
“Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será”.
Hay un tipo de fijación literaria basada en la
identidad, la gran identidad. El escritor se siente dentro de un ambiente, un
mundo protectivo que lo ampara. Dice yo soy éste, soy esto. Acá está, este es
mi mundo, acá está mi barrio, mi familia, el del quiosco, los chinos de a la
vuelta, mis amigos, los malaonda que me persiguen; esta es mi generación, mi
realidad. Es claro. Ya tengo un lector, ya tengo un medio; en el taller
literario me dieron todo, todo lo que necesito. Me falta escribir lo que me
pidieron. Voy por ello. Junto firmas, reparto papelitos, acopio seguidores en
el Facebook: listo. Llamo a mis lectores, les pregunto qué quieren leer; me
dicen que quieren que escriba esto. Se los doy a corregir. Se lo pasan a sus
amigos. Corrigen correcciones. Me lo devuelven. Lo imprimimos.
Me
leen.
Pierre
Menard, como todavía algunos recuerdan, que también escribió El Quijote, había escrito lo siguiente:
“es
indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes.
Mi complaciente precursor no rehusó la
colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído
el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea”.
Parece
que Cabrera Infante había escrito: “literatura
es lo que se lee como literatura”. El
Quijote, remitido por Cervantes lo es. El mismo, remitido por Menard, no.
De nada sirve argüir que Cervantes tuvo todas las condiciones dadas para
escribir El Ingenioso Hidalgo: su
genio incluía ingenio, oportunismo, azar, talento, presentimiento de un público
eventual, un enorme esfuerzo al fin y al cabo asequible. El genio de Menard
parece haber ido mucho más allá de las fuerzas humanas conocidas. Haber logrado
esos capítulos exhaustivos del Quijote
no parece una proeza alcanzada por nadie más. Todavía seguirán existiendo
inagotables escritores dotados de un genio cervantino que escriben o escribirán
novelas famosas, plausibles, estupendas y perdurables, y que son sin embargo
incapaces de escribir El Quijote.
Algunos quieren ser Cervantes. Otros escribir El Quijote. No entienden
la metáfora, se diría. Cervantes era un improvisado, un espontáneo, un empírico
que escribió El Quijote, obra genial. Menard, un genio literario inigualable, insoslayable
destinatario de la befa de juzgarlo un inoperante y la injuria de sindicarlo
como plagiario. Algunos indignados angelicales dicen que la anunciación de
Isidoro Ducasse (“La poésie doit être faite par tous. Non par un.”) es hoy interpretada para
la mierda: él quería decir que algún día todos podremos ser surrealistas (y él
lo fue antes de que el surréalisme
existiera, ¡qué groso!) y no que un día toda literatura llegará a ser una pobre
y cómplice estetización de la pobreza.
Un día
voy a contar la historia de Piero Menardi, un inmigrante italiano oriundo de
Bérgamo, que llegó a ser secretario de Roberto Mariani y estuvo a punto de
publicar sus Décimas de un Operario que
Clama por una Jubilación Digna en editorial Claridad, su obra visible, cuyos manuscritos patinados y
polvorosos todavía hoy guarda la familia Menardi en algún anaquel de los
sótanos de Menardi SRL, constructora en los derredores de Zárate. Menardi tuvo
un proyecto asaz grandioso, superior por demás y por donde se lo mire al de su
tibio precursor Pierre Menard, adosándole gracias orwellianas o a la Verne: trocó
lo pasado por lo venidero y al autor único por todo un grupo. En un conventillo
del barrio Barracas, escribió entre 1928 y 1942, de forma casi íntegra tres
obras futuras: Mi nombre es Rufus, Ensayos Bonsái y la antología
Algún día El
Quijote podrá ser escrito por todos.