Según Adorno, en el arte todo se ha hecho posible y lo único evidente es
que nada es evidente. Según Heinich –lo que no es lo mismo–, no cuenta lo bello
ni el talento: cuenta si algo es o no artístico. Sin necesidad de ascender al
miserabilismo de las citas: algunos habrán entendido que algo se entiende por
artístico de acuerdo a los efectos que produce y no de acuerdo a quién habla
(forma de pragmatismo enfrentada a un positivismo dictatorial que dice que algo
es artístico porque lo hizo un artista o porque lo estableció la comunidad de
artistas y críticos).
El destino del
todoposibilismo (todo fue posible y todo será posible) es el cualquierismo
(cualquiera es artista, cualquier cosa es arte), que no necesariamente es lo
mismo que el pomelismo, versión cínico-abyecta y plebeya que en la literatura
argentina conecta al escritor rock-star
(archienemigo del “escritor sin-público” de Damián Tabarovsky), con el “lugar
de boludo” del que prometía salirse o sacarnos O. Lamborghini en los 80 (se
trata en definitiva de una conversión circular pro retorno al origen: salir del
lugar del boludo siéndolo, o desde un improbable optimismo: ¿pareciéndolo?). Si
es así, cualquier argumentación o discrimen es superfluo o tautológico. Pero
habilita la posibilidad de lo que llamaré un documentismo paramista: narraré por qué o mejor cómo tal cosa es o
fue para mí artística. (Es indistinto que el “mí” sea una persona
física-histórica, o gramatical, o una mafia cualquiera del campo específico o
no específico.)
El todo es posible habilitaría un anarquismo sin eje o centro, que
funciona en las vidas privadas, pero que haría inoperantes a las instituciones.
Existe, pero por debajo del anarquismo coronado de las instituciones,
anarquismo institucional jerárquico o central basado en la función de la
autoridad: en este marco sí opera la segunda posición con esta restricción: no
importa quién o cómo lo hizo sino que algo sea artístico de hecho, pero de
acuerdo a que ha sido establecido como tal por quien corresponde. Entonces arte
es lo que se reconoce como arte y no cualquier cosa, aunque no haya más que un
fundamento fáctico, histórico o en definitiva caprichoso: ningún fundamento.
Porque existe la institución del arte (mundo del), existe el arte. Pero si esto
se omite, se pueden abrir las puertas para la cháchara cualquierista. ¿El arte
importa? “El arte es una tontería”,
escribía Vaché en la fase protoplasmática del surrealismo. De ahí en adelante
muchas consecuencias: la tontería es arte, o si el arte no importa, puede
hacerse creer que importa, como plantea Pepe Pompín en La simulación de la Lucha por el Arte, que es la fuente en la que
abreva Manuel Di Leo en su Marciano
Romano: El lector como peatón (Sobre Cachilo) –de próxima publicación por
Ed. Del Trinche–, delirio confusionista que no pretende esclarecernos para nada
y desde todo punto de vista no encontrará –muy de seguro– un lector que no
aburra, pero sí uno aburrido. “El arte
debe ser una cosa divertida y un poco pesada, eso es todo”, escribía Vaché.