22/2/11
La astucia de la seriedad y el desvelo

Había traído Aira en
los 80 una buena nueva que era “la pasión por la indiferencia”. No se puede
acusar al genio loco de General Pringles de profesar la urgente moda del cinismo, estética de la
existencia –en caso de que lo fuere– que algunos le han atribuido –avant la lettre– a aquel que ha quedado
casi enteramente a su “cuidado”.
En el boudoir airano nada hay visible
que lo haga ubicar como un precursor del grunge
o un repositor de las fuerzas brutas de la farsa: sus grotescos son mundos
sutiles, ingrávidos y gentiles.
«A lo largo de la modernidad los
escritores hemos puesto tanta ironía, tanta distancia, hemos hecho tantos
juegos y experimentos con el lenguaje y la representación, que se ha vuelto muy
difícil escribir en serio sin caer en la solemnidad, en la obviedad, o en la
tontería. ¿Quién puede hablar en serio hoy en día? Un cura, un policía, un
político. La seriedad ha quedado presa en una alternativa de hierro: la
hipocresía o el cinismo. De cualquier modo, no es un problema que me desvele.»
El gran escándalo es la desaparición, no
llega César a tanto. Cultiva la provocación y el ocultamiento con pareja
remisión a la de su maestro cuando se refería al “significante”: para la gilada. Es una manera de
soportar la nada, es decir la vida, lo que sucede cuando no escribe (“cuando no escribo no me pasa nada”),
mientras tiene que responder a las demandas de la prensa: el acto de ponerse en
escena como escritor fuera del acto de la escritura.
La apelación “para la gilada” de su maestro confirmaría –para la gilada– su
pertenencia picaresca –la del maestro– al campo
cínico, que claramente existe por fuera del reino de la pasión por la
indiferencia. En cualesquiera de sus formas –se desprenderá de la cita–,
helénica o moderna, perruna o maquiavélica, si la “o” viene en posición de
conjunción disyuntiva, el cinismo es lo opuesto a la hipocresía, y una de las
dos formas finales de la seriedad. ¿Habla en serio el famoso parresiastés
rescatado por la tradición fucoltiana?
¿Es el quínico un payaso-serio? ¿O
solamente queda restringido el registro de la seriedad al área del policía, el
cura y el político?
Según monsieur
Alain Badiou, un filósofo no diogenesiano –a criterio de quien lea queda
establecer si esto significa cura, policía y político–, el cinismo se
corresponde con la indiferencia por el destino de la gente, la aceptación de lo
que hay, y tal.
Aunque confundimos la ética del escritor
con la ética en sí –esto es, como cuidado de sí, estética de la existencia, o
bien cuidado del otro–, no es un desvelo en modo alguno la inquisición que
reza: ¿es la pasión por la indiferencia un ejercicio de cinismo contemporáneo,
o una recreación de cierta pose de la antigüedad, propuesta por escépticos,
epicúreos y estoicos, como la que se suele llamar suspensión del juicio o ἐποχή?
Esto que se lee debería ser un “ejemplo”
(lo ejemplar en Aira viene a ser todo aquello que queda fuera de lo artístico,
que es el singular del novum, y del
orbe del artista, que es el monstruo, aquello que –sea “en cierta forma”– está
por afuera de la naturaleza y la sociedad, y de la literatura si es excepción
donde la cultura es regla), un patente ejemplo, de la manera en que opera el
discurso de la seriedad, solemne, obvia y tontamente. Pero la seriedad, como la
razón, es una manera de la astucia.
«No hay ninguna voluntad crítica. Todo
en mí se opone a la predicación. Si predicara por puro gusto de la provocación
preferiría predicar el error y el crimen. Además, ya me he convencido de que no
tengo ninguna verdad que transmitir.»
En otro de los mundos posibles, en un
universo paralelo, quizá habite un César Aira cultor del pogo y los excesos a
la Bataille, las crónicas cocainómanas de guerra, los saltos desde novenos
pisos o el body art con navaja, el
punk-peronismo o al arte barrabrava, el dadaísmo extranarratológico o la
impugnación de las monedas de curso legal; o peor, la suelta de gatos (por las
ventanas), asesinatos de consortes que preguntan “¿En qué pensás?”, el Völkisch o el nischeísmo
psicopatológico, el violentismo mesiánico de los prologuistas de Fanon, y demás
variedades de la pasión del performer
no indiferente; ya en la predicación o en el acto, todas formas de la solemne
pasión por la crítica.
A cambio de la predicación del error,
apareció en el proscenio de las librerías El
Error, para confirmar el misterio de
por qué seguir leyendo. Una vez, en cierta ingrata biblioteca, se oyó un
parlamento más o menos así: con triste torpeza alguien dijo “No me gusta Aira, no me gusta la literatura
vulgar”; a lo que el interlocutor respondió: “Aira me parece el único escritor no-vulgar”, hipérbole lapidaria
que en ciertos instantes de la vida del lector pareciera ser un enunciado
estrictamente veraz. Se trata de un escritor aquejado –en vida– por el mal y el
don gardelianos: contra todo juicio, cada día escribe mejor, y no queda más
remedio que someterse al destino, destino incomprensible de seguir leyéndolo.
«¡Por supuesto que
seguía trabajando! Y más que nunca. ¡Bueno fuera, parar la producción justo en
el momento en que su obra se vendía a cifras millonarias! Aclaró que no lo
movía el interés personal: el grueso de sus ganancias iba a para a
Se quedó pensativo un momento, y agregó que
existía el peligro de engolosinarse con esos placeres excesivamente privados, y
derivar a un rococó autocomplaciente…
– ¡… y
entonces las hienas empiezan a hablar de decadencia!»
16/2/11
NADA, NADA, NADA
Según Adorno, en el arte todo se ha hecho posible y lo único evidente es
que nada es evidente. Según Heinich –lo que no es lo mismo–, no cuenta lo bello
ni el talento: cuenta si algo es o no artístico. Sin necesidad de ascender al
miserabilismo de las citas: algunos habrán entendido que algo se entiende por
artístico de acuerdo a los efectos que produce y no de acuerdo a quién habla
(forma de pragmatismo enfrentada a un positivismo dictatorial que dice que algo
es artístico porque lo hizo un artista o porque lo estableció la comunidad de
artistas y críticos).
El destino del
todoposibilismo (todo fue posible y todo será posible) es el cualquierismo
(cualquiera es artista, cualquier cosa es arte), que no necesariamente es lo
mismo que el pomelismo, versión cínico-abyecta y plebeya que en la literatura
argentina conecta al escritor rock-star
(archienemigo del “escritor sin-público” de Damián Tabarovsky), con el “lugar
de boludo” del que prometía salirse o sacarnos O. Lamborghini en los 80 (se
trata en definitiva de una conversión circular pro retorno al origen: salir del
lugar del boludo siéndolo, o desde un improbable optimismo: ¿pareciéndolo?). Si
es así, cualquier argumentación o discrimen es superfluo o tautológico. Pero
habilita la posibilidad de lo que llamaré un documentismo paramista: narraré por qué o mejor cómo tal cosa es o
fue para mí artística. (Es indistinto que el “mí” sea una persona
física-histórica, o gramatical, o una mafia cualquiera del campo específico o
no específico.)
El todo es posible habilitaría un anarquismo sin eje o centro, que
funciona en las vidas privadas, pero que haría inoperantes a las instituciones.
Existe, pero por debajo del anarquismo coronado de las instituciones,
anarquismo institucional jerárquico o central basado en la función de la
autoridad: en este marco sí opera la segunda posición con esta restricción: no
importa quién o cómo lo hizo sino que algo sea artístico de hecho, pero de
acuerdo a que ha sido establecido como tal por quien corresponde. Entonces arte
es lo que se reconoce como arte y no cualquier cosa, aunque no haya más que un
fundamento fáctico, histórico o en definitiva caprichoso: ningún fundamento.
Porque existe la institución del arte (mundo del), existe el arte. Pero si esto
se omite, se pueden abrir las puertas para la cháchara cualquierista. ¿El arte
importa? “El arte es una tontería”,
escribía Vaché en la fase protoplasmática del surrealismo. De ahí en adelante
muchas consecuencias: la tontería es arte, o si el arte no importa, puede
hacerse creer que importa, como plantea Pepe Pompín en La simulación de la Lucha por el Arte, que es la fuente en la que
abreva Manuel Di Leo en su Marciano
Romano: El lector como peatón (Sobre Cachilo) –de próxima publicación por
Ed. Del Trinche–, delirio confusionista que no pretende esclarecernos para nada
y desde todo punto de vista no encontrará –muy de seguro– un lector que no
aburra, pero sí uno aburrido. “El arte
debe ser una cosa divertida y un poco pesada, eso es todo”, escribía Vaché.
15/2/11
BRUT CRITIQUE
La tesis de Marcelo
Walter Carranza converge en cierta forma con la de Baudrillard, lo que no
significa que puedan ser intercambiables, sino apenas asimilables en un punto.
¿Es estilística, como se ha opinado, la distancia entre ambas? ¿En qué sentido,
a esta altura de la teoría crítica, se habla de estilo? ¿Puede considerarse la
tesis de Carranza como una simple imprecación que escapa al marco de la
normalidad crítica (vale decir, como una irrupción negligente desde el campo
–mejor: el no-campo– de lo bruto, inficionando desde el lugar del
no-especialista, en un corrimiento de los marcos de lo autorizado y no lo
autorizado, el considerado “mundo del arte”)? ¿O se trata de un fenómeno de
enrarecimiento discursivo donde la “retórica de la execración” y la “estética
del asco”[1] inician
un proceso al arte desde el punto de vista de un esnobismo radical entendido
como diletantismo revertido; id est,
movido por el desinterés apático y el odio? Para Jean Baudrillard “el arte está muerto” (Le complot de l’art, Sens et Tonga,
1997); para Marcelo W. Carranza: “el arte
es una mierda y me chupa un huevo” (Diálogo
en La Buena Medida –Buenos Aires y Rioja–, 1992)
***
El cuestionamiento radical del arte
contemporáneo tiene una procedencia amplia, y que hasta el momento haya
provenido en forma exclusiva de los censeurs
maîtres de la sociología-ficción francesa, constituye un claro empobrecimiento.
La falta de organicidad en el sistema crítico de Carranza es “una forma –pareja a la identificación con lo
parodiado– de asimilación –suerte de mimesis pasivizada– en el objeto impugnado”. El arte contemporáneo tiene
como horizonte rutinario la trasgresión,
lo abyecto, el escándalo, el histerismo de los límites y la ruptura de las
fronteras; el punto de indecidibilidad ante la división de lo artístico y lo
no-artístico; un principio de incertidumbre estético-axiológico, que lleva el
agua de la transposición del principio de no-contradicción –planteada por la
física cuántica–, a su propio molino; la continua violación de lo externo y lo
interno, como la introducción permanente de lo no-artístico en lo artístico,
operada por el artista, cual en un pase mágico garantido por la facticidad de
su investidura e indisociable de la conversión simultánea de lo que era
artístico en mero objeto físico-histórico, que únicamente puede ser
reestablecido en su dimensión anterior desde la reelaboración camp. En el campo de la crítica, Marcelo
Walter Carranza constituye un ready-made
en sí mismo. Este no-crítico no-artista “ha
sido empujado” –en la expresión de Sandrone [2]– al
mundo del arte –aquello que, para analistas como Baudrillard, es lo único
verificable como existente: no existe el arte sino esta superestructura
fabulativa del Mercado– en virtud de un procedimiento inspirado en la conocida
confiscación de inodoros legos y su conversión en piezas artísticas de renombre
por la mera barita encantadora de la firma y el nom propre. M. W. Carranza es un puestero apenas mediano del
Mercado de Frutas y Verduras, con alguna reputación como puntero y ex fuerza de
choque del kirchnerismo bielsista. Fue vicejefe de la barrabrava del club
Argentino de Rosario en la época del Pomelo
Almada, hasta que se vio implicado en el caso de la muerte del Piri Lula, un barra de Central Córdoba
reconocido por introducir el happening
en las tribunas. Robó bandera (1987)
fue el primero.
«Robó bandera consistía “en la introducción de 25 hinchas del Charrúa de Tablada, armados con puntas, palos, pistolas de caño recortado, en el corazón de la parcialidad salaíta, y la ulterior apropiación por medios menos suasorios que violentos de unas cuantas banderas y demás insignias representativas de este club, con el subsiguiente retiro antes de la llegada de los ratis”. Lula también utilizó la técnica vanguardista del assemblage en Nuevos trapos: rompía y pegaba estas mismas banderas y les sobreañadía consignas que simbolizaban un claro dicterio hacia la torcida de barrio Sorrento. Experimentó a su manera con la técnica del bad painting en los muros del estadio José María Olaeta (Sala puto, 1994), etc. Pero explicar el “fenómeno Carranza” como signo de resentimiento y deseo de venganza a partir de estos episodios biográficos, tal como lo hace –en sintonía con la perspectiva sandronesca– G. Didi-Huberman en D’un ressentiment en mal d’esthetique (L’art contemporain en question, Galerie nationale du Jeu de Paume, Paris, 1994, pp. 65-88), comporta un reduccionismo psicologista inadmisible para la crítica de arte, en función de la indispensable autonomía que debe propiciársele.» (Cocomorola, id. ibid.)
Carranza, como se admite, no pertenece al
mundo académico, ni ha tenido el menor acercamiento al ejercicio de la
curaduría. De hecho, jamás concurrió a un museo ni sala de exposición, ni
concluyó, en efecto, sus estudios primarios hasta entrados los 25 años. Fracasó
posteriormente en el EEMPA Manuel Borrego, y luego de un paso fugaz por el
mundo de la trata de blancas, fue absorbido por el “mundo del trabajo”. Pero
así como existe un registro que desde Jean Dubuffet se conoce como art brut y engloba a todo aquello
vinculado a lo naïf, lo autodidacta,
lo nosocómico o lo outsider,
podríamos sopesar que con Carranza en escena estamos ante la emergencia de lo
que, con Francois Rivoira, llamaríamos brut
critique: “crítica bruta”.
[1] Marie-Julie Sandrone, Apocalypse et catastrophe dans l'art
d'aujourd'hui.
[2] Codean dentro a Carranza,
Ediciones de la UNC.
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