28/5/11

Pierino Menardi, autor chabón






A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él”.

Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será”.



Hay un tipo de fijación literaria basada en la identidad, la gran identidad. El escritor se siente dentro de un ambiente, un mundo protectivo que lo ampara. Dice yo soy éste, soy esto. Acá está, este es mi mundo, acá está mi barrio, mi familia, el del quiosco, los chinos de a la vuelta, mis amigos, los malahonda que me persiguen; esta es mi generación mi realidad. Es claro. Ya tengo un lector, ya tengo un medio, en el taller literario me dieron todo, todo lo que necesito. Me falta escribir lo que me pidieron. Voy por ello. Junto firmas, reparto papelitos, acopio seguidores en el Facebook, listo. Llamo a mis lectores, les pregunto qué quieren leer; me dicen que quieren que escriba esto. Se los doy a corregir. Se lo pasan a sus amigos. Corrigen correcciones. Me lo devuelven. Lo imprimimos.
Me leen.

Pierre Menard, como todavía algunos recuerdan, que también escribió el Quijote, había escrito lo siguiente: “es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes”.
“Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea”.

Parece que Cabrera Infante había escrito: literatura es lo que se lee como literatura. El Quijote, remitido por Cervantes lo es. El mismo, remitido por Menard, no. De nada sirve argüir que Cervantes tuvo todas las condiciones dadas para escribir El Ingenioso Hidalgo: su genio incluía ingenio oportunismo azar talento presentimiento de un público eventual, un enorme esfuerzo al fin y al cabo asequible. El genio de Menard parece haber ido mucho más allá de las fuerzas humanas conocidas. Haber logrado esos capítulos exhaustivos del Quijote no parece una proeza alcanzada por nadie más. Todavía seguirán existiendo inagotables escritores dotados de un genio cervantino que escriben o escribirán novelas famosas plausibles estupendas y perdurables y que son sin embargo incapaces de escribir el Quijote.

Algunos quieren ser Cervantes. Otros escribir el Quijote. No entienden la metáfora, se diría. Cervantes era un improvisado, un espontáneo, un empírico que escribió el Quijote, obra genial. Menard un genio literario inigualable, destinatario insoslayable de la befa de juzgarlo un inoperante y la injuria de sindicarlo como plagiario. Algunos indignados angelicales dicen que la anunciación de Isidoro Ducasse –Lautréamont- (La poésie doit être faite par tous. Non par un.) es hoy interpretada para la mierda: él quería decir que algún día todos podremos ser surrealistas (y él lo fue antes de que el surrèalisme existiera ¡qué groso!) y no que un día toda literatura llegará a ser una pobre y cómplice estetización de la pobreza.

Un día voy a contar la historia de Piero Menardi, un inmigrante italiano oriundo de Bérgamo, que llegó a ser secretario de Roberto Mariani y estuvo a punto de publicar sus Décimas de un Operario que Clama por una Jubilación Digna en editorial Claridad, su obra visible cuyos manuscritos patinados y polvorosos todavía hoy guarda la familia Menardi, en algún anaquel de los sótanos de Menardi S.R.L Constructora en los derredores de Zárate. Menardi tuvo un proyecto asaz grandioso, por demás superior, por donde se lo mire, al de su tibio precursor Pierre Menard al que adosó dones orwellianos o a la Verne. Trocó lo pasado por lo venidero, y al autor único por todo un grupo. En un conventillo del barrio Barracas escribió entre 1928 y 1942 de forma casi íntegra tres obras futuras: “Mi nombre es Rufus”, “Ensayos Bonsái” y la antología “La Joven Guardia”; tres obras, acaso demasiado previsibles para la nuestra, empero magníficas, enteramente impredecibles, para su época.

Algún día el Quijote podrá ser escrito por todos.

21/5/11



20/5/11

Tres libros de Omar Viñole





La camiseta del jefe de policía


(Tanke, ¿1933?)


Se trata del libro más cínico de Viñole. ¿Qué viene a ser cinismo? Viene a ser la pasión por desenmascarar y una especie de desublimación negativa (no el concepto del Sr. Marcuse). Habla la camiseta de un jefe de policía de la ciudad del sur brasileño llamada Pelotas (es el chiste-base de libro, también, ya se nota, el más plebeyo del autor). La camiseta habla sobre las camisetas, sobre la camiseta en sí, y sobre todo. Por camiseta se entiende por entonces algo del rango de la ropa interior, y en un sentido lato, parte de aquello que se oculta debajo de lo que se muestra, condenada a acaparar las miserias del cuerpo de su usuario (“’Mi Jefe’”). Por eso, según señala el prologuista y los listados de sus obras en otros libros se trata de un tratado de “psicología de la ropa interior”. Una psicología de método introspectivo entonces, articulada como prosopopeya monográfica aunque en autores como Viñole una monografía habla siempre de lo mismo o de todo. El texto sin embargo está dividido por párrafos titulados de esta manera: Paisaje A, Sombras del Paisaje A, Paisaje B, Sombras del Paisaje y así (el detalle es que después de la M se pasa de la letra al nombre de la letra, salvo la O cambiada por “OH!” y la Q por “KU”).
En la “Crítica de la Razón Cínica” Sloterdijk decía algo más o menos así del dadaísmo: los ataques dadaístas tenían un aspecto quínico y otro cínico, uno antifascista y otro prefascista, y no consiguieron la ironización total de sus propios motivos. Esa sospecha de quínico-prefascista podrá aplicarse con facilidad a este escrito viñoleano más que a cualquier otro. Casi todo aquello que Sloterdijk detalla en el cinismo y el dadaísmo (ilustración grosera, realismo pantomímico, reflexión esencialmente plebeya, dialéctica de la desinhibición, la lengua del payaso refutando a la del filósofo) no es difícil encontrarlo de una forma evidente en este texto de Omar Viñole. Quien cuenta es una camiseta con dotes humanos o bien un humano devenido camiseta. El humano-camiseta vive en la evidencia permanente de todo lo tapado, lo barrido debajo de la alfombra, y acá lo dice.
La “psicología de la ropa interior” es una suerte de protopsicoanálisis intempestivo –no por nada Viñole nombra a Freud, aunque lo llama Sergio-, es también una figura que ofrece en un tablado de circo una representación que nombra uno de los destinos del psicoanálisis, organizado por este héroe cimarrón en la gran escolástica de la sospecha del mundo. Su lexicografía médico-biológica se aparea con la coprolalia de protesta de tipo quevedo-dadaísta y engendra ese automatismo moralista por estilo que eleva una antropología descriptiva materialista-cínica que después termina sirviendo de base para su final antropología de los cielos, angélica, prescriptiva. Próstatas, almorranas, colíticos, granos del culo, úteros, mucosas, esfínteres, pedos… entre el psicoanálisis planetario-salvaje y la proctología filosófica opera este artista mayor de la sospecha y de las heces, Quevedo pampeano cruzado con Discepolo y Artaud. La digestión, el cagar, los olores siempre son temas que el “primer Viñole” no se permite olvidar en su lengua al borde de la coprolalia, delirio lúcido en velocidad, asociacionismo de ocurrencias sin revisar. La tesis desesperada del poeta autoflagelado autor de La Garchofa Esmeralda (Mansalva, 2010), que la literatura argentina se basa biunívocamente en la mierda y la guerra, en Omar Viñole se aplica con suma precisión. Varios de sus libros se abocan a la guerra sin el menor disimulo, basta con un vistazo a varios sus títulos (Apóstoles vividores y canallas de la vida pública argentina, El plagio en el parlamento argentino, Cien cabezas que se usan… etc. etc.). Otros encaran el otro costado de la letra nacional, el lado de la mierda, y el estilo-laxante fluye (lubricante, emoliente): El hombre que se depiló la ingle, A usted la sale sangre, Cabalgando en un silbido… etc. etc., y probablemente éste sea el que más se concentra al detalle. La diferencia en Viñole, con respecto a un escritor argentino tradicional, es que todo se hace más explícito: objeto de variadas anécdotas y unos cuantos happenings que remiten a trompadas en la calle o en el Luna Park y a su tambera purgada a la que llevaba a cagar al Congreso el Pen Club o las playas de La Feliz. Ya había puesto las cosas en su lugar antes de que se precipitaran en forma sostenida y común: ¿qué clase guerra puede competir a un escritor argentino sino esa manera de la simulación de la lucha por la vida llamada catch? (Claro que el catch de Viñole era previo a Karadagian; un detalle.) Podrá apuntarse que esta primera etapa de Viñole es descriptiva: dedicada a denunciar el mundo tal como se le aparece. En las décadas siguientes seguiría una más bien proyectiva o prospectiva: contar cuales fueron los fundamentos de sus actividades anteriores y plantear un plan de reforma general del mundo. Sloterdijk: “Para evitar que se desarrollen las corrientes micro y macro fascistas que existen en la sociedad, sería necesario que el intelectual se convirtiese a otra manera de hacer y de pensar; que acepte su responsabilidad social que consiste en impedir que los decepcionados adopten la política de lo peor”. El elemento moralizador, que termina siendo lo dominante en sus últimos libros, vendría a ser- en esos términos citados de Sloterdijk- como mínimo la facultad de “ironización”, como máximo la expurgación expiatoria, ubicada encima de la propia camisetidad, una crítica de la camiseta. No una crítica angelical, una crítica casi morbosa que apela a la angelidad.
El libro tiene un sugestivo prólogo, ambiguo, de Gregorio Marañón –el filósofo-endocrinólogo español inventor del “ensayo biológico”-, en el que le dicen “usted hace del idioma como si lo usara en su casa”… “Usted en vez de lavarse las manos en la literatura, se lava los “órganos” y deja el agua sucia, de castigo. Eso poco importa mientras se haya higienizado un cerebro sano como el que usted tiene al servicio de una insolencia, que ya la hubiera querido tener Víctor Hugo, para el día de la raza”.



El hombre de la vaca


(Teocracia, 1956)



Es un libro mucho más largo de lo habitual, de más de 200 páginas y en letra más chica que en lo común de sus libros. Se trata de una suerte de memoria y balance, de memorias doctrinarias donde “El Hombre de la Vaca” aparece bajo esa denominación en tercera persona y en pretérito indefinido y explica hechos y fundamentos de sus pasadas peripecias en su edad de oro de 1935 cuando alcanzó el ápice de su fama. Un texto bastante menos dadaísta y tumultuoso, agrio incluso o amargo. Su estilo atropellado, chocarrero, vorazmente inspirado está en disminución. Un automatismo menos insólito ya que se trata de dar testimonio y razones de las payasadas del pasado desde la presunta –o enunciada- claridad doctrinaria actual: un cristianismo de Cristo (por parafrasear a algunos peronistas jocosos), un anarco-cristianismo no inorgánico –dice-, una filosofía de la esencia augustiniana y un profetismo apocalíptico que evoca por sobre otros el nombre de Mahatma Gandhi. Por más que se declare contra los “inorgánicos” la compulsión de argumentar en Viñole está intacta y exacerbada y aunque vuelve a declarar como tantas veces jactarse de ser un hombre que se parece a sí mismo y que quiere ser como Omar Viñole (lo cual suena a irrefutable) sus preceptos no siempre parecen parecerse a sus preceptos y se volatilizan en el maremagno de su grafomanía. Esas características hacen mella y el libro no tiene la densidad desconcertante de “Mi disconformismo”… –ni seguramente la busca- aunque el mecanismo argumentatorio y la proliferación de conceptos más o menos inconexos y deslumbrantes, aunque resumida, persiste y tiene sus picos gloriosos. En el género viñoleano per se, los “panfletos”, se combinan el arte de la injuria y la mofa, el automatismo coprolálico como continuum y la denuncia moral y sarcástica del mundo. Los libros conceptuales incluyen otro rasgo que no aparece en aquellos, Molle lo llama “delirio arborescente”. Se le podría aplicar dos denominaciones que se dieron al estilo macedoniano: “rotuladora incesante” (Horacio González) y “fantasía lingüística desconceptualizadora” (Hugo Biagini). Por otra parte es el libro donde con más detalle y amplitud se documenta su “arte de acción”. Un performer de legitimación patrística. Fernando Molle lo pone así: “Finalmente, El hombre de la Vaca (1957), su libro más extenso y uno de últimos que publicó, retoma los happenings de los años treinta y los resignifica en clave cristiana”.
Dos décadas después de su etapa de mayor activismo, en El Hombre de la Vaca de 1956, con este estilo un poco aguado por la seriedad y que parece haber perdido el vitalismo dadaísta juvenil recubierto por una quejumbrosa nostalgia de sí, Viñole, que había publicado varios de sus libros en la editorial Claridad, se presenta no sólo como émulo de la doctrina de Jesucristo sino como denunciante del marxismo y como augustiniano. En pleno auge del existencialismo apela a San Agustín para enunciarse como “filósofo de la esencia”, y condena al tomismo, que también era una moda de la derecha nacional de entonces. Como un impávido precursor, adelantado dos décadas, del posestructuralismo parisino acusa al marxismo de “platonismo al revés”.
Hay un párrafo aislado que es llamativo, parece un ajuste de cuentas personal con el líder vitalista anticristiano F. Nietzsche, una figura de época que seguro estuvo en medida mayor o menor presente en él (Nietzsche por entonces no era una excusa para ocultar el nombre de Derrida Vattimo o Deleuze-Foucault sino la fuente más abigarrada del “vitalismo”). Es interesante esta explicación de por qué –podría entenderse así- no se reconvirtió en Nietzsche: “¿Qué importancia habría tenido un libro más, moralizador como el de Zaratustra, si la Biblia, texto de cabecera de las edades, es desdeñado o totalmente desconocido? La sublevación debe operarse en la conducta de los hombres, -in sangüe-, o en ninguna parte”. Por eso Viñole sale a la calle (lo llama socratismo) y vuelve a la Biblia al derecho (al revés es Also sprach Zaratustra). Así se lo puede leer, como una regresión (¿por motivos populares, democráticos?) a la Biblia. Como si hubiera hecho con Nietzsche lo que algunos hicieron con Marx en la Argentina declarándose jeguelianos.
En un artículo se lee esto (http://www.cienciared.com.ar/ra/usr/10/89/hlr1.pdf): “El receptor es fundamental para una autobiografía, que cobra sentido real sólo si es leída. Y el escritor lo sabe, por eso al momento de redactarla él piensa en las condiciones de su lector ideal, y en función de ello la construye. El lector ideal de San Agustín es ni más ni menos que el mismo Dios; sin embargo, con el fin de mostrar la vida de un pecador para que se torne ejemplarizante, San Agustín le escribe al hombre común. Rousseau compone su biografía para el hombre de su tiempo, pero pone a Dios de testigo”. Del mejunje de San Francisco Diógenes Sócrates Viñole extrae su estrategia definida como escándalo y “charlas socráticas a la vaca”. De San Agustín toma el diálogo interior, de Diógenes la denuncia perpetua de la sociedad y la permanente puesta en escena de la animalidad (el saber de “biología” del veterinario), de Sócrates la remisión unívoca a los conciudadanos –intervenir, en un doble sentido de la palabra-, y de San Francisco la inaplicabilidad del socratismo: la condena a hablar con los animales, la vaca como única escucha posible. En Las Palabras, que era una especie de autobiografía, Sartre consignó esto: o se escribe para Dios o se escribe para los vecinos. A lo largo de toda su obra, libro a libro, Viñole se declara confinado a interlocutor exclusivo de su vaca. Viñole descuella en el “panfleto”, es un activista íntegramente abocado al presente y sin embargo se encuentra confinado a oscilar entre Dios y la Vaca, a poner la palabra de aquél en la oreja sorda de ésta ante todos los demás.



Canto al gran matarife

(Tanque, 1945)


Por su formato, tamaño, se trata de un folleto. Por su género también. Dividido en dos o tres partes: un poema, un artículo en prosa (“La Ignorancia de los Dictadores”), y un par de párrafos rubricados al final. Como curiosidad: el pie de imprenta dice esta vez Editorial Tanque con Q. Por lo que parece Tanque ya no era la editorial Tanke cordobesa de los libros más viñolescos de los años 30 sino una revista de un Viñole peronizado de los 40. En el poema un soldado germano estudiante de filosofía “amotinado en las puertas del Cielo” (muerto) llamado Franz Muller en primera persona se dirige al Führer en segunda: “No has escrito un solo libro para esparcimiento/de los que trabajan y sueñan!/ El que escribistes es el de un tonto del lodo/que se sindica sabio de saberlo todo!”
“Tú serás el mimado de todos los nombres/ desgarrantes y viles. Tratarte de loco,/es injusto para con los pobres locos./ ¡Los locos no masacran en serie! Y tú te ensañaste/con los mismos generales, a quien robaste/ su aptitud y su temple” (típico por otra parte de Viñole infringir el número: generales-quien)
No está en Viñole el tema de auge ulterior de “la banalidad del mal”, el poema y el folleto entero parecen atribuir el monopolio de la responsabilidad a Hitler, pese a que define al nazifascismo como “locura en masa”. Se trata en definitiva de un escarnio que condena el fenómeno del “totalitarismo” desde un punto de vista cristiano y desde su comprensión como desviación negación u olvido del cristianismo. Lo que señala Fernando Molle en un notable artículo sobre Viñole pone en evidencia que leyó cualquier otra cosa: dice de este texto que está “dedicado a Hitler, al que impugna en las últimas estrofas, luego de decenas de versos de enfermiza ambigüedad”.
Al contrario, y mal que pese en las almas temerosas del consenso actual, la postura de “Canto al gran matarife” es quino-cristiana (cristiano-cínica); Viñole oscila como en casi todos sus textos entre el saber de la “biología” y el de la Biblia, lo que sería entre una “filosofía de la naturaleza” –como conocimiento exterior a la autoridad y a la historia- y la apelación a lo que llama el ser angélico en el ser humano. Entre tantas cosas que involuntariamente comparte con Macedonio Fernández: un barroco delirio filosófico biologista –y biologicida- y una crítica angelista –aunque aquel la hace desde el Evangelio del No-Creer y la postura de “vivir sin dios y sin ser dios” y Viñole finalmente desde un fideísmo augustiniano-franciscano hecho a medida-.
Viñole no era nazi, ni siquiera, por lo que se lee en sus libros, nacionalista como cree Tabarovsky. Incluso su cristianismo es lo más inmiscible a sus instituciones que pueda imaginarse: autogestionado, intransable, “egotista” al mango. Tenía bastante poco que ver con Anzoátegui más allá del flirt con Perón y el conyugio con Cristo. Pero da más miedo porque no se parecía al enemigo –que siempre se parece a uno-; a veces se parecía más a la locura, que es el verdadero horror de la lid y la dialéctica. Por eso se evaporó al conjuro de ser tenido por un “loco lindo”. Con desidia quisiera postular que fue un foco de irrupción argentina de algo que llamaría así: de lo plebeyo, algo que debe de haber servido para mantenerlo a raya de floridismos y ser mirado con suspicacia por los boedistas ortodoxos. Demasiado cocoliche para martinfierristas, demasiado vanguardista, extravagante, y autorreferencial, para los otros. Es difícil determinar a quién es más aparejable: a Arlt o a algún combinado de sus personajes. Pero Viñole tiene un costado más contemporáneo que el cronista ruso de El Mundo, que podría destilarse bien de las tapas de los libros de uno y otro: lo que tenía de expresionista Arlt Viñole lo tenía de pop. Lo plebeyo, curiosamente, en un marco de rareza cabal, de gesto exclusivo, de excentricismo de lo bajo. Como dicen algunos lo pop culmina en trash, y ahí está la flagrante urgencia de Viñole, relojito adelantado, un bizarro de la primera década infame.




17/5/11

Viñole, el cerebro, y el músculo


Si se trata de un escribir excretorio e informe, de la impostura espontánea, o peor: si se trata de las “escrituras del yo”, bien: Omar Viñole presenta un concreto antecedente. No hay tema en sus libros que no termine intervenido, peor: usurpado, por su escritura egotista, así se proponga versionar el ultraísmo de Girondo y los martinfierristas o denunciar un plagio realizado en el Congreso por un diputado de la Nación, el discurso viñoleano termina doblándose hacia la puesta en escena cirquera de una subjetividad autobiográfica. En todo el Yo acuso de Viñole el sujeto acaba imponiéndose al predicado, el escrache público compulsivo, la condena perpetua a medio país y media humanidad se montan en ese incurable show del yo. Pero Viñole, por una serie diversa y considerable de motivos, no es Gombrowicz, aquella iguana eslava que se propiciaba como conde. Como cínico, y puesto inútilmente a compararlo, aquel polaco era un lascivo gélido, apático y señorito, en cambio Viñole es un moralista coprolálico, un catcher pequeño-burgués, un denuncista plebeyo, un heterosexual cuyo desvío no era Retiro sino el desmentido del Mundo (¿Habrá que hacerlo ingresar a la molesta terna o elenco de los “desacreditadores del Mundo” nacionales apuntados por Viñas en su momento?). No se puede esperar de Viñole una formulación como aquella clásica de Witoldo con la que comienza su diario de 1957: Lunes. Yo. Martes. Yo. Miércoles. Yo… Viñole se la pasa reconstruyendo sus cimientos argumentativos para excusarse de su –anotarlo así:- cuerpismo yoico (espiritualista) vía ideales nobles, vía principios universales. Viñole se dice (cito) “pregonero de mí mismo” pero “empresario de su finalidad social”.

(Es raro pero Gombrowicz era un cultor de la forma y a la vez un cínico. Una especie, ergo, de cínico manierista. En realidad era un teórico de la “forma”, y alguien que – así como Platón se dedicó a delatar el presidio en la tumba del alma llamada cuerpo – se consagró a denunciar la condena a la forma, y prefirió a despotricar sobre lo odioso de esa circunstancia, declamar su goce morboso. Un cínico afeminado. Soez moderado; pero lúbrico.)

Cualquiera va a aceptar que lo mejor de Viñole está en sus libros de los años 30, que hacen de acompañamiento textual y programático de sus acciones y happenigs por las cuales algunos hoy lo ubican –con más razones que a Fernández Girondo o Xul- como un performer protoditellista, como un precursor bruto de Greco o el “arte de acción” . Además de la vida (en el sentido surrealista –aunque para el caso Viñole es un efecto del llamado vitalismo-) o la calle (en el macedoniano de “sacar la novela a la calle”) el paratexto es la trinchera viñoleana por excelencia, prólogos, párrafos, apostillas firmadas, hacen cuerpo con sus acciones públicas, el sistema de títulos de sus libros, y la genialidad en varios de los dibujos y tipografías de sus portadas. Con este preámbulo está todo dado para que se vaya al texto en busca de la decepción. Pero no siempre ocurre.
Quizá la mayor obra de Viñole sean sus títulos, en sentido estricto. La retahíla de títulos de la lista factible de sus obras, muchas de ellas probablemente perdidas para siempre, o inhallables. Por ejemplo la pieza “DEL MISMO AUTOR” que sigue a la dedicatoria en los albores de “El plagio en el parlamento argentino” de 1937, resulta en cierta forma insuperable: con un documento así, en la antesala que llamamos paratexto ¿cómo satisfacer la expectativa con lo que sigue, el texto?



Los “géneros” dentro de los que opera se establecen en esos listados de títulos previos o posteriores a los textos: versos (No pisarás mi sombra, Alambres de yeso…), versos tagoreanos (Omar), narraciones (Escritos y cuentos pamperos), estudios técnicos (Mapa pomológico de la República Argentina, Tuberculosis bovina, Biología sentimental, “Anafilaxis” de fantasmas, ¡Buenos Aires se envenena!, La guerra bacteriológica o el exterminio de la humanidad por infecciones, Psiquismo y deficiencias cardiovasculares en los intelectuales…), ensayo (Mi disconformismo filosófico, La distancia entre el Ser y el Yo, José Enrique Rodó, La agonía del derecho), historia (Minucias en que perdía el tiempo el Cabildo de Córdoba), historia colonial (Las primeras experimentaciones de genética vegetal en la época del virrey Cisneros), ensayo sobre psicología (Psicología de los que van al cine), literatura (Cómo vienen al mundo las palabras, El silencio de Dios, El dolor de las imágenes), biografías (Cien cabezas que se usan), historia técnica (Inspecciones de carne en la época del virrey Sobremonte), poemas místicos (La estatura de la Sed), pieza teatral (Cristóbal Colón de origen luético), pensamientos (Vidrio molido),y finalmente los llamados panfletos (Mensaje a los desventurados que me conocieron como idiota, El hombre que se depiló la ingle, A usted le sale sangre, Lo que opina la vaca de Buenos Aires, El último mulato, Veronal o la vaca que tomaba cocaína, La camiseta del jefe de policía, Jesús en una casa de departamentos, La caligrafía de los juanetes en la arena de Mar del Plata, Cabalgando en un silbido, El ojo que no tuvo paisajes…). Como se ve, se trata de un verdadero polígrafo. Sin embargo –y desconociendo el valor específico de sus “estudios técnicos” o aportes históricos- el género donde despunta el arte viñoleano es el que llama “panfletos”, donde más hay que buscar la literatura (o anti) de Viñole y no en su “literatura”. El “panfleto” en Viñole es como la “novela” en Fernández: un campo orégano y barbecho de llenado indiscriminado y libérrimo. Aunque, mal que pese, la grandeza de Viñole no está simplemente en su gracia –sea el don enrarecido y fluido de su prosa o las fronteras antojadizas de su episteme al uso nostro-, sino en sus fallidos, estén en su desquiciado diletantismo filosófico, sus versos autobiográficos, su cruza del martinfierrismo radical con la paremiología a lo Rochenfoucault, o la mezcla indigesta que fuere.
Cualquiera que de por sentadas más o menos las condiciones de legibilidad dentro del circuito cerrado de la literatura de esta época va a poder aceptar que el fuerte de este autor está en la potencia de continuo que tiene su prosa, sobre todo cuando se vuelve a las peripecias del yo biográfico combinadas con la retórica de la execración, las cartas, las “acuarelas”, o “viñetas” como extensión mínima y los capítulos como extensión máxima donde todo objeto de discurso se termina replegando en el mismo gesto del narrador como showman. De igual forma ese cualquiera va a aceptar que lo más flojo de este autor está en su excesiva perseverancia asertórica y bastante ingenua en acumular aforismos y sermones. El Hombre que se depiló la ingle merecería ser vuelto a publicar íntegramente y con urgencia. Mi disconformismo filosófico debería tirársele por la cabeza a la gran morralla que compone la familia filosófica argentina, estéril, burócrata y desvivida por el principio de autoridad y el statu quo. Y por lo menos una o dos antologías con lo mejor y algo de lo peor de Omar Viñole deberían rescatarlo de su ostracismo en la Biblioteca Nacional y mercadolibre.com.ar.
La tentación de subrayar a Viñole es grande, pero la argumentación a base de ejemplos es una pobreza que sirve de aliento a los citadores felices de enésimo grado y cuarta mano y lleva a reducir a un autor a un par de efectos, efectistas, pero no siempre gratos a su memoria. Ahí está el texto con sus momentos notables y sus recodos para al tedio. Las mejores máximas o apelaciones viñolescas no salen tanto de sus aforismos sino de la extensión de su prosa en largo. La inspiración de Viñole está en saber conducir así, peligrosamente, la nave loca de su escritura perseverante, ansiosa.

Antes de subir al Luna Park en 1935 para combatir en una lucha de catch con un ruso lo propuso: “Quiero demostrar que el cerebro no está reñido con el músculo”. Evidentemente Viñole fue mucho más allá del cross en la mandíbula o de codear fuera a Kant. Y caro lo pagó. Hacer pensar al músculo tiene su precio. Obligarse a pensar también fuera del cerebro incluyendo al músculo es un gesto temerario para un intelectual argentino y el costo está a la vista. Viñole es una patada en los huevos (o donde los debería haber) del “sistema literario argentino”. Se entiende que no figure en ningún lado.




15/5/11

¿Qué buscaré arreando a la momia turgente? ¿Otra vez la velocidad del camello?

5/5/11

MI PRECURSOR OMAR VIÑOLE

(Curso por correspondencia:

Mi disconformismo filosófico”:

Introducción)



1

“El que alcanza a ser filósofo ¡desaparece!”. Basta solamente esa frase para hacer ingresar a Omar Viñole al paraíso inubicable de la filosofía argentina invisible. Como hacían los filósofos de la antigüedad hizo Omar Viñole: intentaba delimitar qué es un filósofo o bien quién es un filósofo. Qué hace. El planteo no se corresponde con prescribir qué es la filosofía, sino con descubrir primero que nada quiénes de los que andan por ahí pueden ser señalados con ese calificativo.

Se trata de “Mi disconformismo filosófico” uno de sus libros que más llaman a volver a ser publicados para poder lanzarlo por la cabeza de la plebe exquisita que compone la gran familia filosófica argentina. Por lo que parece, el único que pone su objetivo exclusivamente en la filosofía, aunque ese objetivo en manos de Viñole se vuelva irreconocible. Se sigue ahora un repaso que por nada del mundo viene a ocupar la vacante del resumen con comentario anexo y plusvalía crítico-comprensiva. Hay que hacerle honor me parece, ya que llama (en “El hombre de la vaca” -1957-) “filatelistas de las ideas ajenas” a quienes cultivan este tipo de manía perseguidora. No sea que alguien quiera sustituir la lectura de este libro casi enteramente inubicable por los parágrafos que se siguen. Atenazado en cuadritos sinópticos de pizarrón el sistema express de la filosofía viñoleana pierde su gracia, una narrativa rocambolesca y estrafalaria de la argumentación. “Lo que aquí falta está en los textos. ¡YO NO RECITO LA SABIDURÍA DE NADIE! ¡EXPLICO LA MÍA!”. Y en el prólogo sienta esa verdad tan evidente por todos sabida que llevaría a la indigencia a medio país filosófico y al recreo perpetuo a la academia argentina: “Lo que está en los libros no es necesario enseñarlo. Con recomendar al autor y la librería donde se vende, se soluciona la ‘severa’ labor de los académicos”.

Hagamos un recitado que no lo desmerezca del todo, ya que sus libros no quedan en ninguna librería del mundo, para que el imposible lector se entretenga hasta que pueda llegarse a la Biblioteca Nacional o para que se confirme en su silla giratoria.

2

Si bien este libro no es el de sus mejores títulos conviene repasar el índice: Prólogo. Primera parte: 1- Lo que es el filósofo. 2- El mundo y el hombre moderno. 3- La felicidad no existe. 4- Las sensaciones de la sociedad. 5- El dolor de la filosofía. 6- La ciencia no existe. 7- El hombre no existe. 8- No existen razas. 9- La moral como utopía social. 10- El arte como consagración de errores. 11- Las matemáticas. 12- ¡No hay razas! 13- El valor de los mitos en la filosofía pura. 14- La ley de contrastes en la filosofía. 15- La iglesia no molesta al filósofo. 16- El error de las religiones. 17- Porqué al filósofo no le interesa el engaño. 18- El “loco” no existe. 19- El presente no existe. 20- Localizaciones no filosóficas. 21- La pasión por la gloria ante la filosofía. 22- La eternidad dentro del hombre. 23- No hay muertos. Segunda parte: 24- El temperamento filosófico y la difusión de ideas filosóficas. 25- La imaginación en la filosofía. 26- La “incineración” del filósofo. 27- La distancia en la filosofía. 28- Apéndice de la segunda parte. Tercera parte: 29- La desmovilización filosófica. 30- Viñoleanas. (La numeración es nuestra, como esos subrayados que nunca se alcanzan). (Al índice le falta un capítulo, página 39: Ni la mampostería ni el maquinismo son progreso.)

Se comprende que sea la desaparición la característica saliente de ese heroísmo filosófico. Curiosamente Viñole, siempre estrafalariamente cristiano, considera que fue el cristianismo “en la suavidad de su potencia filosófica” el que “llevó al hombre a la desaparición de sí mismo”. El que alcanza a ser filósofo desaparece porque el meditar es vivir en la lejanía. Viñole no postula el inexistencialismo como forma universal sino su sucedáneo empírico: el filósofo desaparece pero existe, aunque incomprobablemente, debido a su lejanía.

“¿Qué son las tentaciones de la carne ante las tentaciones del misterio? El filósofo se encorva ante el misterio. Aprende a cuidar de su carne, para que le sea permitido escudriñar el carácter de la “máquina” de su inteligencia y de la duración de ese resorte mental, que le ha conferido el conjunto más amplio de comprobaciones espirituales”.

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Viñole establece también las características del no filósofo.

El no filósofo tiene que ceder al medio. “¡El filósofo no cede al medio!” “El filósofo no sufre cuando está al margen de toda ‘orgía’ coetánea”. El filósofo “no puede mentir. ¡Dice su verdad! En el peor de los casos, puede diferenciarse de las otras. ¡Mas esto no probaría que está engañado!” Para el filósofo no hay razas. La iglesia no molesta al filósofo. Todas las religiones son insolentes y atrevidas. La moral bíblica es la religión de la eternidad. No hay acto inmoral, todo es moral y debe aceptarse la moral que más se acerque a “las combinaciones animales”.

Como hay tantas escuelas como deformaciones mentales “desmovilizar la escena en que los pseudos genios citan los ejemplos de su posesión definitiva, no es tarea del filósofo, ni su labor –que sería cándida- estaría compensada con la comprensión. Un estado puede con un decreto derrumbar una escuela de siglos. Véase la fragilidad de las escuelas”.

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El inexistencialismo en Macedonio Fernández era un dadaísmo de sonrisa búdica, tendía al relax del yogui a la altura de la malicia socrática y al amortiguamiento nervioso epicúreo. Organizaba un sistema de denuncia gnoseológica, rotulaba serialmente, y trabajaba un enumerativismo conminatorio que acumulaba negaciones de existencia: la “Metafísica”, que era crítica del conocimiento como la kantiana pero de concatenación surrealista: un automatismo escritural que imantaba compulsivamente objetos sublimes de la historia del conocimiento y los expelía con su máquina selladora que indicaba PAGADOS esto es: verbalismos sin otra existencia. Ese criticismo era un exutorio de la desesperación de un sabio imperturbable. Viñole en cambio sí se ubica en la exasperación como tradición que va de los cínicos de la Hélade a los dadaístas del Café Voltaire y acapara a prefascistas varios y todo tipo de Eratóstenes grafómanos. Converge con Macedonio Fernández en la facultad de enumerar inexistencias a lo martillero público nietzscheano. También exquisito titulista suma: la felicidad no existe, la ciencia no existe, el hombre no existe, no existen las razas, el loco no existe, el presente no existe… Vuelve al grado cero cartesiano: “El filósofo está seguro de su única verdad. ¡LA DUDA!”. Lo que Fernández nominaba “Dudarte” fue después conceptuado en un territorio de más solemnidad como el llamado arte contemporáneo como anxious objets; la filosofía factura también estos objetos, como en este caso, para brindar otro aporte más a la confusión alegre del mundo (cita doble de A. Pellegrini y Badiou). Es el afuera que le habla adentro desde la brut-critique. No se sabe si esto es filosofía o no a la manera de los susodichos objetos de ansiedad de Harold Rosenberg.

El arte es la explicitación de errores de interpretación que hacen escuela y la matemática la metafísica de los cálculos colocados para concretar los símbolos que deben juzgarse como “científicos” “¡Nunca con sentido cósmico, que es la preocupación del experto en filosofía! Por ejemplo: un aviador subió a veinte mil metros, elevándose desde la tierra. Pero para el filósofo, ¿es ésta la tierra? ¿No tenemos agua bajo ella? ¿No estaremos posando sobre una unidad de átomos, expuestos a perder su solidificación mañana?”

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En la filosofía viñolesca intervienen de manera crucial aquellos elementos que tanto tiempo después han sido reestablecidos en su dignidad por nuestro pensador judío-parisino Tabarovsky que sabe hacer concertar a Woody Allen con Pierre Clastres: la pavada y el chiste malo. La literatura dice este autor es “el cómico que no hace reír”, parece que habla de los emisarios de Kafka pero en realidad refiere a la filosofía de Omar Viñole, argentino.

La tragedia para Germán García era que lo tomasen por cómico (se desvivió de Macedonio toda la vida); la tragedia de los humoristas será ser tomados por escritores-filósofos. El límite trágico de la pavada y el chiste malo es la locura; dicho Fernández enunció así el peligro de la patografía: “Se va a temer que en este libro haya tomado la palabra uno de los tres hombres comunes: el afectado mental”, enunciado fundacional de su sistema filosófico (el otro es: “con mi sistema se aprende más que faltando a clase”) y todos los libros de Omar Viñole en el momento en que dejan de hablar de su vaca y escupir a los demás vuelven al tema de si estaba o no loco.

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“Voltaire se propuso concluir con las tradiciones intolerables. Su extensa obra está llena de ideas ‘utópicas’ y si por razones de temperamento no tuvo el valor o no quiso salir con una vaca, ha sido porque sus coetáneos no necesitaban de lo absurdo para excitarse en un problema de cultura filosófica. (…) ¿Tenía razón San Francisco al hablar con el lobo? ¡No! No la tenía, porque para la razón humana -que es la del filósofo- no puede haber otra que la humana (…) Pero para hablar de la sociedad y del dolor contemporáneo tengo que hacer intervenir el fundamento de la eternidad sobre el individuo (…) Si para mi íntima seguridad, por el mecanismo del estudio, he logrado la emancipación, evolucionado de la bestia hacia la eternidad, yo soy un filósofo en tanto no me conmueva este fantasma del ‘qué dirán’, que es –quiérase o no- la regularidad de un sistema, que rivalizar con él, es oponerse y alejarse y perder su contacto. (…) Por eso soy un escritor y un filósofo satírico, que debí sostener la lucha tiránica con dos hombres. El eterno y el contemporáneo. (…) La sátira y el humorismo para una finalidad social –no conozco otra- no es un descenso intelectual. Es una técnica, únicamente, acaso un poco irascible, porque arranca arbitrariamente las definiciones. (…) El materialismo no concede la paz espiritual. (…) La tenacidad de mi ‘cinismo’ es puramente cultural. (…) No hay ningún problema resuelto. (…) La ciencia es un argot inofensivo, con el que los hombres, en la vida de relaciones, tienen que llevar el pan para ellos y sus hijos. (…) He tocado las campanas del escándalo porque tengo algo que decir en este siglo, a pesar de que todo esta en la Biblia. (…) Tengamos los filósofos un poco de piedad por los desventurados. (…) Nuestra existencia es el único problema filosófico. La misión es entretenernos hasta que descubramos la fórmula de nuestra paz mental”.

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La única libertad que existe dice Viñole es la de la idea y se es libre cuando se desconfía de la libertad que tienen los otros.

El retiro a la selva confirma en los otros, por decir así de manera evidente o explícita, que somos una sensación porque nadie se ocupa de afirmar nuestra existencia sino como sensación, como recuerdo. El Estado ha perdido la idea de que somos una sensación que nos trasladamos. Porque una sensación es un viaje, un militar empenachado es una sensación, un hijo es una sensación, una amada es una sensación. Una sociedad instrumentada y condicionada a la dirección de las leyes y estipulaciones jurídicas no tiene para la filosofía otro carácter que el de sensaciones. ¿Cuál es el origen del desprendimiento de las cosas de la tierra propio del filósofo? El entendimiento de que no vale la pena tanta fatiga y tanto lodo para lograr a la postre una sensación. En el perspectivismo de la “sensación” viñoleano no hay sujeto del conocimiento ni es sostenible el empirismo petulante con aspiraciones por encima de su piné metodológico-operativo. “¿Cómo puede ser veraz lo que nuestros ojos contemplan y nuestros sentidos tocan, si nosotros mismos no existimos sino por el cúmulo de sensaciones que está fuera de nosotros?”

“La socialización contemporánea reclama disciplina. Organizar el Estado –forma adulta de la tribu-. El filósofo se desocializa. Se integra al objeto de su curiosidad final. Se burla de la ciencia porque no consigue rescatarlo de las manos de la muerte. Por ese camino no se conforma. Ya que la ‘sabiduría’ no le otorga serenidad, la busca en la filosofía. El día que haya ciencia siempre será el furgón de cola de la especulación metafísica, que es siempre un mito vulnerable y empírico”.

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Se ve que Viñole, que poco respeto tiene por la metafísica como tradición y por ella misma como palabreja-talismán, hace una evaluación opuesta a la de José Ingenieros en “Proposiciones relativas al porvenir de la filosofía” donde el furgón de cola era la metafísica que Ingenieros intentaba rescatar como aporética de resaca nocturna de la ciencia en un gesto de moderada afrenta de época al positivismo. “El positivista es el único ser que sufre” escribe Viñole. Ingenieros era un buen ejemplo de falta de serenidad y sobra de solemnidad auque fuera un poète maudit de la epistemología y un outsider de su gremio.

Sufre porque cree en lo que toca. Creer a lo palpable es ofuscarse con otro engaño porque es la resistencia de lo no existente. El hombre no existe: crece; crece con signos de admiración: ¡crece!; es un aspecto vegetativo de la eternidad y un ensayo de la voluntad ad referéndum de la muerte, por eso todo filósofo es en consecuencia espiritualista. Existe lo que se resiste, que es lo no existente, en una misma página llega a dos conclusiones contrarias.

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Estamos ante un adelantado de la “fantasmofísica” (aunque al revés), mucho mejor escritor nomás. Viñole trabaja el asunto del fantasma literalmente aunque se permite lo que no sabe bien en la boca pop-posestructuralista vigente: hace llamar a todo aquello “espiritualismo”. ¿El empirismo de Viñole era otra forma paralela del “Idealismo Absoluto” según la nomenclatura autopunitiva del finado Fernández?: o sea el destino bufo-picaresco del nominalismo mundial en las pampas sigloveintistas. “En el que se acerca a ‘dialogar’ con los fantasmas puede haber pasta para un filósofo. En el que no ‘litiga’ con el hombre interior, no se hallará más que el esquema de carne y hueso”.

“La gloria del filósofo es la que le permite poder esta definitivamente solo”. “Fuera de la materia pura –recipiente nebuloso complicado con la jerga técnica- ¡existen sólo manifestaciones de eternidad!”. “Nuestra existencia sólo se certifica por ciclos. Cuando morimos, modificamos nuestros ciclos. Y sólo desaparecemos para los que no contemplan”. “¡El hombre nace sabiendo! Lo que él llama ‘cultura’ es la pueril delimitación de su ignorancia para los ciclos que irá poco a poco descubriendo dentro de su cerebro y de su espíritu”. “¡Nadie muere! A la tétrica escena en que la colectividad asiste a la modificación de una vida, se ha dado en llamarle muerte. Para el filósofo, la humanidad no muerte nunca. Admite los caracteres de esta palabra porque en la contradicción de la naturaleza es necesario que una graficidad ‘traumática’ descongestione un ‘fantasma’ con otro ‘fantasma’”. “MUERTO SOLO ES AQUELLO QUE SE HA OLVIDADO DEFINITIVAMENTE! Mientras mantengamos memoria del ‘fantasma’, la persistencia real es innegable en el filósofo. Sólo están diferenciados los fantasmas por un fenómeno de nitidez”.

El filósofo debe ser el hombre curado de pasiones que representen con su prosperidad la anulación de otros hombres. “LOS HOMBRES SINDICADOS COMO PERSONALIDADES GLORIOSAS SOLO FUERON AMBICIOSOS ENSEÑOREADOS CON LA PADAGOGÍA DE UNA LOCURA”.

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Estamos ante un precursor de la idea de “relato” de los anunciadores del posmodernismo, tampoco amigo de parar mientes en la salvífera divisoria lógos mythos:

“¿La filosofía no será, en suma, una fábula, declamada con alguna profundidad, que la ha hecho necesaria a los problemas del pensamiento humano?” “Ninguna verdad puede darse en otra proporción que en la de los mitos.” “Nos descorazonan un poco estas perturbaciones de la ‘tesis’ solidarizada con la ‘antítesis’. Pero renunciemos a buscar nociones de la verdad fuera de la mitología. Todo LO QUE NO HEMOS VISTO, DEBE SER UN MITO. Al asegurar la ‘realidad’ que nos fue ‘contada’, peligramos asegurar la ‘realidad’ de la mitología. ¡Está el humano en la ‘indigencia’ para razonar sobre lo que escapa a su tacto y su visión! ¡Nos conviene asegurar lo que está detrás del alcance de nuestros sentidos!./ Aquí comienza la paradoja en filosofía. Si lo desconocido cumple el fin de una realidad, en el filósofo, no tiene nada de audaz, ni es impostura, asegurar que la filosofía es la autoridad que alcanza la antigüedad, estimulada y restablecida en base al orden exclusivo de los mitos. ¡No oculto mi desconsuelo por esta aterradora realidad!” “La filosofía contemporánea está como cuando salió de las manos de Pirrón -360 años a. J.C.”

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Las fórmulas y tesis Viñole no interesan lo mismo eximidas de su sintaxis, de su manierismo argumental, comprendidos dentro de la estrategia de “un sistemático anarquismo intelectual”. Escribe-piensa a velocidad macedoniana, perpetra faltas ortográficas a lo Arlt sin editor, rompe la gramática sin necesidad de Masmédulas. Insufla con un mecanismo de sugestión pro lector por lateral. Con dos dedos hace jam session filosófica de alto impacto.

El filósofo vive en los demás. Los ejemplos toman cuerpo cuando su origen está fraguado con un fin sublime y colectivo. El filósofo es el hombre que interpreta el destino de la masa y debe unir su amor a las aberraciones reconciliables con la meditación. En el terreno del pensamiento la utopía es la única tradición mental que estuvo de moda dice. Para el filósofo un solo hombre puede modificar el curso de la historia. El filósofo sale a la calle. “Hoy el caso de Diógenes sería ineficaz, para esta y cualquier generación. El filósofo, con su farol de coche placero y su barrica, no pasaría de un simple caso de un vago más en ‘Puerto Nuevo’. / Logrado el temperamento filosófico, y el conocimiento del mismo, hay que salir a la calle. ¡Convertirlo en una doctrina! Temar, ¡con tenacidad! ¡Insistir, sin conmoverse! ¡Despeñarse por arriba de la edad que se vive!”. (¿Qué es temar?)

“El filósofo no está nunca dentro de su cuerpo. Como no lo he estado yo en los momentos que acompaño a la vaca.” “Hablarle a una vaca carece de importancia. Mas si este diálogo es la universalización del filósofo, ¡es bárbaro! Destruida así la entidad social del que aspira a quedar ileso, por encima del patrón y la codificación de fantasmas locales, el espíritu de los iniciados iráincinerando’ paulatinamente el amor a las formas terrenas, para quedarse con las eternas. Esto, que pareciera el sueño hermoso, del que pueda desnacer a voluntad, es una realidad que nos quita de la tierra. Endurecida la voluntad, el espíritu y el cerebro, el hombre logra salvarse, para tener dimensiones que recién empiezan a compararse a las de un semidiós”.

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Ubiquemos a Viñole en la tradición futura del desastre (desastre-estancamiento). Uno de los motivos continuos de sus libros es la descripción de su inmolamiento social, decirlo así. Por pasearse públicamente con la vaca interlocutora (de un solo lado) y andar de performance en performance: no la performance en su sentido insípido actual, que son a hoy lo que las naturalezas muertas a ayer, sino la que va del Gallo de Diógenes al Espantapájaros en Carroza de Oliverio (la edad heroica). Un tema que retoma en todo libro: cómo la sociedad lo conminó a lo ridículo. En “Mi disconformismo filosófico” Viñole detalla varias de sus “performances” –que otro día narraremos- algunas de las cuales ya figuran en los anales prehistóricos del arte de acción argentino (http://www.vivodito.org.ar) Hoy lo rescatamos desde la Escuela Rioplatense de los Impresentables. Performance sin público la vida misma.

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Cualquiera va a entender –finalmente- que la filosofía de Viñole es tan buena y original que deja de ser filosofía, aunque no se entienda que esa es la clave de la filosofía desde todas las épocas: Heidegger engañaba por su estilo horroroso. Enemigo de los Rortys de campus por amigo del “misterio”, enemigo de los Bachelards de los laboratorios de pipetas enteléquicas por vitalicio de la “originalidad” el vuelo filosófico de Viñole es el despiste y derrape, el arte obtuso de volver ilegible logra una combinatoria deliciosa con su serialización de conceptos (el concepto no sólo se crea como “arte” también oscila entre la producción artesanal y la industrial). La filosofía de Viñole es un cocoliche magistral del arte de los conceptos: si no escapa al relámpago de la sintaxis más le vale.

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Desaparecer pero salir a la calle, no ceder al medio y entretenerse mientras tanto, hasta que llegue la fórmula de la paz mental.

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“Mi disconformismo filosófico” debería ser clásico de la filosofía argentina si existiera la filosofía argentina. Como existe otra cosa, no lo es. La filosofía acá es capricho imaginación y sermones barrocos. Un criadero de conceptos rocambolescos, definiciones impenetrables, insólitos periplos de la argumentación. Logra ser un filósofo menos serio que Macedonio Fernández. Notable mérito.





-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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Un idiota que reclama que le sea reconocido un saber...