En la última Feria de Librerías de Viejo de Rosario
uno dio, entre otros hallazgos, con las Vidas
de Payasos Ilustres de Ignacio B. Anzoátegui del año 77 –escrito en el 50 y
tantos–, ediciones Theoría. Anzoátegui es un prosista maravilloso con un humor
tremendo, temible; seguramente uno de los picos más altos del arte de la
injuria o retórica de la execración en la Argentina. Aconsejable
ciento por ciento en un presente como éste, en el cual a la condena televisiva
de empacharnos día por medio con horas cátedra de la símil-filosofía de José
Pablo Feinmman, se la contrarresta a fuerza de testimoniales de Tomás Abraham
por TN. Hoy la “derecha” cajabobista se cuelga de la figura de señoras ex
criptomarxistas, ironistas ex posestructuralistas, o ex contornistas
geriátricos, porque los de la masía –como dicen en el Barça– no tienen la
suficiente fuerza pragmático-alocutiva para rebatir el espesor argumental del
emancipacionismo oficial encabezado por la retórica churrigueresca de Horacio
González o Jorge Dorio, la neoclásico-kitsch de Víctor Hugo, o la parresía de
Gerardo Romano o de la distraída pornógrafa Flor Peña. Le falta un Anzoátegui,
un señor que alguna vez estuvo a la derecha de todo cuanto existía. Anzoátegui
llama a Dios “el supremo reaccionario”,
y él debe de haber aspirado a erigirse en su más fiel copia a imagen y
semejanza por estos pagos. Convence mejor incluso que el Zizek de El Títere y el Enano acerca de la
conveniencia y el embeleso de pasar por el mundo siendo apostólico-romano. A
todo esto el nischeano católico aggiornato
Vattimo declaraba el otro día en La Nación, mientras les
filtraba un alegato bastante pro-K, que él no sabía en qué creía y que si lo
supiera dejaría de creerlo, un buen diagnóstico que señala que el “vivir sin
Dios y sin ser Dios” de Macedonio es a condición de desconocer que El Barba es
inconsciente, más que antropomórfico e hirsuto. Pero el Dios de Anzoátegui no
es el lacaniano (el de que “si no existe, nada es posible” –la frase-Karamasov
pero invertida, como bien sabe el vano lector) sino que es un Dios cristiano,
previo a Juan XXIII, monárquico, nacionalista-antiliberal,
hispanista-antisemita, antifeminista, etcétera, etcétera. En su época este
señor tuvo un medio social que le permitió no ser un cactus o el contenido de
un chaleco de fuerzas, hoy es un verdadero escritor maldito; los que hoy hacen
los programas de educación primaria preferirían promover la lectura infantil
del Marqués de Sade u O. Lamborghini antes que poner un libro de autor así en
las manos de las blancas palomitas –incluso Mein
Kampf, porque Anzoátegui es un nazi inteligente y grácil–. A la fecha el
apotegma famoso de Gide de que “buenos sentimientos hacen mala literatura” lo
encontraría como el referente ejemplar más destacable. El dramatismo que lo
hacía contemporáneo a su época –si bien rancio ultramontano– ya no existe; nos
queda el humor de su operación retórica, de señorial cortesía en el sarcasmo:
paradojista tipo Opus Dei, más Papa que el Papini, un Chesterton cáustico
servido de un Nietzsche del Vaticano (de hecho, Zaratustra le parece un enemigo
noble frente a los modelos ilustrados y liberales franco-sajones). Los
historiadores lo fichan dentro del trío “revisionista” del 30, con
Irazusta-Ibarguren –uriburo-rosistas, oligarcas de provincia. Su precursor de
cabotaje seguramente era el cura Castañeda. Su vecino de al lado el cura
Castellani.
Vidas de Payasos Ilustres es la continuación a escala planetaria de Vidas de Muertos, reeditado hace poco
por la Biblioteca Nacional,
que se dedicaba a personajes de la historia argentina –de ahí su revuelo
perdurable–. Se trata de un librito de ciento y algo de páginas, con
ilustraciones no muy inspiradas, que ofrece una serie de breves semblanzas que
apenas fungen de carnada para la invectiva y la auto-doctrina. Sus víctimas son,
en este orden, los siguientes payasos ilustres: Sócrates, Pilatos, Francisco I,
Fray B. de las Casas, Calvino, Corneille, Voltaire, Defoe, Carlos III, el
cuentista Andersen, Kipling y Tolstoi. De Poncio Pilatos dice que “inauguró el laissez faire, laissez
passer del liberalismo criminal”; de
Bartolomé de las Casas que era “el
panfletero de la leyenda negra anti-española”, un “demagogo de los Derechos del Indio” o “maniático del indigenismo” que para salvarlos de una supuesta
esclavitud se transformó en “negrero”
propiciando la importación de africanos. Tolstoi: “plutócrata ensoberbecido con su título de padre de los oprimidos”,
es “el Almafuerte de Rusia”, “clown de los liberales” también. Lutero:
“maniático del escrúpulo moral”. La Reforma: “cuartelazo de curas”. Calvino “apóstata de la condición humana”. Los
borbones: flojos que no eran efectivamente reyes. Acusa a Kipling de “lloriqueo de solterona del sexo masculino,
que aspira a un superhombre paciente y pacifista, dispuesto al sacrificio de la
verdad y de la vida, con tal de no pelear” (parece que describiera a los
actuales intérpretes de la gauche
nischeana de nuestra bienquista universidad). Rousseau, “hijo de la Reforma
y de Onán que imaginaba al hombre como un tonto”. El Robinson Crusoe, un
monstruo filosófico al servicio de Rousseau, “incapaz de dar una pequeña puñalada a su semejante pero capaz de
someter a un salario de hambre a los obreros de su floreciente industria”.
En él ve todos los males del homo
democraticus. Es el anti-Zaratustra: Zaratustra paganiza, éste idiotiza;
uno es la revolución para arriba, el otro para abajo. Los liberales –dice– son
los propietarios de la verdad histórica pública o del lugar común histórico.
(Hoy en disputa con los progres, hay que agregar.)
Con
Voltaire tiene especial saña, se trata a fin de cuenta de un colega universal
del arte satírico versión serena, pero al servicio de la liberalidad del Mal.
Porque Anzoátegui, igual que Voltaire, cree a su modo en la inteligencia, y en
el argumento parabólico como su expediente, con la diferencia de que él es un
adicto a la diatriba corrosiva y al escarnio (el estilo Nietzsche había
impactado así en esa Argentina, hasta entre los rude boys chupacirios). Le llama el más grotesco de los monstruos
modernos y dice que era un viejo baboso, impotente, “convertido en el empresario de las más bajas renuncias de la carne y de
las más abyectas tradiciones del espíritu”. Repara en su fotogénica sonrisa
inmortal, a la que considera la de “un
viejo hijo de puta”. “Rió de todo lo
grande –escribe–: no como el
verdadero humorista, que ríe alegremente con lo grande participando de la
alegría fáustica de la grandeza, sino que rió de la grandeza, con la pequeñez
del que ha renunciado antes a alcanzarla. / Se mofó de Dios porque lo sabía grande y se mofó de la realeza porque
la creía grande.”
Anzoátegui
era, parece, el campeón ideológico de un mundo que si bien nunca ocurrió se
añoraba, idealista violento que veía a cuanto había como degradación corrupta,
desviación de la doctrina de Cristo enarbolada alguna vez por la Iglesia y la Corona Española –a tal punto
que decretaba que el Concilio Vaticano de los 60 era algo así como el grado cero
del anarquismo y el porno–; pero con el oficio del inmoralista, no del
predicador. Hoy en día ser conservador es otra cosa, a su propósito pueden
servir tanto Foucault como Madonna, Perón, Lenin, Bunge, Aira o el que pinte;
para el que tenga esa aspiración, así la llene con el contenido que se le cruce
en el momento, el jodido católico le ofrece un paradigma, una referencia, un
sistema con estrategia y finos recursos, algunos de los cuales todavía podrían
ser aprovechables, una máquina metódica de hacer cosas con palabras o
viceversa. Se sabe que se puede ser católico y pederasta, católico y fan de
Iorio, católico y anarco-sindicalista, y que se puede ser “católico” de
cualquier cosa, además, y además Dios se traviste en cualquier palabra
imperiosa. De su “Dios”, dice, tiene una lógica propia que escandaliza a veces a
los propietarios de la lógica; para Dios el fin justifica los medios. Ser es ser cristiano, sostiene, y todo
lo que no sea afirmación de ese ser es camino a la desesperación y entrega al
suicidio. Para ser es necesaria la candidez de la paloma y la sagacidad de la
serpiente, dice: el alma pura y la conciencia de que vivimos en un mundo
impuro; hay que desconfiar de todo consuelo que provenga de la Humanidad y no de la Divinidad. Dice
que habitamos un mundo inhabitable que es un circo dirigido por los hijos de
los payasos, a sueldo de los empresarios, que olvidan lo que son.
Quería
dejar mi impresión estimulante de lector sin rumbo, el análisis obvio-sesudo o
socio-histórico me importa un bledo; pero hay que reconocer que Horacio
González siempre descuella cuando en sus libracos despacha a estos abuelos de
la nada en medio párrafo (ese tropo viñasiano pero de temperamento bonachón y
disculpador). Por eso, ya que uno está al pedo, lo cita cuando (Restos Pampeanos) lo –des– cataloga como
“raro fascismo en lenguaje bufo horadado
por el absurdo”. “Es un fascismo
–se lee– que alberga una jocosidad
interna trastornada, paradójica y vesánica. Y como ‘fascismo que ríe’ significa
al mismo tiempo el fracaso del fascismo ceremonial y la ampliación de la antropología
de las derechas hacia el terreno del non-sense” (está en Internet). Y sin
embargo parecería –aunque no– poco lícito calzarle el cómodo mote (“fascista”),
siendo que con esa palabra –confundamos un poco– lo que primero puebla nuestra
cabeza es la imagen de un imbécil perturbado y bruto, y este personaje más bien
deja cierta sensación de ser un bromista magnánimo que se agarraba de un par de
inverosímiles ideas de máxima para distinguirse y distanciarse de un mundo al
que vituperaba con un odio riente que hace
como qué. El tipo no quería incendiar el mundo sino apenas respetar las
ideas ajenas cuando coincidieran con las suyas, tal como rezaba su apotegma.
Que hacía pendant con este otro, por
cierto: “hoy mismo mandar a alguien al
carajo”. Para más información ver el preciso prólogo de Christian Ferrer a
la edición de la
Biblioteca Nacional (es un crítico que se dedica a este tipo
de valores olvidados del ayer monstruoso, pero que no les concede nada).
Anzoátegui, por si acaso, es un ejemplo argentino más de antifilósofo rotundo,
pero no en el sentido reinante que ha intentado despejar Alain Badiou, sino más
bien en aquel que se le daba a la “antifilosofía” por el siglo XVIII. Su estilo
de ensayista sería ilegible para el incierto gusto skinhead actual, más bien ágrafo, e hizo a uno pensar por un
instante que Borges acaparó demasiada fama en ese ruedo.