(“Celeste y Blanca” II)
Inscripción de Cachilo, años 80 [fotografía archivo personal del blog]
Mi amigo el Lector va a poder encontrar en esta novela que el tema es su
ausencia, no en principio la de ella, pero sí también esa –y también su
presencia, al lado: pudor porno e incluso amor son menos que compañía, lo que
debería subsistir–, sino la de tema: el tema es la digresión. Bien, no el tema,
no; el recurso trópico, pero ¿por qué no asegurar que es el tema? Si el tema
fuera la digresión, uno debería hacerlo rodar a un lado, irse en rodeos,
derivar en la deriva y no acertarle al centro, el centro de la digresión. Yo
quisiera señalar que es el tema, no el recurso más a mano. Pero será una tesis
compleja, tramposa de una. La digresión como un Leitmotiv por vacío; se siente entre frase y frase para
sustituirlo. Bien, sistema de fuga, al horror o sopor de narrar (“narrar es aburrido”); OK, la digresión
es algo acaso opuesto al Leitmotiv.
Pero hay Leitmotiv en esto, libro,
novela, texto; por ejemplo: que cualquier vida, por anónima y simple que fuere,
merece ser narrada, amerita alguna,
por sucinta que fuere, biografía. Entonces pequeñas narraciones menores dentro
de la gran historia que brilla o no por su reticencia a aparecer. La de un
señor, v. gr., que lee y relee una novela clásica que convirtió en innecesarias
a las anteriores y ulteriores (democratizar
la biografía). He ahí un tema; “ahí tenés una tesis”, como me decían alguna
vez en la universidad; era un profesor adjunto que me subrayaba en rojo los
párrafos que entendía amortajaban embriones de tesis (un entrañable saludo
posmórtem para él). Me trae a la memoria también a aquel que escribió en un
blog canónico (no será oxímoron) que ya se habían vuelto imposibles de leer los
clásicos. Son destinos factibles para los lectores in fraganti de este mundo; he ahí un verosímil
social. Hay una historia central, disipada, de cuento de niños, que se
incumple, viola y fracciona, para que ingresen las viñetas de estos sujetos no
trascendentales, a los que se les quiere devolver lo que parece correspondería
poner en práctica con los personajes principales: princesas, reyes, duques, en
cuyo destino y en cuya arbitrariedad de gente conminada a la acción pública,
cuyos desenlaces afectan a la mayoría, derrapa la historia yéndose para el lado
de esos seres poco significativos, como un zapatero apasionado por la lectura,
incluso el mismo narrador preocupado por su bienestar comercial o su promiscuo affaire diegético, o un burro docto y su
apólogo. Mi amigo el Lector podrá también rastrear una observación sobre las
mujeres y su parecer respecto de la actividad filosófica. La mujer, su
ausencia, pero su presencia, son otro motivo, y que permite olvidar la trama
desleída en la que apenas aparecen las –desquiciadas, indiferentes– actividades
intempestivas de personajes que deciden el destino de un Reino. Porque hay un
Reino, y hay otro aunque la epopeya es algo infantil, que no puede ir más allá
del cuentito ilustrado para escolares; la gran historia es retaceada y licuada
para que entren estos microrrelatos con tramos de vidas menores que tienen su
historia, su anécdota que, se señala, merecen ser señaladas, contadas (aunque
sin embargo no pasan la dimensión del apólogo o viñeta), e incluso lo
merecerían los avatares de los objetos inanimados como las piedras –reino
mineral–, o los del extenso reino vegetal. Se insiste en eso, y eso que el
autor declara, después de aparecida la novela, que narrar es aburrido.
Verás, volviendo al interior de la novela, una consideración sobre el
pudor, el amor, y la pornografía. Por ejemplo –… se narra– un libelo contra el
pie de página, aquel formato de utilidades frecuentemente ingenuas o paródicas,
feístas, o bien burocráticas, obligaciones o ritos de género, como en los
discursos científico-administrativos. ¿Era necesario volver contra el apagado
pie de página, correligionario del subrayado, la negrilla, el cf., el vid., el ob. cit.? Teorías dispersas en ciernes,
incipientes asertos, aseveraciones distantes, pensamiento que se aboca para
olvidar la historia –story–.
Testimonios sobre el plagio y la tradición: “lo no es plagio es tradición”, que
(decía un tano que eso era lo saliente de la llamada modernidad: lo nuevo) nada
nuevo hay bajo el sol del recurso, y que se retoma el antiguo –el porteñamente
antiguo– argumento teológico, cosmogónico, del jurista que antaño luchó como
necio, como genio, contra el oficio decimonónico de contar lineales, selladas
al vacío, perfectistas, preclaras, claras, historias, teniendo claramente qué
decir. Amigo lector (que yo te quiero ¿por qué vos me sospechás a mí?… Que
también uno va a poder leer en medio párrafo las expectativas sentidas de un
padre respecto de su joven hijo, el hijo del narrador, diría uno, el padre que
deja la historia que cuenta para preocuparse porque el porvenir de su hijo no
sea ganado por lo que pudo complicar la vida de ese padre. El narrador devenido
ex abrupto padre confirma un estatuto
de la novela: una novela de adulto, paternal (ver Derrumbe), escrita por quien se declara, en medio de su escritura,
en la Edad Media y en el medio de la edad, que también hay novela generacional
para los que rayan los 50. Más o menos por el mismo surco, podrá topar el
lector con otra admonición, ésta dirigida a “esos libertinos que ponen todo en su obra, para provocar la incomodidad
de los lectores aplastando deliberadamente el respeto a la tradición, el orden
establecido, y, sobre todo, el buen gusto. Uno puede también proponerse
esparcir, sembrar. Esparcir pero rápido”. He ahí quizá una clave,
postulación de una mesura en uno que cuenta un modo de contar altanero y
ególatra que hasta narra las condiciones de circulación y comercialización de
la misma novela en donde narra, pero también una narración medio ciclotímica
que se deja malear, maleabilizar, por la tristeza; es triste también, también
optimista, porque la heroína, ausente y presente según el caso, suele quedarse
al lado, compañía. Temples, les llamaría algún loco, temples dispares, que
aparecen, en relato melancólico pero malicioso, egotista y triste,
universalmente masculino, que parece que a veces se da a responder no
explícitamente qué es lo que es una mujer y lo que hace (no lo que quiere), por
ejemplo con esos hombres que no saben ni matar una mosca paro saben
enamorarlas, o si no lo saben: lo han logrado. He ahí la fábula del burro
académico, que juro que es verídica (no la voy a transcribir; no reescribiré
entera la novela). Pero se trata también de alguien que observa el libro que
escribe y lo que aún no escribió en él y reflexiona las expectativas de sus
colegas –alucina su vida venidera, su circulación como libro concluido y vuelto
mercancía editorial, amigo Lector–. Que repara en el desprecio que le puede
sobrevenir de parte de aquellos que ya lo desprecian, de todo lo cual depende
lo que todavía no fue escrito por quien todavía está parado en el medio de la
historia, del escribir o contar o narrar; hay una interpelación no al viejo
lector como afónico interlocutor imaginario que solamente está leyendo, sino al
lector como una comunidad cuyo sistema de enjuiciamiento, como se conoce, se
teme o se presume. Imploración no al –acá ubicará la arcaica mayúscula– Lector,
a los lectores, a los que parece conocérselos más que a los personajes en
apariencias centrales, que se quedan en lo suyo: las razones de Estado, los
tejes y manejes de los responsables de la vida del Reino. Te has perdido,
Lector amigo mío, querido. Bien; mejor; porque esta novela te lo aclarará. He
tratado de comprender algo, no de resumir (la guerra, que impide la
concentración, por ejemplo) y se me fue la mano, lo sé. Amigo Lector, si te he
perdido, mejor, porque te estoy invitando, aunque nadie me crea, a que lo leas,
a este libro, novela. “El destino de los
demás se ha convertido para mí en mi deporte predilecto” y la novela,
género, siempre estuvo trabajando en un Destino, aunque este destino pueda más
ser el de los susodichos lectores, un hijo de narrador, unos personajes
circunstanciales, que el de las princesas, duques y reyes de la historia; el
destino que gana esa voluntad de destino que ya es una novela, se vuelve el de Celeste y Blanca, su futura inserción en
el mercado editorial-literario y su porvenir mundial. Recuerdo el conocido gag
de narrar al lector en el momento de comprar el libro. Y pese al atletismo del
otro, su destino como deporte propio, las tragedias ajenas no nos implican en
nada, en nada nos afectan, siendo que merecen sin excepción su biógrafo. “A veces, frente a un libro, conviene
preguntarse qué es en vez de qué le falta. A veces conviene preguntarse a qué
se quiso renunciar para contar una historia en vez aceptar la reducción de
historias y personajes a repetitivos esqueletos simbólicos, maniquíes en una
puesta en escena siempre igual a sí misma, sin sentido. ¿Qué le falta a este
libro y no sólo a este?” (El
subrayado no…) Bien sé que no es así como hay que hacer una recensión y sé
que tampoco llamaré la atención ni siquiera para mal, y Dios, Dios me libre de
ser acusado de haber querido operar –con premeditación y alevosía–,
jocosamente, con sentido del humor o con una inefable aspiración de
originalidad o táctica chic o peor: uncool. Nada de eso. Lo inoportuno como
gracia, acaso. Y sería hermoso llamar la atención por nuestra manera de pasar
desapercibidos, ideal que se nos presenta por hoy inalcanzable. Lucharemos
contra el garantismo del referente que viene a rubricar las reseñas; si se
vuelve –éste– impresentable, poco fiable, ¿qué haremos con su recomendación?