17/5/11

Viñole, el cerebro, y el músculo


Si se trata de un escribir excretorio e informe, de la impostura espontánea, o peor: si se trata de las “escrituras del yo”, bien: Omar Viñole presenta un concreto antecedente. No hay tema en sus libros que no termine intervenido, peor: usurpado, por su escritura egotista, así se proponga versionar el ultraísmo de Girondo y los martinfierristas o denunciar un plagio realizado en el Congreso por un diputado de la Nación, el discurso viñoleano termina doblándose hacia la puesta en escena cirquera de una subjetividad autobiográfica. En todo el Yo acuso de Viñole el sujeto acaba imponiéndose al predicado, el escrache público compulsivo, la condena perpetua a medio país y media humanidad se montan en ese incurable show del yo. Pero Viñole, por una serie diversa y considerable de motivos, no es Gombrowicz, aquella iguana eslava que se propiciaba como conde. Como cínico, y puesto inútilmente a compararlo, aquel polaco era un lascivo gélido, apático y señorito, en cambio Viñole es un moralista coprolálico, un catcher pequeño-burgués, un denuncista plebeyo, un heterosexual cuyo desvío no era Retiro sino el desmentido del Mundo (¿Habrá que hacerlo ingresar a la molesta terna o elenco de los “desacreditadores del Mundo” nacionales apuntados por Viñas en su momento?). No se puede esperar de Viñole una formulación como aquella clásica de Witoldo con la que comienza su diario de 1957: Lunes. Yo. Martes. Yo. Miércoles. Yo… Viñole se la pasa reconstruyendo sus cimientos argumentativos para excusarse de su –anotarlo así:- cuerpismo yoico (espiritualista) vía ideales nobles, vía principios universales. Viñole se dice (cito) “pregonero de mí mismo” pero “empresario de su finalidad social”.

(Es raro pero Gombrowicz era un cultor de la forma y a la vez un cínico. Una especie, ergo, de cínico manierista. En realidad era un teórico de la “forma”, y alguien que – así como Platón se dedicó a delatar el presidio en la tumba del alma llamada cuerpo – se consagró a denunciar la condena a la forma, y prefirió a despotricar sobre lo odioso de esa circunstancia, declamar su goce morboso. Un cínico afeminado. Soez moderado; pero lúbrico.)

Cualquiera va a aceptar que lo mejor de Viñole está en sus libros de los años 30, que hacen de acompañamiento textual y programático de sus acciones y happenigs por las cuales algunos hoy lo ubican –con más razones que a Fernández Girondo o Xul- como un performer protoditellista, como un precursor bruto de Greco o el “arte de acción” . Además de la vida (en el sentido surrealista –aunque para el caso Viñole es un efecto del llamado vitalismo-) o la calle (en el macedoniano de “sacar la novela a la calle”) el paratexto es la trinchera viñoleana por excelencia, prólogos, párrafos, apostillas firmadas, hacen cuerpo con sus acciones públicas, el sistema de títulos de sus libros, y la genialidad en varios de los dibujos y tipografías de sus portadas. Con este preámbulo está todo dado para que se vaya al texto en busca de la decepción. Pero no siempre ocurre.
Quizá la mayor obra de Viñole sean sus títulos, en sentido estricto. La retahíla de títulos de la lista factible de sus obras, muchas de ellas probablemente perdidas para siempre, o inhallables. Por ejemplo la pieza “DEL MISMO AUTOR” que sigue a la dedicatoria en los albores de “El plagio en el parlamento argentino” de 1937, resulta en cierta forma insuperable: con un documento así, en la antesala que llamamos paratexto ¿cómo satisfacer la expectativa con lo que sigue, el texto?



Los “géneros” dentro de los que opera se establecen en esos listados de títulos previos o posteriores a los textos: versos (No pisarás mi sombra, Alambres de yeso…), versos tagoreanos (Omar), narraciones (Escritos y cuentos pamperos), estudios técnicos (Mapa pomológico de la República Argentina, Tuberculosis bovina, Biología sentimental, “Anafilaxis” de fantasmas, ¡Buenos Aires se envenena!, La guerra bacteriológica o el exterminio de la humanidad por infecciones, Psiquismo y deficiencias cardiovasculares en los intelectuales…), ensayo (Mi disconformismo filosófico, La distancia entre el Ser y el Yo, José Enrique Rodó, La agonía del derecho), historia (Minucias en que perdía el tiempo el Cabildo de Córdoba), historia colonial (Las primeras experimentaciones de genética vegetal en la época del virrey Cisneros), ensayo sobre psicología (Psicología de los que van al cine), literatura (Cómo vienen al mundo las palabras, El silencio de Dios, El dolor de las imágenes), biografías (Cien cabezas que se usan), historia técnica (Inspecciones de carne en la época del virrey Sobremonte), poemas místicos (La estatura de la Sed), pieza teatral (Cristóbal Colón de origen luético), pensamientos (Vidrio molido),y finalmente los llamados panfletos (Mensaje a los desventurados que me conocieron como idiota, El hombre que se depiló la ingle, A usted le sale sangre, Lo que opina la vaca de Buenos Aires, El último mulato, Veronal o la vaca que tomaba cocaína, La camiseta del jefe de policía, Jesús en una casa de departamentos, La caligrafía de los juanetes en la arena de Mar del Plata, Cabalgando en un silbido, El ojo que no tuvo paisajes…). Como se ve, se trata de un verdadero polígrafo. Sin embargo –y desconociendo el valor específico de sus “estudios técnicos” o aportes históricos- el género donde despunta el arte viñoleano es el que llama “panfletos”, donde más hay que buscar la literatura (o anti) de Viñole y no en su “literatura”. El “panfleto” en Viñole es como la “novela” en Fernández: un campo orégano y barbecho de llenado indiscriminado y libérrimo. Aunque, mal que pese, la grandeza de Viñole no está simplemente en su gracia –sea el don enrarecido y fluido de su prosa o las fronteras antojadizas de su episteme al uso nostro-, sino en sus fallidos, estén en su desquiciado diletantismo filosófico, sus versos autobiográficos, su cruza del martinfierrismo radical con la paremiología a lo Rochenfoucault, o la mezcla indigesta que fuere.
Cualquiera que de por sentadas más o menos las condiciones de legibilidad dentro del circuito cerrado de la literatura de esta época va a poder aceptar que el fuerte de este autor está en la potencia de continuo que tiene su prosa, sobre todo cuando se vuelve a las peripecias del yo biográfico combinadas con la retórica de la execración, las cartas, las “acuarelas”, o “viñetas” como extensión mínima y los capítulos como extensión máxima donde todo objeto de discurso se termina replegando en el mismo gesto del narrador como showman. De igual forma ese cualquiera va a aceptar que lo más flojo de este autor está en su excesiva perseverancia asertórica y bastante ingenua en acumular aforismos y sermones. El Hombre que se depiló la ingle merecería ser vuelto a publicar íntegramente y con urgencia. Mi disconformismo filosófico debería tirársele por la cabeza a la gran morralla que compone la familia filosófica argentina, estéril, burócrata y desvivida por el principio de autoridad y el statu quo. Y por lo menos una o dos antologías con lo mejor y algo de lo peor de Omar Viñole deberían rescatarlo de su ostracismo en la Biblioteca Nacional y mercadolibre.com.ar.
La tentación de subrayar a Viñole es grande, pero la argumentación a base de ejemplos es una pobreza que sirve de aliento a los citadores felices de enésimo grado y cuarta mano y lleva a reducir a un autor a un par de efectos, efectistas, pero no siempre gratos a su memoria. Ahí está el texto con sus momentos notables y sus recodos para al tedio. Las mejores máximas o apelaciones viñolescas no salen tanto de sus aforismos sino de la extensión de su prosa en largo. La inspiración de Viñole está en saber conducir así, peligrosamente, la nave loca de su escritura perseverante, ansiosa.

Antes de subir al Luna Park en 1935 para combatir en una lucha de catch con un ruso lo propuso: “Quiero demostrar que el cerebro no está reñido con el músculo”. Evidentemente Viñole fue mucho más allá del cross en la mandíbula o de codear fuera a Kant. Y caro lo pagó. Hacer pensar al músculo tiene su precio. Obligarse a pensar también fuera del cerebro incluyendo al músculo es un gesto temerario para un intelectual argentino y el costo está a la vista. Viñole es una patada en los huevos (o donde los debería haber) del “sistema literario argentino”. Se entiende que no figure en ningún lado.







-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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Un idiota que reclama que le sea reconocido un saber...