
Siempre existen los que
escriben para desaparecer, volverse imperceptible, escapar, ser todo nada,
querer ser el Hombre Invisible. Son los pibes Kafka. Ni hace falta que lean a
Deleuze: escribir es borrarse. Hacer la de Dios: ir de alguien a nadie. “Olvidaré el año, el día, la fecha. / Me
encerraré a solas con este papel” (Maiakovski).
Primero publicar, después escribir, que se
puede entender de cualquier manera. Posiblemente siempre se trate de no ser
cogido (mejor: cojido). Con esa idea Viñas se leyó toda la historia de la escritura
nacional. Para eso estaban los que apelaron a la “íntegra
realización de la revocabilidad del mi-cuerpo”, o sea no tener un cuerpo,
para “pasar desapercibido”, como
decía en aquel lugar el viejo contornista. Otros cantaron “escribir para no ser escrito”. Es que hay dos clases de escritores
(valga la redundancia: argentinos); son las dos clases de sicóticos que se
conocen: paranoides y desorganizados.
Para escribir no hace falta ser escritor;
para ser escritor no hace falta escribir. Ser escritor es una forma de estar.
Tener reflejos; una determinada manera de reaccionar. De estar parado, sentado,
acostado. También, si toca encerrarse afuera, una manera de fumar en los
salones. Escribir, una forma de estar: ausente. Para ser un escritor en vida hace
falta convertirse en un espantapájaros en carroza: montarse en escena. Hasta cojerse para no ser cojido (“un
cuerpo de mujer; el cuerpo masculino no existe, que yo sepa”). Un sistema de
aparición. Ser escritor, es decir, dar entrevistas. O negarse a darlas. Abrir
la boca, que salgan moscas. Boquear dos sílabas, una sílaba nada –pez–, dos:
boquean.
Pes-cado.
Escribir no suele ser muy
distinto, de hecho, a hacerse entrevistas uno mismo, en el peor de los casos
para dejar de ser uno mismo: esfumarse. Escribir es fumarse. El tema siempre es
el aire, costumbres de los ahogados: instrucciones para respirar fumando. Una
respiración crítica o una crítica de la respiración.
Murió el último escritor
vivo.