17/8/10

UNA NOVELA QUE NI COMIENZA


(De la reseña como argumento.
Sobre “Adaptarse o Pérez ser” de Cai Olagán Ruci.
Ediciones Del Trinche. Rosario. 2010)





¿Puede una novela no contar su propia trama sino otra cosa? ¿Algo tanto más insignificante, simple, literal, como la idiotez propia y ajena? Esto es básicamente lo que plantea “Adaptarse o Pérez ser”, la primera novela de Cai Olagán Ruci editada por Ediciones Del Trinche.
Y hay más: “¿Puede un pobre… [tachado
[1]] convertirse en un genio de la literatura?” anota Pérez en su Tractatus, y en otro lado su narrador ciertamente afectado se pregunta “¿Acaso alguna vez otro escritor mató a otro escritor?”
Un escritor filosófico póstumo ha dejado su inmensa obra –o quién sabe: pequeña, ¿por qué no pequeña?- esparcida en armarios, correos electrónicos de otros, weblogs a granel, ensayos ficciones poemas y artículos diseminados en publicaciones inciertas y firmados con nombres menos ciertos todavía. Y aunque tal vez no sea así, un narrador se propone... eso: narrarlo. ¿Pero narrar qué? ¿La vida, la obra, la...? ¿Y si fuera mejor transcribirla? ¿Y si sólo fuera posible convertirse en él? Entonces ya no hay ningún escritor, ni muerto ni nada, ni vivo ni nada; lo que hay es un narrador un personaje y un editor, y todavía más: un lector, envueltos en una trama inenarrable, o que, en todo caso, no encuentra quien la escriba. Y cuando ello ocurre lo primero que se pierde ¿es la identidad? ¿la ilación? ¿la gramática? ¿El lector, la obra? ¿La obra de quién?
Entre aquellas dos preguntas del comienzo de dos voces dispuestas a perder sino todo por lo menos su inasible identidad se articula la complejísima trama de esta sensacional novela, un auténtico thriller sin secuelas, por omisión, donde nadie parece moverse pero en el cual un autor un narrador un editor un personaje y un lector se ven envueltos de forma finalmente desesperada. Es el mundo, es decir mi propio lenguaje, lo que se ve amenazado, repara el narrador en un e-mail a su mujer que no forma parte del texto. ¿Y si fuera el lector el que realmente corre peligro? Sucintamente Pérez, en un despojado y simple correo electrónico, narra al editor el quid de su vida misma: “La deplorable metafísica de lo nuevo jamás fue para mí un objetivo a alcanzar”. ¿Se trata entonces de la imaginación, se trata de la inventiva, o simplemente de dar un testimonio desde el más común de los lugares, aquel al que “los superhombres y los caballeros de la fe” jamás quisieron llegar así jamás hayan existido? Cuando todo parece conducir a un inminente fin el editor le escribe al lector reclamándole su insustituible complicidad. El problema es la lengua no Pérez; Pérez podría nomás ser simplemente un personaje aunque de él solo pueda darse fe en virtud de unos simples textos que, de no mediar lector y narrador, se perderían en la honda ligereza del fragmento gravemente frívolo. De hecho ¿son esos textos documentos pertenecientes a Pérez? Estando en eso es que el narrador interviene para intentar narrar aquello que... ¿es inenarrable? ¡¿Y qué es aquello?! “Es Pérez” –se lee-. ¿Es Pérez o es la Realidad? ¿O la realidad de un narrador que in fraganti, esto es narrando, no sabe qué hacer ni cómo? Pérez –póstumo pero coleando- decide emprender un enrarecido viaje interior al mismo centro del universo para “desaparecer completamente” y allí todo se precipita: el editor, atascado entre hacer existir al libro o desaparecer él como tal se hace a la vida como si se tratase de un ultimátum, los mensajes geniales o estúpidos de Pérez lo anonadan y lo ubican en una situación terminal. Dispuesto a salir en busca de su destino no parará hasta llegar al mismo Palacio Presidencial y más todavía: a entrevistarse con Dios, que para el caso existe. En vista a tales fines deberá sortear los escollos más terribles y los más inverosímiles: desde enfrentar a la Curia Vaticana, hasta reformar los parámetros de la lógica-matemática contemporánea para hacer “posible” lo que bajo el flagrante statu quo del saber occidental sería imposible. Lo que no advierte es que al hacer que todo sea posible todo podría comenzar a suceder y sucede lo peor: la Última de las Grandes Guerras estalla y todo en la Tierra se esfuma, ya no quedan bibliotecas, ya no hay imprentas, ya no hay libros, ya no hay sentido, ¡ya no hay gente! Guarecido en las alcantarillas subterráneas de París el editor escucha una fortuita comunicación en un lenguaje insólito que milagrosamente entiende (es que todo es posible): una vinchuca dos un gorgojos y un sapiente saltamontes sin kimono finiquitan la aniquilación de la especie humana: jamás hubo en la Tierra auténticos insectos, ellos son los verdaderos extraterrestres que milenariamente se han infiltrado entre los hombres financiados por una prestigiosa universidad de su lejano planeta. En un último suspiro el editor cae en la cuenta: “Si todo es posible ¿por qué no hacer que todo vuelva a su estado inicial, o, mucho mejor, a su estado ideal?” Pero hay un problema: nada de esto importa al narrador, absorto en su propia diégesis de naderías perturbadas camino a una página más, enredado en sus propias imposibilidades, parejas a las del personaje. Después de todo jamás le interesaron las “novelas de piratas”, es decir la aventura en sí misma, sino lo que quiere la mujer e intentar de acabar con su condena: la voluntad de narrar o el mundo mismo, al que llama “mi Planeta”. Y así la desventurada pero esplendente odisea del editor se pierde rigurosa e íntegramente en lo no-dicho. O mejor dicho: en lo no escrito para siempre, en lo que es externo al texto en sí: el mismo mundo así haya ya dejado de existir.





[1] … Pero no en el original.




-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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