
(El esplín de “La Gran Fontanarrosa”)
Un día decidí convertirme en Autoexcluido Creído. Decidí hacerme perseguir y huir de la República del Saber. Y me exilié en el único exilio posible que queda en la Gran Cáscara de Nuez llamada este mundo: en mi casa. Y su zona de influencia. En mi barrio-nación: la República de la Sexta, donde no imperan Platón Deleuze Peirce Bourdieu sino De la Mata y Carlovich. Ese camino me lo trazó Macedonio Fernández, de él aprendí el “exilio en casa”, el destino de “metafísico de barrio”. Una burla autopiadosa o autoasquerosa. El barrio es un útero horroroso, una placenta de tumberos. El barrio es una forma de declararse héroe villano de una epopeya nacional: el estancamiento y el desastre, como narró Lamborghini, Sabio Negro: la Gran Épica del Desastre, ese gusto argentino por la nada moliciosa o maliciosa, medio Baudelaire. Ese “desastre” que horroriza a los cartesianos apolíneos estilo Badiou. (Los nacidos en los años 70 de la Argentina pueden saber bien como asociar proceso ontogenético con proceso de reorganización nacional, o desorganización nazianal. Cuesta abajo, la vida es un proceso de demolición dijo Scott Fitzgerald, o de desindustrialización) Porque el barrio no es un paraíso perdido, es el conurbano de lo siniestro. Home not sweet home. El barrio-obstáculo. No soy el Gordo Troilo. Siempre está llegando y yo siempre huyendo. No se trata de ser un Rousseau de barrio. Tango invertido. Don Ramón Doña Florinda y el Señor Barriga con su Megane no son más que voluntaristas del microfascismo de la vida diaria, oh San Foucault, pobres corazones. Cuando yo me vaya de aquí me iré por todas partes transformandomé.