
Había traído Aira en
los 80 una buena nueva que era “la pasión por la indiferencia”. No se puede
acusar al genio loco de General Pringles de profesar la urgente moda del cinismo, estética de la
existencia –en caso de que lo fuere– que algunos le han atribuido –avant la lettre– a aquel que ha quedado
casi enteramente a su “cuidado”.
En el boudoir airano nada hay visible
que lo haga ubicar como un precursor del grunge
o un repositor de las fuerzas brutas de la farsa: sus grotescos son mundos
sutiles, ingrávidos y gentiles.
«A lo largo de la modernidad los
escritores hemos puesto tanta ironía, tanta distancia, hemos hecho tantos
juegos y experimentos con el lenguaje y la representación, que se ha vuelto muy
difícil escribir en serio sin caer en la solemnidad, en la obviedad, o en la
tontería. ¿Quién puede hablar en serio hoy en día? Un cura, un policía, un
político. La seriedad ha quedado presa en una alternativa de hierro: la
hipocresía o el cinismo. De cualquier modo, no es un problema que me desvele.»
El gran escándalo es la desaparición, no
llega César a tanto. Cultiva la provocación y el ocultamiento con pareja
remisión a la de su maestro cuando se refería al “significante”: para la gilada. Es una manera de
soportar la nada, es decir la vida, lo que sucede cuando no escribe (“cuando no escribo no me pasa nada”),
mientras tiene que responder a las demandas de la prensa: el acto de ponerse en
escena como escritor fuera del acto de la escritura.
La apelación “para la gilada” de su maestro confirmaría –para la gilada– su
pertenencia picaresca –la del maestro– al campo
cínico, que claramente existe por fuera del reino de la pasión por la
indiferencia. En cualesquiera de sus formas –se desprenderá de la cita–,
helénica o moderna, perruna o maquiavélica, si la “o” viene en posición de
conjunción disyuntiva, el cinismo es lo opuesto a la hipocresía, y una de las
dos formas finales de la seriedad. ¿Habla en serio el famoso parresiastés
rescatado por la tradición fucoltiana?
¿Es el quínico un payaso-serio? ¿O
solamente queda restringido el registro de la seriedad al área del policía, el
cura y el político?
Según monsieur
Alain Badiou, un filósofo no diogenesiano –a criterio de quien lea queda
establecer si esto significa cura, policía y político–, el cinismo se
corresponde con la indiferencia por el destino de la gente, la aceptación de lo
que hay, y tal.
Aunque confundimos la ética del escritor
con la ética en sí –esto es, como cuidado de sí, estética de la existencia, o
bien cuidado del otro–, no es un desvelo en modo alguno la inquisición que
reza: ¿es la pasión por la indiferencia un ejercicio de cinismo contemporáneo,
o una recreación de cierta pose de la antigüedad, propuesta por escépticos,
epicúreos y estoicos, como la que se suele llamar suspensión del juicio o ἐποχή?
Esto que se lee debería ser un “ejemplo”
(lo ejemplar en Aira viene a ser todo aquello que queda fuera de lo artístico,
que es el singular del novum, y del
orbe del artista, que es el monstruo, aquello que –sea “en cierta forma”– está
por afuera de la naturaleza y la sociedad, y de la literatura si es excepción
donde la cultura es regla), un patente ejemplo, de la manera en que opera el
discurso de la seriedad, solemne, obvia y tontamente. Pero la seriedad, como la
razón, es una manera de la astucia.
«No hay ninguna voluntad crítica. Todo
en mí se opone a la predicación. Si predicara por puro gusto de la provocación
preferiría predicar el error y el crimen. Además, ya me he convencido de que no
tengo ninguna verdad que transmitir.»
En otro de los mundos posibles, en un
universo paralelo, quizá habite un César Aira cultor del pogo y los excesos a
la Bataille, las crónicas cocainómanas de guerra, los saltos desde novenos
pisos o el body art con navaja, el
punk-peronismo o al arte barrabrava, el dadaísmo extranarratológico o la
impugnación de las monedas de curso legal; o peor, la suelta de gatos (por las
ventanas), asesinatos de consortes que preguntan “¿En qué pensás?”, el Völkisch o el nischeísmo
psicopatológico, el violentismo mesiánico de los prologuistas de Fanon, y demás
variedades de la pasión del performer
no indiferente; ya en la predicación o en el acto, todas formas de la solemne
pasión por la crítica.
A cambio de la predicación del error,
apareció en el proscenio de las librerías El
Error, para confirmar el misterio de
por qué seguir leyendo. Una vez, en cierta ingrata biblioteca, se oyó un
parlamento más o menos así: con triste torpeza alguien dijo “No me gusta Aira, no me gusta la literatura
vulgar”; a lo que el interlocutor respondió: “Aira me parece el único escritor no-vulgar”, hipérbole lapidaria
que en ciertos instantes de la vida del lector pareciera ser un enunciado
estrictamente veraz. Se trata de un escritor aquejado –en vida– por el mal y el
don gardelianos: contra todo juicio, cada día escribe mejor, y no queda más
remedio que someterse al destino, destino incomprensible de seguir leyéndolo.
«¡Por supuesto que
seguía trabajando! Y más que nunca. ¡Bueno fuera, parar la producción justo en
el momento en que su obra se vendía a cifras millonarias! Aclaró que no lo
movía el interés personal: el grueso de sus ganancias iba a para a
Se quedó pensativo un momento, y agregó que
existía el peligro de engolosinarse con esos placeres excesivamente privados, y
derivar a un rococó autocomplaciente…
– ¡… y
entonces las hienas empiezan a hablar de decadencia!»