14/9/12

Introduciendo al macho metafísico



(Dos “Introducciones”: Alain Badiou por Leandro García Ponzo, Richard Rorty por Tomás Abraham)



A propósito de Rorty y de Badiou, dos filósofos de magro interés y  escaso provecho para el amante del saber que uno fue de joven (porque para ser filósofo, por lo menos en ese preciso sentido, hay que ser joven y sólo joven), uno demasiado blando y soso, el otro duro en demasía e innecesario como un ladrillazo inicuo, y ya que estamos de pasada por ahí, voy a referirme a dos libros recientes de la colección Pensamientos Locales, esos de tapa negra que se llaman “Una Introducción” publicados por Quadrata y la Biblioteca Nacional.
La Introducción a Rorty de Tomás Abraham se avecina a uno como un libro despachado un poco a desgana, a la fuerza o por una especie de auto-imposición deportiva. Intenta mantener la gracia del estilo de las crónicas sumarias del autor –el famoso fast thinking- y de su entrañable primer obra de los 80, aquella sobre Foucault Deleuze y Sartre, Pensadores Bajos, pero pasa que ese estilo y su gesto propiciatorio, el antiplatonismo divertido tomasiano, se chocan con un objeto de discurso mucho menos voluptuoso, demasiado sencillo, con un sex appeal bastante más exiguo. No sólo el tema: el lugar y el momento a lo mejor: una colección semi-escolar con una aspiración algo truncada al aventurerismo lírico ensayístico y orientada a un público en trance de iniciación y con avidez de información compactada, y a la vez ese mismo público nuevo que si quisiere cacofonía exabruptos cuasi dadás y escenificación de parresía se abocaría a los blogueros y al twitter, pero como más probable es que pida seriedad y autoridad académica no debe de saber bien qué hace con el engendro de Abraham entre manos. Es lo interesante del libro, su iniquidad, su curso desbarrado, su horizonte supernumerario. (Sé que juzgar no es cool para el buen diletante nischeano modelo, pero tratándose de libros que no hablan de los pajaritos sino de filósofos que hablan de todo y todos, ¿qué se puede hacer? Uno tiene un costado de neo-Whitman que aplaude casi todo vivir –o escribir- pero que tiene que protegerse a base de un sarcasmo automático que se compromete si en líneas generales opera sólo contra todos.) Abraham tiene su clientela –más allá de los turcos de calle San Luis- y la recensión bien puede ser un libro de quejas. El dadaísmo tesleriano comentando las últimas novedades editoriales de los profesores conspicuos de la filosofía post-analítica anglosajona es un espectáculo extraño. Más lo es que el atrabiliario narrador-recensionista empeñe como Letmotiv fundamental  reclamarle a Rorty no haberse dedicado a bendecir a Gilles Deleuze, lamento descolocado que un doxógrafo parodista, bufón de la periferia pampeana, le hace al ironista solidario, al liberal burgués simpático, de no haber hecho el encomio público del ácrata deseante esquizo-aristócrata. ¿Por qué Heidegger no dictó un curso sobre Jarry? ¿Por qué Foucault no publicó una hagiografía de Habermas? Se sabe que la geofilosofía argentina se organiza en el extravío en un mapa (post)metafísico más grande que el territorio. Rorty era un desertor de la tradición anglo-americana del giro lingüístico –suerte de neokantismo empírico-nominalista cuya inventiva general pletórica de papers no ameritaría, en un mundo mejor que éste, más que media docena de páginas de manual-; la abandonó para irse con los profesores de letras y flirtear con el decontruccionismo y demás coqueterías parisinas. Llegó a la felicitación entre los suyos de las audacias de Foucault por los 80, un autor que también se propuso más o menos abandonar el lenguaje filosófico monolítico a cambio de hacer proliferar contradiscursividades ad hoc, microsistemitas nischeanos e hibrideces de cientismo-social que hablaban al discurso filosófico desde sus condiciones de producción y que se abocó a poner en un mismo frasco a ontólogos y novelistas. En este orden, el último de los opúsculos publicados por Deleuze (¿Qué es la filosofía?) no fue lanzado al mercado mundial en vano sino tal vez para prevenirse de ser apiñado en lo futuro con la chusma sofistiquera. Se le podría dar algo de razón a Badiou en eso, que en El Clamor del Ser se encargó de exagerar que su mencionado corresponsal era un filósofo clásico y un metafísico de lo uno. Qué manera poco agraciada de envejecer para un anarcodeseante sería refugiarse en el pragmatismo embellecido. Y es un tema bien Gombrowicz ¿no?: Rorty como forma rancia de la madurez, una sortija que lleva de la resistencia foucaldienne al staff de La Nación. A lo mejor no viene al caso lo que me murmuró uno una vez, que el terrorismo filosófico francés separado de su tragedia es un entretenimiento para nerds-burros, una boutade y un rock stars system de la complejidad. Y está bien. Porque no le hace mal a nadie fuera de los implicados por propia cuenta y riesgo.
 Sócrates fue malentendido de todas las maneras posibles, nos pasa a todos, incluso a los que le dejamos una obra al mundo, que no era su caso (: estaba loco). Para los rortyanos puede ser el primer gran conversador, para los esquizo-filósofos el primer monologuista, el que era más amigo del concepto –un autoerotismo al fin y al cabo- que de sus amigos, que como se lee en Qu’est-ce que la philosophie? nunca dejó de hacer que cualquier discusión se volviera imposible”.
ABRAHAM (p. 19): Si nos despojamos de ciertos prejuicios originados en el espíritu de sospecha y en la postura militante del intelectual comprometido conversación no quiere decir necesariamente una causerie de domingo a la hora del té.” Cito a cambio como retruque perfecto una frase que tengo de aquel libro deleuzien: DELEUZE: “Es la concepción popular y democrática de la filosofía, en la que ésta se propone proporcionar temas de conversación agradables o agresivos para las cenas en la casa del señor Rorty”. Abraham agrega que la conversación es lo que se opone a las corporaciones de expertos que se sirven de “una lengua misteriosa y amurallada contra el lenguaje ordinario” y de “un cientificismo arrogante” para humillar a la plebe ajena a su secta. Deleuze escribía allí mismo que la filosofía nació con el gesto de objetar la doxa con una episteme, Deleuze escribía allí mismo que el concepto no es discursivo sino vagabundo. Los estetas de la dureza de la existencia anónima miramos a estos deleuzianos convertidos unos en comentaristas de TN otros en neoplatónicos que viajan subsidiados por el mundo como predicadores del nuevo platonismo sin clases para un público selecto, como capo-cómicos de un espectáculo too much, con la vergüenza irrisoria que da ser humano e intervenir en la cultura.
Rorty y Badiou son lo blando y lo duro se lee en la p. 22, la molicie sofística contra el macho ontológico. Lo que se denomina machismo metafísico es uno de los enemigos de Rorty. Sin embargo, detrás de cada macho hay un camarín que lo espera con sus ungüentos y sus pomadas” (p. 75).  El cristianismo de Rorty no es el morbo mental de Wittgenstein ni de Nietzsche el Crucificado –los antifilósofos recios a la Badiou-, es su proyecto piadoso de ablandar el corazón de los ricos y poderosos, la “causa” del sofista de buen corazón. Lo que él llama su antifilosofía Badiou le llama sofística. La distinción de Badiou entre antifilósofo y sofista es bastante más sofisticada –valga la redundancia- que la que daba Cioran pero hay que ver si va mucho más allá. Cioran sin hacer referencia a la verdad ni a la indiferencia o no con los sufrientes del mundo distinguía entre los que pensaban desde el “suplicio interior”  y los que pensaban “por el placer de pensar”, claro que este otro rumano no versaba en términos de dispositivos discursivos protocolos o regímenes del acto sino de afecciones de simples subjetividades psíquicas inspirado por una suerte de sentido común del desencanto occidental de época. Porque a la vista de Rorty la filosofía no es una rama fantástica de la literatura sino una rama anacrónica inventada por Platón y agotada hace rato. En ese sentido los franceses siempre fueron más borgeanos, el constructivismo conceptual no sólo inventó nuevos vocabularios, sino que no confundió literatura con habla, obra con panfleto. Para Badiou la filosofía sigue siendo “posible” aunque como platonismo; para sus enemigos –como delata en su nuevo manifiesto- lo sigue siendo como cualquier cosa: cocktail empresarial programa radial de trasnoche o autoayuda al dandy afterpop. La postura de Rorty es tradicional en ese sentido y esa tradición es el pragmatismo. Tomar muy poco en serio las tradiciones europeas y la norteamericana es bien propio de la tradición argentina, esta forma de sospecha sin tragedia tiene dos variantes también tradicionales, la parodia de los literatos –sea un Borges o un Viñole-, que se desesperan de forma siempre más o menos aparente y para la hinchada, o el pastiche oficial de los académicos, de un ludismo bastante apático sojuzgado por la competencia curricular. Entre apartarse a levantar un nuevo sistema brillante lleno de neologismos estertóreos y ofrecerse como árbitro socrático de las masas parlantes hay un tercer lugar en el mundo que consiste en meterse en medio haciendo interferencia. Un ruido. Hacer el punk pero sin vestuario.
El autor había sido generoso con Badiou en un libro de autoría compartida llamado Batallas Éticas. Observado como  corrector de Deleuze –me acuerdo- más tarde fue denunciado como agente de la pornopolítica. En esta vuelta el anciano profesor francés es tenido por un escolástico que prefiere adoctrinar a pensar. A la velocidad de la diatriba reseña un libro del especialista local D. Scavino, donde según parece el monitor norteamericano es presentado sin más matices como un agente de marketing y vitalicio de la sociedad de consumo que cambia el ídolo de la verdad universal por el de la hermenéutica nihilista. El liberal burgués posmoderno –como se define a sí mismo- es presentando como un liberal burgués posmoderno; pero vestido de enemigo desde el punto de vista de la consabida izquierda radical, revolucionaria e inofensiva, que se apoltrona a sueldo en la universidad nacional. En el ghetto filosófico no pasa algo muy distinto a lo que ocurre en el literario, unos aparecen como campeones de la academia otros como personeros del mercado, como si esos dos focos de poder, del inerme poder simbólico del prestigio cultural, fueran verdaderamente polos opuestos organizados por logísticas muy diferentes y sostenidos por intereses antagónicos y procedencias de clase encontradas. Allá ellos. Nuestro mediático en defensa de la posición del mercachifle de la conversación democrática como última ratio, escupe a la impracticable politología de lo inexistente revolucionario-teorética que opera por algoritmos topología y teoría de los conjuntos para bautizar “acontecimientos” (p. 106 y ss.)
Los editores se molestaron con la travesura histriónica de un autor que garantiza algo más de venta que sus colegas por su propio nombre y mucho menos de simpatía y aquiescencia por los pasillos del claustro oficial. Temieron acaso el bochorno. De ello se da cuenta en el jugoso epílogo. Contra la proposición y el concepto, contra el argumento post-positivista y contra el frangollo pragmático-deconstructivo Abraham apela -para defender a Rorty señores…- a la lengua de los “ubuescos” que denuncian el chantaje de la forma humana desde un mimetismo bufo del discurso, convierte a Jarry Witoldo y Rabelais en profesores outsiders devenidos frelancers del show de la indignación. “Los escritores mencionados mediante la parodia, el grotesco, la burla, desnudan al rey, muestran su carácter ‘ubuesco’. Si no lo hacen argumentando no es por falta de méritos, sino por hartazgo de la digresión infinita. Se autorizan a sí mismos a practicar el pecado de ‘no saber’, y ante la insistencia de explicarse a sí mismos, se van y dejan el tablado. Dejan las cosas claras por desplante. Dice Foucault: ‘el grotesco es uno de los procedimientos esenciales de la soberanía arbitraria’. Y, agregamos, una estrategia eficaz de los discípulos de Diógenes frente a las autoridades consagradas” (p. 152). Por un lado la parodia a un campo filosófico donde los lobos castrados se confunden con ovejas sementales. Pero por el otro pastiche sienta bien para tratar de configurar un proyecto de mezcla donde el prestigio viene de la apelación fundamental al aparato teórico de la rama fantástica de la  gauche nietzschéenne pero el ejercicio a la manera de los llamados maestros pensadores actuales parece un socratismo del espectáculo medido por el disenso histérico-actoral. 

***

 
Dice Abraham allí que Rorty describió un dilema inoperante entre los escribidores de filosofía: ser un aficionado a los juegos de palabras o un macho metafísico. Derrida o Badiou (p. 88). El macho es el que cree ser viril porque enuncia proposiciones e inferencias de un modo directo (ibidem), un señor que se odia a sí mismo proyectado en sus contra-modelos: los mercaderes de bazar que quieren plata y los estetas frívolos que quieren felicidad. Pero mientras Rorty los acusa de sacerdotes ascetas manoteando al de Sils-María otros –si amor es un pensamiento- enuncian su enamoramiento, el amor platónico que le llaman. 
La Introducción a Badiou de Leandro García Ponzo está bien en las antípodas estilísticas, y si hay algo más que estilo en el filosofema introducido al medio argentino también está en las antípodas de ese algo. De inusitada belleza anacrónica, ese estilo es devocional pero tan esclarecedor como poco mimético. El autor se las ve con el desafío de tener que glosar a un filósofo que está vivo –a diferencia de los otros que presenta la colección- y que se le aparece como una entidad divina (p.11). El que era semblanteado como macho leonino se reposiciona acá como un dios-niño, esa otra figura más o menos nischeana, superadora, de afirmación irrestricta, de divino decir sí, pero en este caso a la resurrección de la filosofía como un platonismo que es algo más que un género literario acuñado por Aristocles de Atenas. Resurrección luego de la asfixia que le produjo el lenguaje en el lugar del ser con las potestades terroríficas de su tiranía y la de la finitud, los sicarios de la filosofía (p. 19-20).  Lo infantil merodea sus libros. Un niño rompe las cosas, las desarma y las destruye cuando quiere, sin preguntarse demasiado qué perjuicios le traerá su actitud. Se mueve simplemente en el azar de sus juegos y juguetes: los decapita y arregla; manda, elige, gobierna. Alain Badiou –hombre de gran porte y voz severa- posee la risa, el abrazo y el histrionismo siempre a la orden del día. Es un infante enorme que escribe axiomas para un nuevo mundo. Cuando se está ante su obra, se tiene la sensación de habitar ese terreno donde todo puede crearse” (p.23). Contra la autopsia posmoderna Badiou es, sino Dios mismo al menos un Dr. Frankeinstein sin hybris. Su platonismo más bien es el de Sócrates si por Sócrates entendemos a aquella presencia que es la del átopos cuando no la del amo, la del amado mejor ya que el átopos era por esencia lo inefable y por actividad lo indoctrinario mismo. Abraham presentaba con dudoso gusto a Rorty como amigo, el “amigo americano” –como reza incluso el título encubierto del libro- invocando a Nietzsche cuando “enseñaba” al amigo como aquel al que nos une una filiación en lejanía y no el amor al prójimo o próximo. Otra bien distinta es esta filía que declara atravesar las páginas del filósofo “con un afecto que a veces bordea la obsesión” (p.92). El entonces injuriado como “macho metafísico” es presentando por Leandro como “hombre de mirada amplia y tacto expectante – esto es casi textual-, erudito y genial, guardián de lo festivo de corazón voluptuoso y sensible a todo y ansioso por apropiarse de las sensaciones al que cada signo de belleza lo extasía y al que cada ser inanimado le habla y cada elemento de la creación le llena de placer” (p. 26 y 28). Tan generosa declaración de amor en medio de un libro de frondoso entramado conceptual no es nada frecuente en el gris mundillo del oficinismo filosófico asalariado dedicado al comentarismo aséptico prevenido siempre –de la escritura para fuera al menos- de los peligros que ofrece el culto a la personalidad. Después se sigue todo aquello del platonismo sin uno, del materialismo de la Idea, de las matemáticas como pensamiento intransitivo, del ser como lo que se sustrae a la presentación, de la ontología disjunta situacional relacional y sin objetos, del múltiple que es y el uno que no, del infinito inmanente desteologizado, del universo como concepto inconsistente, y demás despliegues y dilematizaciones del inmenso parque conceptual de Badiou. El autor cita a Deleuze –incluso contra sí mismo- cuando decía “Necesitamos una ética o una fe y esto hace reír a los idiotas; no es una necesidad de creer en otra cosa, sino una necesidad de creer en este mundo, del que los idiotas forman parte”. Como se sabe lo de Badiou no tiene nada que ver con aquel otro vitalismo remozado porque acá vivir sólo significa “una correcta disposición hacia la Idea” (p.28). “Vivir no puede ser otra cosa que el gozo afirmativo provocado por la transgresión de la ley contemporánea: ‘Vive sin Idea’ ” (p.29). Contra  los antiplatónicos que –Nietzsche, Wittgenstein, el propio Deleuze…- invocaban el “juego” risueño para resistir, la inocencia magnánima del platonista pueril se aplica al “juego de los serios” (p. 54). Por serio puede entenderse –prescribe el autor- lo que tiene ser. El primer serio fue Parménides y el serio de los serios Platón. Badiou reestablece por medio de la ontología matemática la seriedad a la filosofía de la mano del fin de su fin contra los trágicos “jocosos” que pretendieron imponer su fin sin fin. Ciertamente Père Badiou no tiene nada de ubuesco en sus modales. “Curiosamente, los jocosos, los que señalan el fin de la filosofía, escenifican una tragedia por la cual la palidez y el catastrofismo vuelven al pensamiento estúpidamente imposible, mientras los que ‘tienen ser’ se entretienen derribando la maquinaria de la risa antiplatónica que tanto ha sumido a la filosofía en su melodrama final” (Ibíd.). La reinvención de Badiou es la reactualización de la invención de los griegos, la interrupción del poema con el matema. Para eso se necesita una nueva “aptitud subjetiva” o la elaboración de un nuevo sujeto acorde al comunismo platónico enfrentado al autoritarismo opinológico conversacional-consensual llamado democracia. El comunismo inoperante, que aparecía como inviable a los ojos de Glaucón en La República o teoría sin práctica, apraxia, a los de Abraham.
Contra la “pereza intelectual” que arenga contra toda filosofía sistemática, esta rehabilitación de la filosofía que no es condición de sí misma sino de sus condiciones –amor, política, poema… y que son también su “deseo”-, viene a mostrarse como un renacimiento de la filosofía por lo menos como filosofía de Badiou. ¿Cómo será “posible” la nueva antigua filosofía, el platonismo, fuera de la glosa explícita o no del estilo epigonal, es decir escapando a un nuevo escolasticismo, badiuísmo pongámosle? ¿Será sólo operante en obediencia clara o encubierta a un nuevo gran sistema que todo lo acoge sin trastabillar y que apenas puede propiciar pastores evangelistas, comentaristas ortodoxos o reformistas y heresiarcas? Son preguntas que puedo hacer como que saco de la boca del idiota cuando deja de reír impunemente. Lanzándolas a la pluma del sofista. No sé por qué me pregunto si no habrá “sofistas” que a la manera de Pierre Menard se dediquen a cultivar en su jardín o peor a comerciar y expandir, aquellas ideas que son las opuestas a las que secretamente profesan, también a la manera, quién sabe, de aquellos que en algún momento se pasaban a la dominación-opresión con las excusas de exacerbar las contradicciones que acelerarían la historia. 




-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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Un idiota que reclama que le sea reconocido un saber...