(“Ensayos Bonsai” de Fabián Casas)
El tamaño es algo que a los ensayistas les importa; a las ensayistas no porque incluso, no creo que las haya propiamente hablando... Yo nunca le hubiera puesto a un rejunte de ensayos, ese probable género inventado por Michel de Montaigne, “El tamaño de mi esperanza”; viniendo de ahí se presta al chiste fácil. El bonsái-cize es el tamaño Montaigne. El de “lo bueno si breve” fue Gracián creo. Montaigne usaba, se sabe, el “ensayo” para quejarse por su tamaño. En fin.
Que el ensayo es una debilidad argentina… es probable. Es la debilidad del pensamiento argentino. Es la debilidad del pensamiento argentino la que lo hizo fuerte. Como se lee en la vieja Masshedoña (de paso promoción, una muesca más en Google): los papeles de un argentino perdido en la metafísica o la debilidad de un fuerte.
Yo personalmente ensayo errores. No, no improviso. Juro.
En un libro de entonces el antifilósofo rosarino Juan Bautista Ritvo le llamaba, al ensayo nativo, épica de sombras. No sé que quiere decir esa frase coqueta. Pero debería querer decir de sombra a la universidad. El ensayo se teje a la sombra de la universidad, ya bajo su sombra ya haciéndole sombra, o ya haciendo sombra con la universidad. Platón & Yo. Tiene también razón el filósofo de Saldán Vega cuando dice que el ensayista se pone en general en una posición heroica o de prócer. Hay algo embalsamado en el ensayo, por lo menos: enyesado. A veces el escritor escribe sin el cuerpo, lo pierde escribiendo, o con el cuerpo todo roto, pero el ensayista es un tipo que escribe enyesado, con el cuerpo entero, con el cuerpo entero enyesado. Al menos no “con la mano ortopédica” como diría O.L., con esa se escriben las tesis. Más bien los escritores escriben en el ensayo lo que falta, y escriben con la que falta: con la otra mano, con la otra mano cervantina. Son Cervantes zurdos, porque les falta la derecha, y con esa los escriben, me parece.
Sin entrar en Borges o Martinez E., menos Lugones, ni nada de esa época, la generación de los viejos actuales, de los que comenzaban a escribir ensayos cuando Borges ya se dedicaba solamente a hablar, a cuchichear con Bioy o a responder reportajes automáticos, porque escribir ya no veía, se autoplagiaba, se dedicaba a completarse, a Completar la Obra de Emecé, produjo, a la sombra de la universidad y a la de Borges y Macedonio (que, hay que insistir: nunca fue ensayista: chateaba con su sombra) una serie de productos/ciones de cierta excelencia/dencia.
Esa generación tiene ciertos maestros del ensayo, que, ya que estamos con las sombras, vivían, viven, a la sombra o en la sombra de los greatest hits de la ficción, de los grandes escritores.
Germán García, Horacio González, Tomás Abraham, también Libertella y Otros, seguramente son los mejores “ensayistas” de esas camadas. Los de esa edad que han hecho carrera de ensayistas.
De la carrera de esa edad cansados llegamos a Casas. El ensayo es, además de en la cultura – eso es en todos lados -, un malestar en la escritura. En la cultura, hoy, lo que hay, es un malestar en, o con, el ensayo. La Web, por ejercer el improbable pero verosímil tropos de la hipérbole, va a acabar con el ensayo; o sea: va a terminar fortaleciendo al paper, haciendo del paper una fortaleza, una fortaleza para la impersonería estatal del pensamiento, el refugio de los Hegeles contra la montaña de impromptus e improperios de los Montaignes ipso facto de hoy. Entre el posteo y el paper quedará poco para esa antigualla; queda le bon essai d’aujourd'hui, le bonsái. De los árboles al rizoma, y del rizoma al bonsái. Cambió la bocha.