A
propósito de Rorty y de Badiou, dos filósofos de magro interés y escaso
provecho para el amante del saber que uno fue de joven (porque para ser
filósofo, por lo menos en ese preciso sentido, hay que ser joven y sólo joven),
uno demasiado blando y soso, el otro duro en demasía e innecesario como un
ladrillazo inicuo, y ya que estamos de pasada por ahí, voy a referirme a dos libros
recientes de la colección Pensamientos Locales, esos de tapa negra que se
llaman “Una Introducción”, publicados por Quadrata y
Sócrates fue malentendido de todas las
maneras posibles, nos pasa a todos, incluso a los que le dejamos una obra al
mundo, que no era su caso (: estaba loco). Para los rortyanos puede ser el
primer gran conversador; para los esquizo-filósofos el primer monologuista, el
que era más amigo del concepto –un autoerotismo, al fin y al cabo– que de sus
amigos, que como se lee en Qu'est-ce
que la philosophie?
“nunca
dejó de hacer que cualquier discusión se volviera imposible”.
ABRAHAM (p. 19):
“Si nos despojamos de ciertos prejuicios originados en el espíritu de
sospecha y en la postura militante del intelectual comprometido, conversación
no quiere decir necesariamente una causerie de domingo a la hora del té”. Cito a cambio como retruque perfecto
una frase que tengo de aquel libro deleuzien:
DELEUZE: “Es la concepción popular y democrática de la filosofía,
en la que ésta se propone proporcionar temas de conversación agradables o
agresivos para las cenas en la casa del señor Rorty”. Abraham agrega que la
conversación es lo que se opone a las corporaciones de expertos que se sirven
de “una lengua misteriosa y amurallada
contra el lenguaje ordinario” y de “un
cientificismo arrogante” para humillar a la plebe ajena a la secta. Deleuze
escribía allí mismo que la filosofía nació con el gesto de objetar la doxa con una episteme, Deleuze escribía allí mismo que el concepto no es
discursivo sino vagabundo. Los estetas de la dureza de la existencia anónima
miramos a estos deleuzianos convertidos unos en comentaristas de TN, otros en
neoplatónicos que viajan subsidiados por el mundo cual predicadores del nuevo
platonismo sin clases para un público selecto, como capo-cómicos de un
espectáculo too much, con la
vergüenza irrisoria que da ser humano e intervenir en la cultura.
Rorty y Badiou son lo blando y lo duro, se lee en la p.
22, la molicie sofística contra el macho ontológico. “Lo que se
denomina machismo metafísico es uno de los enemigos de Rorty. Sin embargo,
detrás de cada macho hay un camarín que lo espera con sus ungüentos y sus
pomadas” (p. 75). El cristianismo de Rorty no es
el morbo mental de Wittgenstein ni de Nietzsche el Crucificado –los antifilósofos recios a la Badiou–, es su
proyecto piadoso de ablandar el corazón de los ricos y poderosos, la “causa”
del sofista de buen corazón. A lo que él llama su antifilosofía, Badiou le
llama sofística. La distinción de Badiou entre antifilósofo y sofista es
bastante más sofisticada –valga la redundancia– que la que daba Cioran, pero
hay que ver si va mucho más allá. Cioran, sin hacer referencia a la verdad ni a
la indiferencia o no con los sufrientes del mundo, distinguía entre los que
pensaban desde el “suplicio interior” y los que pensaban “por el placer de
pensar”; claro que este otro rumano no versaba en términos de dispositivos
discursivos, protocolos o regímenes del acto, sino de meras afecciones de subjetividades
psíquicas, inspirado por una suerte de sentido común del desencanto occidental
de época. Porque a
la vista de Rorty, la filosofía no es una rama fantástica de la literatura sino
una rama anacrónica inventada por Platón y agotada hace rato. En ese sentido
los franceses siempre fueron más borgeanos, el constructivismo conceptual no
sólo inventó nuevos vocabularios, sino que no confundió literatura con habla,
obra con panfleto. Para Badiou la filosofía sigue siendo “posible”, aunque como
platonismo; para sus enemigos –como delata en su nuevo manifiesto– lo sigue
siendo como cualquier cosa: cocktail
empresarial, programa radial de trasnoche o autoayuda al dandy afterpop. La postura de Rorty es tradicional en ese sentido y
esa tradición es el pragmatismo. Tomar muy poco en serio las tradiciones
europeas y la norteamericana es bien propio de la tradición argentina, y esta
forma de sospecha sin tragedia tiene dos variantes también tradicionales: la
parodia de los literatos –sea un Borges o un Viñole–, que se desesperan de
forma siempre más o menos aparente y para la hinchada, o el pastiche oficial de
los académicos, de un ludismo bastante apático y sojuzgado por la competencia
curricular. Entre apartarse a levantar un nuevo sistema brillante lleno de
neologismos estentóreos, y ofrecerse como árbitro socrático de las masas
parlantes, hay un tercer lugar en el mundo que consiste en meterse en medio
haciendo interferencia. Un ruido. Hacer el punk pero sin vestuario.
El autor había sido generoso con Badiou en
un libro de autoría compartida llamado Batallas
Éticas. Observado como corrector de Deleuze –me acuerdo–, más tarde fue
denunciado como agente de la pornopolítica. En esta vuelta el anciano profesor
francés es tenido por un escolástico que prefiere adoctrinar a pensar. A la
velocidad de la diatriba, reseña un libro del especialista local D. Scavino,
donde según parece el monitor norteamericano es presentado sin más matices como
un agente de marketing y vitalicio de
la sociedad de consumo, que cambia el ídolo de la verdad universal por el de la
hermenéutica nihilista. El liberal burgués posmoderno –como se define a sí
mismo– es presentado como un liberal burgués posmoderno; pero vestido de
enemigo desde el punto de vista de la consabida izquierda radical,
revolucionaria e inofensiva, que se apoltrona a sueldo en la universidad
nacional. En el ghetto filosófico no
pasa algo muy distinto a lo que ocurre en el literario: unos aparecen como
campeones de la academia, otros como personeros del mercado, como si esos dos
focos de poder, del inerme poder simbólico del prestigio cultural, fueran
verdaderamente polos opuestos organizados por logísticas muy diferentes y
sostenidos por intereses antagónicos y procedencias de clase encontradas. Allá
ellos. Nuestro mediático, en defensa de la posición del mercachifle de la
conversación democrática como ultima
ratio, escupe a la impracticable y revolucionario-teorética politología de
lo inexistente, que opera por algoritmos, topología y teoría de los conjuntos
para bautizar “acontecimientos” (p. 106 y ss.).
Los editores se molestaron con la travesura histriónica de un autor que garantiza algo más de venta que sus colegas, por su propio nombre, y mucho menos de simpatía y aquiescencia por los pasillos del claustro oficial. Temieron acaso el bochorno. De ello se da cuenta en el jugoso epílogo. Contra la proposición y el concepto, contra el argumento post-positivista y contra el frangollo pragmático-deconstructivo, Abraham apela –para defender a Rorty, señores…– a la lengua de los “ubuescos” que denuncian el chantaje de la forma humana desde un mimetismo bufo del discurso; convierte a Jarry, Witoldo y Rabelais en profesores outsiders devenidos freelancers del show de la indignación. “Los escritores mencionados, mediante la parodia, el grotesco, la burla, desnudan al rey, muestran su carácter ‘ubuesco’. Si no lo hacen argumentando no es por falta de méritos, sino por hartazgo de la digresión infinita. Se autorizan a sí mismos a practicar el pecado de ‘no saber’, y ante la insistencia de explicarse a sí mismos, se van y dejan el tablado. Dejan las cosas claras por desplante. Dice Foucault: ‘el grotesco es uno de los procedimientos esenciales de la soberanía arbitraria’. Y, agregamos, una estrategia eficaz de los discípulos de Diógenes frente a las autoridades consagradas” (p. 152). Por un lado la parodia a un campo filosófico donde los lobos castrados se confunden con ovejas sementales. Pero por el otro, el pastiche sienta bien para tratar de configurar un proyecto de mezcla en el cual el prestigio viene de la apelación fundamental al aparato teórico de la rama fantástica de la gauche nietzschéenne; aunque el ejercicio, a la manera de los llamados maestros pensadores actuales, parece un socratismo del espectáculo medido por el disenso histérico-actoral.
Dice
Abraham allí que Rorty describió un dilema inoperante entre los escribidores de
filosofía: ser un aficionado a los juegos de palabras o un macho metafísico.
Derrida o Badiou (p. 88). El macho es el que cree ser viril porque enuncia
proposiciones e inferencias de un modo directo (ibidem), un señor que se odia a sí
mismo proyectado en sus contra-modelos: los mercaderes de bazar que quieren
plata y los estetas frívolos que quieren felicidad. Pero mientras Rorty los
acusa de sacerdotes ascetas, manoteando al de Sils-Maria, otros –si
amor es un pensamiento– enuncian su enamoramiento, el amor platónico –que le llaman.
Contra la “pereza intelectual”
que arenga contra toda filosofía sistemática, esta rehabilitación de una
filosofía que no es condición de sí misma sino de sus condiciones –llamadas también
su “deseo”: amor, política, poema…–, viene a mostrarse como un renacimiento de la
filosofía, por lo menos, como filosofía de Badiou. ¿Cómo será “posible” la nueva antigua filosofía, el
platonismo, fuera de la glosa explícita o no del estilo epigonal, es decir
escapando a un nuevo escolasticismo –badiuísmo, pongámosle? ¿Será sólo
operante en obediencia clara o encubierta a un nuevo gran sistema que todo lo
acoge sin trastabillar, y que apenas puede propiciar pastores evangelistas,
comentaristas ortodoxos o reformistas y heresiarcas? Son preguntas que puedo
hacer como que saco de la boca del idiota cuando deja de reír impunemente, lanzándolas
a la pluma del sofista. No sé por qué me pregunto si no habrá “sofistas” que, a
la manera de Pierre Menard, se dediquen a cultivar en su jardín, o peor a
comerciar y expandir, aquellas ideas que son las opuestas a las que
secretamente profesan, también a la manera, quién sabe, de aquellos que en
algún momento se pasaban a la dominación-opresión con la excusa de exacerbar
las contradicciones que acelerarían la historia.

