Característica
introducción autorreferencial de bloguero-lector. Relaciones en torno a las
circunstancias de adquisición del libro que se va a comentar. Adelante…
En mi última deriva por la avenida Corrientes, decidido a ir esta vez por saldos
y clásicos, me encuentro con un pequeño librito de una editorial española que
ya había visto varias veces. No logré todavía captar la onda misteriosa de la
empresa, no sabía nada del autor –del que gallardamente no hay ninguna noticia
biográfica en solapa, contratapa ni epígrafe o prólogo alguno–, le tenía poca
fe. Me imaginaba uno de esos libelos radicales hinchados de ponzoña teórica, a
los que el progresismo siempre sonríe, donde un energúmeno talentoso de la
corporación cultural francesa, y de escasa repercusión, desmiente e impugna a
otro similar campeón en circunstancias de envejecimiento post mortem y pérdida de vigencia: un filósofo francés –pleonasmo:
de izquierda– corriendo por izquierda a otro filósofo francés-pleonasmo. Pero
no. Me encontré con algo más cordial y menos esperable: 111 páginas en un
tamaño pocket, que leí de un tirón
esa misma madrugada entre La Giralda
y La Ópera, cervezas y sándwich de
salame mediante.
El que narra en este Contra Debord deja la impresión de una figura autoral organizada desde cierta pose o posición de lecto-escritor dandi o filósofo diletantista (que no debería ser puntualmente lo mismo que diletante), con resonancias de nischeano por cuenta propia, profano y aparentemente ajeno a los tics repetidos de la gauche nietzschéenne. Como buen dandi –aunque de talante relajado–, sortea con ligeras fintas tanto el miserabilismo de la izquierda como el conserva. El textículo está estructurado en 41 capítulos breves –algunos de media página– escritos con un estilo argumental sazonado de autobiografía, llevadero y grácil y medidamente sarcástico, pese a que Debord es trompeado una y otra vez –“triste”, “megalómano”, “vanidoso”, “plagiario”– a golpes de invectivas; pero como con clase. En realidad, no les llama invectivas –a las que toma por ladridos de biliosos– sino impertinencias, que son el florete del dandi: la impertinencia de no tomarse nada en serio cuando todo es trágico, dice.
«Para el pueblo, en definitiva, como para la
nobleza de antaño, vivir es ser visto. ¿Por qué arruinar su felicidad,
dispuesto como está siempre a vejarse y cimarronear? La prudencia me aconseja
que nunca me enfade con las formas que adopta el devenir; sin fervor ni asco,
consiento en vivir en la democracia de las apariencias.»
El autor (tomémoslo por tal a quien narra)
no guarda ninguna simpatía por Diógenes de Sinope, a diferencia de Onfray –quien
ya compró esa patente y ejerce el monopolio en el medio galo–, otro que le
dedicó algunos brulotes al líder situacionista muerto. Por el contrario, lo
ubica en su contra-parnaso, dentro de un listado donde lo hace formar junto a
Rousseau y Platón, como si fueran los ejemplares históricos de la línea
filosófica del resentimiento, de la cual Debord es heredero en pleno
derecho, y de quienes desciende más que de Marx, Hegel y Feuerbach, que son sus
proveedores de fraseología. Todos juntos –¡y cuántos más!– componen el coro de
los charlatanes: fabuladores que
desmienten la crudeza de lo real y descreen del azar. O la bilis metafísica
–como la de los que abrevan en los susodichos– o la flema del nihilismo, no hay
otra. El autor no tiene empacho en declararse de este otro lado y afirma que
las ideas sirven para interpretar el mundo y no para subvertir el caos: son
biodegradables recalcitrantes y cuando se vencen, aburren o no se usan, a la
basura. Schiffter propone con respecto al sentido una suerte de duda indiferente, una despreocupada
deriva de turista pensante; escribe que el principal enemigo del resentido no
es el ideólogo de bando contrario sino el hombre modélico del autor, el desengañado, al que jamás podría
convencer la mascarada de ningún constructivismo salvatutti. Un modelo de varón que nunca comete las dos torpezas
típicas del otro: jugarla de contestatario
e irla de fiscal. Al libertino y al
libertario “todo les separa”. El
libertario es ese señor que se agota buscando las pruebas de la inexistencia de
dios, y que queriendo revelar en la mercancía una huella de diabólica sustancia
metafísica, se convierte por el envés en teólogo.
«Aunque anticuada, caduca o mítica, la figura
del libertino, en la que tiendo a reconocerme, eclipsa a la del libertario.
Asunto de estilo y de filosofía. Vivir es embarcarse en medio de las borrascas
del azar y el devenir, sin oportunidad alguna de salvación.»
“Debord
tenía sus autores y yo los míos”, anota. Contra el Lautréamont que aquél
enarbolaba como figura de la subversión poético-juvenil, se agarra de La Rochefoucauld.
En su árbol genealógico se arraigan Michel de Montaigne, Maquiavelo, Barbey
D’Aurevilly, Chamfort y Gracián. Si Debord se proponía desagradar, éste
prefiere “irritar”.
«Alérgico a cualquier forma de armonía
colectiva, temblaba de horror ante la idea de una sociedad construida como un
inmenso falansterio en el que los individuos someterían sus deseos a una
permisividad tiránica, el amor a un culto obligatorio, y la voluptuosidad a una
economía dirigida. Si semejante pesadilla se realizara, integrismo por
integrismo, pediría asilo en la primera república islámica que se me ofreciera…»
El platonismo de un concepto como
“sociedad del espectáculo” está a la vista de todos, y ni falta que hace
entrarle a las quichicientas tesis del soporífero opúsculo debordiano; el autor
no obstante lo analiza con su garbosa indiferencia más o menos despectiva.
Dice, con toda la verdad a medias que le facilita su punto de vista, que el espectáculo hoy por hoy condecora
especialmente a aquellos que le declaran la guerra, mientras impone por doquier
el dogma de la insolencia. Ofrece además un cierto elogio horaciano de la
mercancía en su fase actual, con el tino de no presentarla como una vindicación
del mundo tal como es hoy, ni como una resignación agria: dice que revela lo
trágico sin cosméticos y a la vida por lo que es, “un género perecedero”. Barbones abstenerse.
«No ignoro que la esencia de cualquier forma
de poder –incluyendo aquella que niega la idea misma de poder– es
absolutista, de ahí que me importe poco cómo organizan los hombres su comedia
social. ¿Cargar contra los molinos de viento del “espectáculo”? Un sentido
barroco de la existencia me disuade de ello. Por lo demás: ¿qué hacer? La vida
es narcisista; siente el deseo de gustarse a sí misma reflejándose en una
profusión de espejos, hasta perderse de vista.»
El buen Debord, que ya no es fruto de
estación, seguirá siendo de culto para el sesentismo infinito, el dadaísmo
corte ascético, o el cristianismo contra-todo y ateo. Schiffter lo combate al
calor de una perspectiva incluso demasiado acorde con estos tiempos,
sobremanera en los medios culturales de prestigio. Que tiene razón, la tiene
(pero: ¿queremos tener razón?). Lo hace a ley de un estilo elegante e
impalpable, si por estilo se entiende una forma sutil y atractiva de pensar;
esto es: de forzar a pensar o de sentir que se piensa. De escribir, bah. Su
perspectiva –o si el señor lo prefiere así, su pose– le hace un ágil dribling al quinismo ambiental y sale
airosa del cinismo –aunque es fácil no ser cínico cuando se escribe un libro:
lo difícil es antes y después–. Se le escapa un poco la queja al final, y
declara que su propia postura les resulta de lo más impía tanto a la opinión pública como a los doctrinarios.
Evidentemente, todos tenemos razones para creernos perseguidos, desprestigiados
y fustigados. Y lo estamos de hecho.
«Cuando un pensador tiene la elegancia de
enseñar la inanidad de la existencia, es un educador de la humanidad, dicho de
otro modo, lo contrario del que imparte lecciones. Creer en la utopía de una
vida social apasionante no ha conducido a Debord a ser el hombre más peligroso
del reino, sino el más sentencioso de sus intelectuales contestatarios. Quedará
de él un cliché. No está tan mal. Según Baudelaire, crear un lugar común revela
genio.»
Al libro lo remata un apéndice que es una
carta empática que un tal Frédéric Pajak dirige al autor, con argumentos
incluso mejores que los de él mismo, donde explica que el papado de Debord fue
mucho más inflexible que el de Breton, quién cobijó en su revista a decenas de
cúspides individuales, mientras que Debord convirtió a sus adeptos
situacionistas en simples groupies
aplanados por su preeminencia de maestro severo intransigente. Un “general”,
como diría el Gral. Deleuze.
«Además de que no comprendo lo que empuja a
las personas a constituirse en vanguardia, tan selectiva como se quiera –¿qué
necesidad hay de poetizar en banda?–, ese programa de la IS nunca,
incluso desde muy joven, me ha interesado. Tan pronto como salí a ver mundo y
chicas, en lugar de fatigarme construyendo “ambientes lúdicos y emocionantes”,
no he hecho sino cazarlos o sorprenderlos. Me divertían y siguen divirtiendo
tanto la caza como la captura.»
Debord se declaraba
no-escritor-no-filósofo y combatía el estilo, prescribió la defunción del arte
y la filosofía como campos, condenó el talento como una artimaña más del
espectáculo, realizó películas con el fin de que fueran inaguantables,
imposibles de ver, proponiendo como relevo algo así como la performance de la vida misma –aunque en versión sectaria y sobre
ideas piadosas–. Esta podría ser por igual la actitud de un diletante
sarcástico –a la manera de Cravan o de Vaché, al que el autor cita entre sus
buenos–, como la de un cenobita estético. Depende. Si le quitamos su marxo-mesianismo
y su fármacomaquia “esencialista” de época, podríamos despejar a un quínico más
o menos de la índole del que defienden Onfray o antaño Sloterdijk. Los
situacionistas –acusa Schiffter– fueron los quínicos insignificantes del s. XX,
tanto como los quínicos fueron los socráticos insignificantes de la Antigüedad.
Me detengo un minuto en la condena al Perro que factura el autor, ya que el de
Sinope es un personaje conceptual (y creo que por tales hay que tomar a los
llamados “autores” en materia filosófica, incluidos los en vida) a la fecha
mucho más rescatable y enigmático que el amargado hipotético y dedicatario del
libelo que comento, si es que el último fue nomás un guerrero memorable de la
voluntad de la nada.
«No entiendo qué
anomalía del gusto lleva a considerar a Diógenes de Sinope como un personaje
seductor. En razón, supongo, de la simpatía que jamás se deja de otorgar a sus
extravagancias de vagabundo. ¿Hay alguien más popular que un irregular?
¿Alguien más adulado que un marginal? ¿Alguien más escuchado que un
anticonformista? A la virtud le gusta vestir los harapos de la descortesía, la
insolencia y el escándalo. (…) Utilizará
entonces la agresión verbal, la parresia,
que es al sermoneo lo que la acción directa es a la propaganda.»
Es cierto que en Diógenes está en germen
el tonto buen salvaje de Rousseau; no es cierto que su investidura pueda
reducirse a la de un ricotero tipo entre pogo y pogo.
Hay en el gesto de este señor una especie
de dandismo más o menos melancólico, escéptico y afable, es decir a lo
Montaigne. Me pongo hoy del lado de este autor. Mañana vemos. ¿Es preferible
hacer del Beau Brummell, o hacerse
pasar por cachorrito del sinopense? ¿Cuál es mi postura? Mi postura es depende
dónde, cuándo y ante quién. Mi postura es que si creen tenerme entre manos, no
me van a agarrar nunca. Hasta más ver.
