Si no lavás rápido la taza después de tomar chocolatada con cereales se te pegarán los cereales a la taza y gastarás más detergente o usarás la esponja de acero.
Dos rasgos definitivos de
la escritura según Macedonio: como “venganza por haber leído tanto”, y como
forma de no matar. La escritura es la sustitución del crimen, o su forma
gramatológica; es lo que se recibe a cambio del suspenso de la agresión o de
deponer las armas. Con la violencia metafísica de la escritura se subroga la
violencia efectiva, física. Metafísicamente, el otro y su otro –el yo– se
exterminan para que físicamente sobrevivan. En Macedonio ese aniquilamiento
tiene una forma de empatía común, ternura e hilaridad montadas sobre la
indiferencia –o pura diferencia– de la afección, porque todo lo que ocurre es
afección y los afectos son fenómenos inubicados, en un estado de cosas o
situación donde el yo y el otro son sólo figuras supernumerarias, espejeos,
reflejos.
Un probable resultado de un ejercicio de la
escritura como venganza contra la lectura –o al menos contra su exceso– es
entender a la propia práctica literaria como –por un lado– metaliteratura y por
otro y al mismo tiempo como parodia –parodia de la literatura–. Sin necesidad
de dar una respuesta a por qué se lee, el hecho es que se lee y demasiado, y
una forma de contrarrestar los efectos perniciosos de la lectura es escribir,
convalecencia de la lectura –auto o héteroimpuesta–, una forma de salud
cervantina, si se entiende que la lectura como mal es lo quijotesco y la
escritura paródica como salud es cervantina –esto es: antiquijotesca–. Un
traslado de la posición de Quijano a la de Cervantes.
Es una manera de poder comprender –ya no
refiero al caso Macedonio– un aparato literario superpoblado de alusiones
eruditas e “intertexto” y demás actividades endogámicas, pero impelido por una
satírica voluntad de burla, injuria, risa, e incluso de romper todo o incendiar
ese inhóspito palacio. Ser una especie de Alonso Quijano punk o dadá. Por un
lado, la actividad criminal en el campo de la gramatología permite matarlos a
todos –uno incluido, claramente– perdonándonos la vida, y por otro la
literatura manifestándose como un borgismo eroto-agresivo y esquizo-paranoide.
Podría ser un menardismo invertido que en vez que querer volver a escribir lo
leído, propone volver a leerlo como un método de borrarlo. Por lo menos de la
propia memoria o cabeza.
Sacar al artista del lugar de boludo viene bien que traiga aparejada la circunstancia de ser menos un hombre que una dilatada y
compleja literatura. Todo sea mientras no llegue un tipo predispuesto a
meterse por la ventana de tu casa enfundado en la premisa de “¿Cómo será una
persona que escribe así?”, listo para escribirte por su propio encargo los 10
tomos de tu “autobiografía”. Uno puede arrancar a escribir desde cualquier
parte, y terminar en cualquier parte. Por lo menos hay que intentarlo. Que sea
un postulado. Un ejemplo a mano de la imbecilidad del público: cerrás después
de cinco años una tesina sobre medio parágrafo de la Crítica de
El estilo de Badiou, una
provocación apuntando a la lápida de Lyotard. Todo parece parábola, cuento,
relato. Una novela filosófica que se reescribe a perpetuidad. Un estilo de
monotonía brillante esplendiendo en la luz solar del Gran Sentido recuperado.
No los “mititos”, pequeñas cápsulas de fabulación confesional sin identidad que
organizaba Fernández; son –en jerga cordobesa– mitazos. Con Badiou vuelve la
filosofía después de Lacan. Como si el psiquiatra hubiese sido la última
personificación plausible de la antifilosofía. Platón regresa a Hegel, como se
nota a primera vista en esa maravillosa prosa ontológica que encierra todo, en
la que todo cierra, en la que todo se cierra, aduerme, calma, aquieta en la
restauración de la filosofía como platonismo. Platonismo después de la
superación de la metafísica, después del giro lingüístico, la
destrucción/deconstrucción, después del hombre desaparecido, de la
transvaloración de los valores, del imperio cósmico tripartito del cinismo, el
poema y los sofistas, de la muerte de Dios, la desintegración de la certidumbre
y el arresto de Seguro en la Comisaría 5º. El
Ser y el Acontecimiento es el Gran Libro-Almohada. Me duermo en él y floto
haciendo suelo del cielo. La epopeya megalómana de Alain Badiou debería leerse
como una reposición del confuso gesto de las Poésies del Conde de Lautréamont. Curiosamente, porque la gran
batalla es contra el Poema, pero es en ese mismo texto uruguayo –llamado las Poesías– en donde se anunciaba el camino
contrario a la convalecencia de Nietzsche, a la cura del platonismo: se
anunciaba, enunciaba, cantaba o contaba, la cura del poema –en este caso Maldoror (“mal de Aurora”, por otra
parte)–, por intermedio de las matemáticas, de la luz, del clasicismo y del
matema, por paródico o paradójico que sea (: “la poesía es la geometría por excelencia”). Con Nietzsche –en el
relato de A.B.– se corona “la entrega del
pensamiento al poema”. Uno de los actos terapéuticos en la convalecencia de
la enfermedad-Platón. Sanarse del platonismo es curarse de la verdad ejerciendo
el odio al matema: sólo sé que de geometría no sé nada, ni quiero saber. En
realidad de geometría, sabemos todos, como enseñó Sócrates. En cuanto a la
entrada en
“Es
la verdad lo que es hoy una nueva idea en Europa.” Lo tomamos como un
chiste: ontoteológico, omnipotente, ancestral. Un chiste lento es Badiou (“El teorema es bromista por naturaleza”).
Es un síntoma, una reacción, como la de Lautrémont contra Lautréamont, como la
de los poetas contra la poesía, como la de las multitudes de sofistas-oficiales
que agolpa la universidad mientras esperan cobrar su sueldo de
funcionarios-docentes del Estado. Un gesto tilingo, histriónico, glamoroso, un happening teorético más, la novedad
siguiente, una performance cínica
orientada a acabar con el cinismo, como hacen las performances de los artistas para acabar con el arte. Un poema. Un
poema mediando entre las Poésies de
Ducasse y el Poema de
“Nada
más natural que leer el Discurso del Método después de haber leído Berenice.”
SORDO UNO. Nosotros los socráticos derridiotas –también conocidos como: derridadaístas-, por lo menos los de mi barrio –si queda alguno- entendemos más bien lo contrario –o cualquier otra cosa- a lo que argumenta esta frase de J. J. Rousseau sacada de su Ensayo sobre el Origen de las Lenguas; esta frase que dice que “expresamos sentimientos cuando hablamos, ideas cuando escribimos”. Nuestro empacho en la tradición mayéutica, así sea la añeja mayéutica de la Perla del Once, nos lleva varias veces a sacar las ideas del simple roce con los otros en el simple terreno del habla. Como magos, mejor todavía, le sacamos ideas al contrincante verbal de turno cual si fueran conejos –incluso conejillos, hindúes-. En las afueras del texto (aunque no las hay) la deconstrucción también es un vicio provechoso. Cuando escribimos más bien es para sacarnos las ideas de encima. Si alguna quedaba, estorbando. Yo quiero estar liviano dijo el sabio.
SORDO OTRO.

Y para encajar todos los días con su identidad (de nuevo) los hombre-engranaje (¡ah Sabato!) de la cultura van del trabajo al terapeuta y del terapeuta a la casa: la vida ordinaria peronista les resulta poco o demasiado binaria. En el mejor de los casos le adosan el refuerzo del fiel Rivotril (deudor del Prozac antiplatonista con auge en los 90, que fue a su vez relevo del Lexotanil ochentoso y éste del Valium de la edad antigua) y se aferran a sus máximas como a un mantra o un príncipe de Holanda. Pertenecer es lo que cuenta, y seguir participando. La felicidad ja ja jajá. Pero que con esa “estética de la existencia” como cédula de identidad se invoque a Nietzsche… mmh… es raro. Habría que repasar lo que enunciaba éste sobre el hedonismo, ya el de la complacencia utilitarista –eudemonismo como ingeniería social–, ya el antiguo –el de la escuela epicúrea–, que mejor sería que fuese llamado evitismo, evitismo del placer, no del poder: evitismo para sí, no para la Hélade o el Estado. Evita, vive. Ni Bentham ni Epicuro ni Arístipo ni… No es que el intérprete justo de “Herr Zaratustra” haya sido George Bataille, con su compulsión a la hybris, el gasto improductivo, el histerismo del exceso, el morbo transgresivo, el porno teológico, no. ¿Quiero decir que es imposible ser nischeano –en el sentido de la gastada lacaniana: si Dios ha muerto, nada es posible–?... Todo libro es de autoayuda (¡es una tesis!), de ello no caben dudas. Pero Nietzsche como prospecto es ilegible. No tiene instrucciones de uso, tiene contraindicaciones e infinitos efectos colaterales. Como la Biblia, dio para todo. Complicar, desear desear, algunos primeros principios de un par de vitalismos demasiado froidianos y franceses. Contra toda política de la felicidad, sea para la Hélade –el utilitarismo–, sea par lui-même y le souci de soi –epicureismo, aristipismo–, y en lo impracticable de la impusión nischeana, la burla, la ironía, la megalomanía –por más leve que sea–, la voluntad de posar de interesante e incluso la instrumentación de todas las configuraciones posibles del resentimiento, aunque más no fuere del ¡resentimiento contra los resentidos! (una cosa es una contingencia, otra una estructura), sirven –todo sirve– para componer una vez más el happening perpetuo, la gran performance sin público de la vida misma, aun cuando no exista en ningún lado “afuera del texto” alguno. Hay aquella probable fórmula de Jasper Johns, que también podría ser una lectura ética de la impracticable ontología nischeana: el arte consiste en hacer una cosa, después otra, después otra, luego otra, des… ¿Pero quiero decir que Pomelo o la cinematografía de Fito es el auténtico legado cómico de la Wille zur Macht nischeana?