A lo largo de la historia, Sócrates fue el adjudicatario
de casi todas las consideraciones posibles: el primer alucinado del trasmundo,
el inventor de la ciencia, el símil griego de Jesucristo, el inventor original
del psicoanálisis; su nombre pudo ser la piedra basal de cuanto mal o maravilla
o nueva doctrina propició la humanidad ulterior. Anzoátegui no llegaba a tanto,
pero lo pone primero en la lista histórica de su escupidera ideológica de
“payasos ilustres”. La semblanza es tan atrabiliaria y encantadora que más
valdría escanearla entera que rebajarla a zurcido narrativo de subrayados.
Sócrates,
el payaso griego o pedante mulato obeso, dice Anzoátegui, representa el resentimiento. La anti-poesía y la
anti-esperanza. Odia la belleza y ama la dialéctica solemne. En cambio, toda
Grecia era presentimiento, poesía:
Platón, para el que la sabiduría lo era de la eterna armonía; Homero, para el
que la historia era el camino de la leyenda inmarcesible.
«Afortunadamente
no nació Sócrates bajo el signo del positivismo –porque de otra manera sería
hoy uno de sus santones–, pero es indudable que inauguró el más abyecto de los
sistemas positivos, que es el positivismo aplicado al yo.»
En su
voluminoso cuerpo –dice– alentaba una “obscenidad positiva”.
Era incapaz
de comprender otra cosa que la incomprensibilidad
de su propio yo. Empieza con “conócete a ti mismo” y termina con “sólo sé que
no sé nada”. Dios –se lee– creó al hombre para que fuera un animal racional “y
no para que fuera un animal psicoanalítico”.
«Aristóteles es
quizás empirista pero siempre con respecto al mundo exterior. Se puede ser
empírico frente a la calidad de la leche de esta o aquella vaca de esta o
aquella región, o frente a la naturaleza de la ley que reprime en este o aquel
país el delito cometido por este o aquel criminal, o frente a la conducta de
este o aquel político de este o aquel Estado, o frente a la costumbre de esta o
aquella planta de este o aquel hemisferio; pero, indudablemente, no se puede
ser empírico frente a la costumbre ni frente a la calidad del hombre, porque el
único que tiene derecho a serlo es Dios, el empirista por excelencia.»
«Para librarnos
de la tentación socrática nos regaló el juguete de la tentación artística, que,
por ser juguete y diversión de niño, es la más segura vía de la salvación del
hombre.»
Anzoátegui
rescata al espíritu griego, aunque –dice– no eran muy expertos en materia
religiosa; pero tenían al menos un fino instinto para entender la belleza.
Rescata a los presocráticos, a Platón y Aristóteles, y a los sofistas, “que no eran, por cierto, los bobos
monosilábicos retratados por Sócrates [sic], sino precisamente los
alegres artistas de la sabiduría, que, jugando con las ideas, queriéndolo o no
queriéndolo, dejaron sentado el alegre principio de que la inteligencia es
siempre superior al conocimiento. El sofista no es el vulgar embaucador que
desarrolla ante nosotros su juego silogístico para sacarnos el dinero del
bolsillo; es el hombre que nos enseña a usar de nuestra inteligencia para algo
mucho más serio que la comprobación de que una silla responde a la idea de
silla: algo tan serio como la sospecha de que una silla puede tener el color de
una flor o de que la flor puede ser la empinada silla de una hada”. Grecia
condenó a Sócrates por pervertir a la juventud y privarla de la poesía indispensable
(hay que recordar que además de cultor de las viñetas satíricas ad hominem y de oscurantista de estilo
límpido, Anzoátegui era consumado poeta).
No sé de
dónde sacaba sus ideas este señor (me gusta llamarle señor a lo que cuando iba
a la facultad llamaba “texto”). Unas cuantas de Nietzsche, si mi ignorancia no
me falla. De un Nietzsche platónico, platónico al derecho. Si el cristianismo
es el platonismo para el pueblo, hay que decir que Anzoátegui se esmeraba en
hacerlo elegante y provocador, florido y señorial.
Aunque
tampoco se hace, voy a citar el final completo, mientras mi ideal de lector
espera el momento de conseguirse el casi inhallable librito. Grecia, dice, lo
condenó por una razón poética. “No lo
condena por enemigo de sus dioses, sino por anti-poeta. Lo condena por
resentido. Por anti-griego y por anti-nuestro. Por anti-héroe y por renegado.”
Sócrates, el renegau.
