7/1/13

El Sócrates Payaso de Ignacio Braulio Anzoátegui



       

        A lo largo de la historia Sócrates fue el adjudicatario de casi todas las consideraciones posibles, el primer alucinado del trasmundo, el inventor de la ciencia, el símil griego de Jesucristo, el inventor original del psicoanálisis, su nombre pudo ser la piedra basal de cuanto mal o maravilla o nueva doctrina propició la humanidad ulterior. Anzoátegui no llegaba a tanto pero lo pone primero en la lista histórica de su escupidera ideológica de “payasos ilustres”. La semblanza es tan atrabiliaria y encantadora que mas valdría escanearla entera que rebajarla a zurcido narrativo de subrayados.

         Sócrates, el payaso griego o pedante mulato obeso, dice Anzoátegui, representa el resentimiento. La anti-poesía y la anti-esperanza. Odia la belleza y ama la dialéctica solemne. En cambio toda Grecia era presentimiento, poesía; Platón, para el que la sabiduría lo era de la eterna armonía, Homero, para el que la historia era el camino de la leyenda inmarcesible.

          “Afortunadamente no nació Sócrates bajo el signo del positivismo –porque de otra manera sería hoy uno de sus santones-, pero es indudable que inauguró el más abyecto de los sistemas positivos, que es el positivismo aplicado al yo”.

         En su voluminoso  cuerpo  -dice- alentaba una “obscenidad positiva”.

         Era incapaz de comprender otra cosa que la incomprensibilidad de su propio yo. Empieza con conócete a ti mismo y termina con sólo sé que no sé nada. Dios –se lee- creó al hombre para que fuera un animal racional “y no para que fuera un animal psicoanalítico”.

         “Aristóteles es quizás empirista pero siempre con respecto al mundo exterior. Se puede ser empírico frente a la calidad de la leche de esta o aquella vaca de esta o aquella región, o frente a la naturaleza de la ley que reprime en este o aquel país el delito cometido por este o aquel criminal, o frente a la conducta de este o aquel político de este o aquel Estado, o frente a la costumbre de esta o aquella planta de este o aquel hemisferio; pero, indudablemente, no se puede ser empírico frente a la costumbre ni frente a la calidad del hombre, porque el único que tiene derecho a serlo es Dios, el empirista por excelencia”.

         “Para librarnos de la tentación socrática nos regaló el juguete de la tentación artística, que, por ser juguete y diversión de niño, es la más segura vía de la salvación del hombre”.

         Anzoátegui rescata al espíritu griego aunque –dice- no eran muy expertos en materia religiosa, pero tenían al menos un fino instinto para entender la belleza. Rescata a los presocráticos a Platón y Aristóteles, y a los sofistas, “que no eran, por cierto, los bobos monosilábicos retratados por Sócrates [sic], sino precisamente los alegres artistas de la sabiduría, que, jugando con las ideas, queriéndolo o no queriéndolo, dejaron sentado el alegre principio de que la inteligencia es siempre superior al conocimiento. El sofista no es el vulgar embaucador que desarrolla ante nosotros su juego silogístico para sacarnos el dinero del bolsillo; es el hombre que nos enseña a usar de nuestra inteligencia para algo mucho más serio que la comprobación de que una silla responde a la idea de silla: algo tan serio como la sospecha de que una silla puede tener el color de una flor o de que la flor puede ser la empinada silla de una hada”. Grecia condenó a Sócrates por pervertir a la juventud y privarla de la poesía indispensable (hay que recordar que además de cultor de las viñetas satíricas ad hominem y de oscurantista de estilo límpido Anzoátegui era consumado poeta).

         No sé de dónde sacaba sus ideas este señor (me gusta llamarle señor a lo que cuando iba a la facultad llamaba “texto”). Unas cuantas de Nietzsche, si mi ignorancia no me falla. De un Nietzsche platónico, platónico al derecho. Si el cristianismo es el platonismo para el pueblo hay que decir que Anzoátegui se esmeraba en hacerlo elegante y provocador, florido y señorial.

         Aunque tampoco se hace voy a citar el final completo, mientras mi ideal de lector espera el momento de conseguirse el casi inhallable librito. Grecia dice lo condenó por una razón poética. “No lo condena por enemigo de sus dioses, sino por anti-poeta. Lo condena por resentido. Por anti-griego y por anti-nuestro. Por anti-héroe y por renegado”. 



         Sócrates, el renegau. 


6/1/13

Vidas de Payasos Ilustres de Ignacio B. Anzoátegui




En la última Feria de Librerías de Viejo de Rosario uno dio, entre otros hallazgos, con las Vidas de Payasos Ilustres de Ignacio B. Anzoátegui del año 77 –escrito en el cincuenta y tantos-, ediciones Theoría. Anzoátegui es un prosista maravilloso con un humor tremendo, temible, seguramente uno de los picos más altos del arte de la injuria o retórica de la execración en la Argentina. Aconsejable ciento por ciento en un presente como éste donde a la condena televisiva de empacharnos día por medio con horas cátedra de la símil-filosofía de José Pablo Feinmman se la contrarresta a fuerza de testimoniales de Tomás Abraham por TN. Hoy la “derecha” cajabobista se cuelga de la figura de señoras ex cripto-marxistas, ironistas ex posestructuralistas, o ex contornistas geriátricos, porque los de la masía –como dicen en el Barça- no tienen la suficiente fuerza pragmático-alocutiva para rebatir el espesor argumental del emancipacionismo oficial encabezado por la retórica churrigueresca de Horacio González o Jorge Dorio, la neoclásico-Kitsch de Víctor Hugo, o la parresía de Gerardo Romano o de la distraída pornógrafa Flor Peña. Le falta un Anzoátegui, un señor que alguna vez estuvo a la derecha de todo cuanto existía. Anzoátegui llama a Dios “el supremo reaccionario” y él debe de haber aspirado a erigirse en su más fiel copia a imagen y semejanza por estos pagos. Convence mejor incluso que el Zizek de El Títere y el Enano acerca de la conveniencia y el embeleso de pasar por el mundo siendo apostólico-romano. A todo esto el nischeano católico aggiornado Vattimo declaraba el otro día en La Nación, mientras le filtraba un alegato bastante pro-K, que él no sabía en qué creía y que si lo supiera dejaría de creerlo, un buen diagnóstico que señala que el “vivir sin Dios y sin ser Dios” de Macedonio  es a condición de desconocer que El Barba es inconciente más que antropomórfico e hirsuto. Pero el Dios de Anzoátegui no es el lacaniano (el de que “si no existe, nada es posible” –la frase-Karamasov pero invertida, como bien sabe el vano lector-) sino que es un Dios cristiano, previo a Juan XXIII, monárquico, nacionalista-antiliberal, hispanista-antisemita, antifeminista etcétera etcétera. En su época este señor tuvo un medio social que le permitió no ser un cactus o el contenido de un chaleco de fuerzas, hoy es un verdadero escritor maldito, los que hoy hacen los programas de educación primaria preferirían promover la lectura infantil del Marqués de Sade u O. Lamborghini antes que poner un libro de autor así en las manos de las blancas palomitas –incluso Mein Kampf, porque Anzoátegui es un nazi inteligente y grácil.  A la fecha el apotegma famoso de Gide de que buenos sentimientos hacen mala literatura lo encontraría como el referente ejemplar más destacable. El dramatismo que lo hacía contemporáneo a su época –si bien rancio ultramontano- ya no existe, nos queda el humor de su operación retórica, de señorial cortesía en el sarcasmo, paradojista tipo Opus Dei, más Papa que el Papini, un Chesterton cáustico servido de un Nietzsche del Vaticano (de hecho, Zaratustra le parece un enemigo noble frente a los modelos ilustrados y liberales franco-sajones). Los historiadores lo fichan dentro del trío “revisionista” del 30 con Irazusta-Ibarguren, uriburo-rosistas, oligarcas de provincia. Su precursor de cabotaje seguramente era el cura Castañeda. Su vecino de al lado el cura Castellani.

            Vidas de Payasos Ilustres es la continuación a escala planetaria de Vidas de Muertos, reeditado hace poco por la Biblioteca Nacional, que se dedicaba a personajes de la historia argentina –de ahí su revuelo perdurable-. Se trata de un librito de ciento y algo de páginas, con ilustraciones no muy inspiradas, que ofrece una serie de breves semblanzas que apenas fungen de carnada para la invectiva y la auto-doctrina. Sus víctimas son en éste orden los siguientes payasos ilustres: Sócrates, Pilatos, Francisco I, Fray B. de las Casas, Calvino, Corneille, Voltaire, Defoe, Carlos III, el cuentista Andersen, Kipling y Tolstoi.  De Poncio Pilatos dice que “inauguró el laissez faire, laissez passer del liberalismo criminal”, de Bartolomé de las Casas que era  “el panfletero de la leyenda negra anti-española”, un “demagogo de los Derechos del Indio” o “maniático del indigenismo” que para salvarlos de una supuesta esclavitud se transformó en “negrero” propiciando la importación de africanos. Tolstoi: “plutócrata ensoberbecido con su título de padre de los oprimidos” es “el Almafuerte de Rusia”, “clown de los liberales” también. Lutero: “maniático del escrúpulo moral”. La Reforma: “cuartelazo de curas”. Calvino “apóstata de la condición humana”. Los borbones: flojos que no eran efectivamente reyes. Acusa a Kipling de “lloriqueo de solterona del sexo masculino, que aspira a un superhombre paciente y pacifista, dispuesto al sacrificio de la verdad y de la vida, con tal de no pelear”  (parece que describiera a los actuales intérpretes de la gauche nischeana de nuestra bienquista universidad). Rousseau “hijo de la Reforma y de Onán que imaginaba al hombre como un tonto”. El Robinson Crusoe un monstruo filosófico al servicio de Rousseau “incapaz de dar una pequeña puñalada a su semejante pero capaz de someter a un salario de hambre a los obreros de su floreciente industria”. En él ve todos los males del homo democraticus. Es el anti-Zaratustra, Zaratustra paganiza, éste idiotiza, uno es la revolución para arriba el otro para abajo. Los liberales –dice- son los propietarios de la verdad histórica pública o del lugar común histórico. (Hoy en disputa con los progres hay que agregar.)

            Con Voltaire tiene especial saña, se trata a fin de cuenta de un colega universal del arte satírico versión serena, pero al servicio de la liberalidad del Mal. Porque Anzoátegui, igual que Voltaire, cree a su modo en la inteligencia, y en el argumento parabólico como su expediente, con la diferencia de que él es un adicto a la diatriba corrosiva y al escarnio (el estilo Nietzsche había impactado así en esa Argentina hasta entre los rude boys chupacirios). Le llama el más grotesco de los monstruos modernos y dice que era un viejo baboso, impotente, “convertido en el empresario de las más bajas renuncias de la carne y de las más abyectas tradiciones del espíritu”. Repara en su fotogénica sonrisa inmortal a la que considera la de “un viejo hijo de puta”. “Rió de todo lo grande –escribe-: no como el verdadero humorista, que ríe alegremente con lo grande participando de la alegría fáustica de la grandeza, sino que rió de la grandeza, con la pequeñez del que ha renunciado antes a alcanzarla. / Se mofó de Dios porque lo sabía grande y se mofó de la realeza porque la creía grande”.

            Anzoátegui era, parece, el campeón ideológico de un mundo que si bien nunca ocurrió se añoraba, idealista violento que veía a cuanto había como degradación corrupta, desviación de la doctrina de Cristo enarbolada alguna vez por la Iglesia y la Corona Española –a tal punto que decretaba que el Concilio Vaticano de los 60 era algo así como el grado cero del anarquismo y el porno-, pero con el oficio del inmoralista no del predicador. Hoy en día ser conservador es otra cosa, a su propósito pueden servir tanto Foucault como Madonna, Perón, Lenin, Bunge, Aira o el que pinte; para el que tenga esa aspiración, así la llene con el contenido que se le cruce en el momento, el jodido católico le ofrece un paradigma, una referencia, un sistema con estrategia y finos recursos, algunos de los cuales todavía podrían ser aprovechables, una máquina metódica de hacer cosas con palabras o viceversa. Se sabe que se puede ser católico y pederasta, católico y fan de Iorio, católico y anarco-sindicalista, y que se puede ser “católico” de cualquier cosa además, y además Dios se traviste en cualquier palabra imperiosa. De su “Dios” dice tiene una lógica propia que escandaliza a veces a los propietarios de la lógica, para Dios el fin justifica los medios. Ser es ser cristiano sostiene y todo lo que no sea afirmación de ese ser es camino a la desesperación y entrega al suicidio. Para ser es necesaria la candidez de la paloma y la sagacidad de la serpiente dice, el alma pura y la conciencia de que vivimos en un mundo impuro, hay que desconfiar de todo consuelo que provenga de la Humanidad y no de la Divinidad. Dice que habitamos un mundo inhabitable que es un circo dirigido por los hijos de los payasos, a sueldo de los empresarios, que olvidan lo que son.

            Quería dejar mi impresión estimulante de lector sin rumbo, el análisis obvio-sesudo o socio-histórico me importa un bledo, pero hay que reconocer que Horacio González siempre descuella cuando en sus libracos despacha a estos abuelos de la nada en medio párrafo (ese tropo viñasiano pero de temperamento bonachón y disculpador). Por eso, ya que uno está al pedo, lo cita cuando (Restos Pampeanos) lo –des- cataloga como “raro fascismo en lenguaje bufo horadado por el absurdo”. “Es un fascismo –se lee- que alberga una jocosidad interna trastornada, paradójica y vesánica. Y como ‘fascismo que ríe’ significa al mismo tiempo el fracaso del fascismo ceremonial y la ampliación de la antropología de las derechas hacia el terreno del non-sense” (está en Internet).  Y sin embargo parecería –aunque no- poco lícito calzarle el cómodo mote (“fascista”), siendo que con esa palabra –confundamos un poco- lo que primero puebla nuestra cabeza es la imagen de un imbécil perturbado y bruto, y este personaje más bien deja cierta sensación de ser un bromista magnánimo que se agarraba de un par de inverosímiles ideas de máxima para distinguirse y distanciarse de un mundo al que vituperaba con un odio riente que hace como qué. El tipo no quería incendiar el mundo sino apenas respetar las ideas ajenas cuando coincidieran con las suyas, tal como rezaba su apotegma. Que hacía pendant con este otro por cierto: “hoy mismo mandar a alguien al carajo”. Para más información ver el preciso prólogo de Christian Ferrer a la edición de la Biblioteca Nacional (es un crítico que se dedica a este tipo de valores olvidados del ayer monstruoso, pero que no les concede nada). Anzoátegui, por si acaso, es un ejemplo argentino más de antifilósofo rotundo, pero no en el sentido reinante que ha intentado despejar Alain Badiou, sino más bien en aquel que se le daba a la “antifilosofía” por el siglo XVIII. Su estilo de ensayista sería ilegible para el incierto gusto skinhead actual, más bien ágrafo, e hizo a uno pensar por un instante que Borges acaparó demasiada fama en ese ruedo.





-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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