles y débil con los fuertes. “El Único y su propiedad puede ser un gran libro de cabecera para un
capitán de industria o un presidente de la Quinta República.”
Las ideas desechables del anarquismo antiguo son la propiedad privada
concebida como pecado original, la redención por la revolución, la obediencia
al mesías rebelde, y el paraíso terrenal sin guerra, explotación o cárceles
como proyecto final. El post-acratismo no se queda con ese romanticismo de
bibliografía trasnochada e incluye hacerse cargo de los saldos que dejaron las
escuelas de los Foucault, Deleuze-Guattari, Derrida, Lyotard o Bourdieu. Lo
rescatable del anarcoclasicismo: “el
negarse a mandar y guiar, el desprecio por el poder y la gente poderosa, el
compromiso con las víctimas del capitalismo liberal, la construcción del orden
a través del contrato, la defensa de la ilegalidad si y sólo si contribuye a
mejorar la vida de la gente que sufre, la edificación de comunidades jubilosas
indexadas según la pulsión de vida, etcétera”.
La mayoría de las personas en este mundo no quieren o no pueden ser
anarquistas ni filósofos, no prefieren la soberanía ni tampoco no mandar ni ser
mandados; tampoco el hedonismo supera en número al de los adheridos al
sadomasoquismo y el sacro-familiarismo. Yo lo llevaría a predicar a las chozas
del tercer cordón bonaerense o al barrio Triángulo y ver qué pasa.
La cultura francesa, se sabe, y mucho más la filosofía francesa, es de
izquierda por tradición sino por inercia o por caradura; se la pasan
corriéndose unos a otros por el lado zurdo para ver quién llega más lejos sin
moverse, à la manière de Zenón. Los
filósofos son la soja de Francia. Las malas lenguas le llaman “izquierda
francesa” a esa actitud intransigente y cómoda de los señoritos de claustro y notebook
que viven del post-doctorado y del derecho de autor, que agarran un megáfono y
se consiguen cien clientes nuevos. Y no parece que este señor sea inocente
tampoco; y después de todo qué sabe un argentino paseador de las librerías de
Corrientes quién es este tipo que nos da clases de resistencia (antes se decía
de moral) desde este adminículo de lujo y de culto –de culto snob– que se llama
libro. Para saber quién habla hay que preguntar por el ayuda de cámara o sumiller de corps, se dice, y si no los tiene –Diógenes no tenía ajuar ni servicio– consultar al
enemigo. Sobre la vanidad de los kynikoi
hay dos mil y pico de años de anécdotas.
Detectamos cuatro enemigos cruciales: los otros filósofos, los
políticos, los psicoanalistas y los religiosos. Sarkozy, Hollande, Ségolène
Royal, los más citados entre los políticos; la cuarta rama es la de las
invectivas contra el Papa Ratzinger y los cristianos, sumados a los demás
monoteísmos imperialistas. Sarkozy: “la
quintaescencia de la gente resentida: fuerte con los débiles, débil con los
fuertes”, delincuente aspirante a monarca republicano. Benedicto y Dios por
un lado, y Lacan y Freud por el otro –se sabe de las “polémicas” que suscitó su
libro contra el neurólogo-chamán en la franja intelectual de la clase ociosa
parisina, y entre los recontraanalizados inteligentes de Barrio Norte–. Freud
es jefe de banda y líder de secta, estafador y mentiroso comprobado al que
dedicó un grueso volumen de escraches. El creador de “una alucinación colectiva”. Dice que todos sus análisis fueron
fracasos terapéuticos. “El diván es el
lugar del chamanismo postmoderno. Los chamanes curan, eso está claro. Pero
también el agua de Lourdes, como los prueban las muletas colgadas en la cueva.
¿Pero acaso esto prueba la existencia de Dios?”
Onfray se inclina por la postura de exigirles a los psicoanalistas el
carnet de médicos. “Freud –publica a
este respecto– es un
genio y, como ocurre frecuentemente con los genios, su invento es utilizado por
malandras lamentables, cómodamente instalados en el ejercicio de su chamanismo
postmoderno, y cuya única legitimación, según la desafortunada frase de Lacan,
proviene de ellos mismos. Igual que el delincuente, el mafioso, el periodista,
el asesino a sueldo y otros profesionales bajo jurisdicción de excepción.”
De Lacan dice que su formación era menos
froidiana o jegueliana que surrealista, y menos surrealista que enciclopedista
de segunda mano (uno diría más bien que se trató de un psicopompo cuyo
imperialismo-de-sí tuvo demasiada fortuna –el tipo se declaraba psicótico ¿no?,
esto es: un indivanizable axiomático–). “Si lo que se quiere es ver en Lacan a un
filósofo para el cual La fenomenología del espíritu no tiene secretos, a un exégeta de Freud, se equivocan. Había
contratado a un joven egresado de la École Normale Supérieure para que lo
pusiera al día con la filosofía, y sus conocimientos provenían de una hábil
glosa en torno a algunos lugares comunes de la filosofía de grandes nombres del
momento, rápidamente ingeridos y digeridos con el talento de un titiritero de
feria.” Recuerda el deseo de Lacan de pedirle audiencia a Pío XII, el Papa
que excomulgó a los comunistas, contempló Mein
Kampf y puso a Marx en el Index.
Lo señala como el inventor de una lengua autista y para sí mismo, erigida para
someter al lector a su dialecto, “exigiéndole
que lo practique para formar parte de la secta y ser reconocido como un miembro
de pleno derecho”. Más o menos por la misma senda, en otro artículo indica
al Ulises de Joyce como
incomprensible y esotérico. “Confesar que
uno ha renunciado definitivamente a adentrarse en este delirio monomaníaco y
onanista equivale a ser condenado por los esnobs, que otorgan certificados de
pertenencia a su círculo a cambio de profesar una devoción biempensante por
este mamotreto intragable.”
La filosofía se puede leer como un sainete y sus nombres propios,
adjuntados a solapas biográficas, como personajes interpretados por capo-cómicos
sentados, o a lo mejor como un “drama en gentes” en el sentido de Pessoa, con
marcas de autor acá y allá que son heterónimos de nadie. Más allá quedan los
usos privados que cada uno hace de los conceptos-afectos, perceptos-preceptos,
eslóganes, ideas o filosofemas, siempre más cerca de Bovary que del iniciado,
del Quijote que del discípulo o adepto.
Perón indicó que peronistas somos todos; no voy a explicar el koan justicialista, pero pinta muy bien
la condición argentina de ser en el mundo. Borges dijo por la suya que
nominalistas es lo que somos todos, y esto es como un diagnóstico de la
condición posmoderna –algo hay que decir–. Badiou lo dice
en otros términos, quitándonos a los pibes filosóficos de barrio cualquier
pretensión de portar un pedigrí altocultural: dice que el imperativo subyacente
y hegemónico actual es “Vive sin Ideas” (pongámosle al menos mayúsculas y que
suene macedoniano).
Cuando era chiquitito, en una crónica de Chamico –también considerado
por el público como C. Nalé Roxlo– de El Ingenioso Hidalgo editado alguna vez
por Eudeba, leí una cita definitiva de Oscar Wilde, probablemente apócrifa
porque nunca la encontré entre sus obras ni después en Google, pero que si no
es suya debería serlo. “¿Por qué ser
fieles a nuestras ideas? –cito la cita– ¿Acaso somos el perro de nuestro
pensamiento?”
En este punto, hay que admitirlo, Diógenes compone una misma jauría junto a Platón, Aristóteles y cualquier otro señorito con toga y participación
política, o con sotana, peluca o pipa y culos de botella.
Como recurso contra Diógenes puede usarse un Wilde y esto es reversible,
por cierto. Y no tiene por qué ser –de acuerdo a la temática de la Kritik de Sloterdijk– un argumento
reaccionario del cinismo señorial de los privilegiados contra el quinismo
plebeyo de los excluidos del banquete. Diógenes fue célebre por proponer, de la
forma más extrema en su momento, una ética de imitación de la naturaleza. Wilde
por lo contrario, dado que propuso que es la naturaleza la que imita, lo que
además de ser una ética del artificio, la frivolidad y el arte por el arte,
podría ampliarse en un relativismo a la manera de la máxima de Heisenberg –“el
hombre sólo se encuentra a sí mismo”–.
Onfray comparte con Diógenes –pero también con Platón, Aristóteles,
Hegel o Lacan– esta suerte de condición clásica, que es la fidelidad a un punto de vista. Y no
otros hábitos –si no habitus– más
característicos de aquel post-socrático violento: no dar conferencias por el
planeta, vivir en la calle, no bañarse nunca, no publicar tablillas, vitelas ni
volúmenes en rústica, tapa papel ilustración más ISBN copyright, etc., no
dedicarse a la historiografía doxográfica, eructar, apalear, afeitar
gallináceas a cambio dar razones argumentales o maratones dialécticas, y tanto
más que bien se sabe. En Atenas había esclavitud pero no campo intelectual. Si
por error alguien lee esta reseña, espero al menos que me malinterprete.
“El verdadero poder es el poder
sobre uno mismo”, anota el Onfray cínico. Pero esa noble norma, la enkrateia, que es la de casi toda la
filosofía griega, se parece también al imperativo de un personaje moderno, más
clínico que conceptual, llamado Neurótico Obsesivo; quiere pasar de largo que
en el mundo en auge existen la ambivalencia, el patrón oro de la ansiedad, y el
criterio nischeano de poder, que es un poder por poder mismo, no por poder
sobre uno mismo –y menos sobre los demás–.
Con todo, es preferible ser canista que lacanista; pero si se puede ser
las dos, y todas las demás, que Dios y la Patria me lo demanden. Y si vas a la
derecha y cambiás hacia la izquierda, adelante –creo que lo escribió Sócrates–. También dijo: ¿Quién me va a
prohibir escribir contra todo lo que me gusta?
