4/12/05

De Lamborghini a Dolina

[El Pibe Oswaldito]


(El Peronismo Literario pos Marechal)




Si Macedonio es el “yrigoyenismo del lenguaje”, Lamborghini es el peronismo del lenguaje. Se trata, obvio, de un estatuto gramatológico no de un proyecto de mímesis realista. En “El tamaño de mi esperanza” Borges reclamaba la confección perentoria de una mezcla en la que se cifraría el porvenir prodigioso de la Argentina, como lenguaje y como exterioridad mensurable del lenguaje: la mezcla de Juan Manuel de Rosas y Macedonio Fernández. Nada cuesta comprobar que ello se realiza, portentosa y ejemplarmente, en el texto llamado Osvaldo Lamborghini.

Pero hay distintos peronismos a la letra. En esta época hay dos que son evidentes: el peronismo de Alejandro Dolina y el peronismo de Osvaldo Lamborghini. El primero, pese a que no se quieran dar cuenta los licenciados en letras, y tal como lo atestiguan los que organizan talleres literarios con efebos taciturnos, es una especie de nuevo patrón y medida, a lo Borges y un tramitador de Borges, para las nuevas generaciones. El segundo, contrariamente, rige solo en las facultades de letras y es el último gran monstruo difunto del mito literario nacional. El más efectivo antiborges del gusto universitario, para o pos universitario actual. El primero ya se aseguró el pase de La Urraca a Colihue y de Colihue a Planeta, todo un gesto. El segundo, célebre otrora por su clandestinidad, es publicado a título de obra completa en el nuevo siglo por Sudamericana, y “al cuidado” de César Aira, su contemporáneo albacea por la inversa, su Adolfo Obieta y el gran mostruo en vida del mito literario actual, y el que tiene su posta en mano, merced a un pase – mágico – que troca terrorismo setentista por noventismo posmo-naif. Cada uno muestra uno de los dos lados de la cultura peronista, del universo peronista: uno la versión noble y tierna del arte del engaño, el “simulacro” en el léxico borgeano, la voluntad de ilusión nischeana elevada a gesta y propaganda, lo fabuloso. El otro la violencia, la somaticidad de la barbarie, el matadero pero narrado sobre el inconciente de un rosista. Lamborghini en los setenta narra la flagrancia de una violencia en acto, y Dolina desde los ochenta narra la melancolía nostálgica por un mundo pasado y perdido, que no volverá a ocurrir, ni ocurrió. Por oposición a las anécdotas de la eternidad borgeanas, a la parca metafísica narrada, la civilización convertida en metafísica, ficticia pero pura, la barbarie: sexo y política, en el texto Lamborghini, y la mística, la añoranza del estado místico tribal en el texto dolineano. El estado de malestar en el mito de la cultura, y el mito de la cultura del estado de bienestar. El peronismo dolineano es la solitaria prosecución en estos tiempos del peronismo marechaliano. Se conmemora a veces la anécdota de cuando Leónidas Lamborghini le llevó El Fiord de su hermano a Marechal y Marechal dijo – haciendo ese alarde típico tan suyo de teoparmenidismo bocasucia a lo Tesler - : es perfecto como una esfera. Lástima que sea una esfera de mierda.
Lo que el peronismo picaflor y trovadoresco de Dolina expurga de Marechal – las deposiciones teslerianas y cierta exhuberancia rabelesiana al límite del terrorismo – es lo que Lamborghini acaparaba: la fecalidad la hibris y el terrorismo. Tadeys es el rabelesianismo bajo el efecto de una sublimación invertida – más que desublimación – que despoja de todo el ternismo fabulista marechaliano. El bi amor.


23/7/05

Jorge G. Borges, el Escritor Comprometido

[Georgie]



(García, Carlos: "Examen de la obra de Jorge Guillermo Borges" [1996])





Menester es considerar un modelo de “escritor comprometido” que nada tiene que ver con ese tan famoso de la época del sartrismo, y cuyo ejemplar más preciso es Borges; pero no Jorge Luís Borges: Jorge Guillermo Borges, su padre.
En los años sesenta, cuando Germán García reporteó a Borges y le preguntó por la leyenda de la Colonia Anarquista en Paraguay, Borges explicó que allí fueron los que fueron –Macedonio, Vedia y Muscari-, y explicó que no fue su padre, que era íntimo de aquellos otros tres, compañeros todos – salvo Vedia, creo - en la Facultad de Derecho y que también se hacía llamar anarquista, porque “estaba comprometido” con su madre Leonor Acevedo “y no iba a dejar a su novia para irse a fundar la comunidad anarquista en Paraguay”.
Por escritor comprometido se entiende, entonces, un escritor impedido, impedido como tal por una mujer, por la novia, esposado, casado, permanentemente postergado por la maritalidad: el reverso de Kafka. Borges delegó en Macedonio ciertas características que quizá eran, en realidad, las de su padre, desplazado en Macedonio. Por eso quiso excluir a éste de la escritura. La máquina célibe “Georgie” es la antítesis del escritor comprometido, más, insisto, en este sentido que en el sentido de un antisartre. Es cierto que Borges alguna vez se casó pero esto, para la biografía que le queremos imaginar, es casi un fallido; sólo una falla, e insignificativa. Menos significativo, en este sentido, que su afiliación al “partido conservador”, cerciorada en un conocido prólogo.
El ejercicio que hay que hacer es el de una trocación: donde se dice “colonia anarquista en Paraguay” se debe leer “escritura”, o lo que en este caso es lo mismo, “literatura”.
Borges, el hijo, se sabe, es el escritor prometido: comprometido familiarmente con la literatura. Un destino como tarea y delegación.
En realidad – por lo menos es lo que por ahora se supone – Macedonio escribió (toda la vida, incluso, y sólo hemos leído una porción pequeña de su escritura, ya que la mayor parte de sus permanentes cuadernos permanece aún inédita – y jamás fundó la Colonia Anarquista. En esa “fundación” no participaron ninguno de los cuatro amigos: ni Muscari, ni Molina y Vedia, ni Borges, ni Fernández. A fiarse por Borges es seguro que su padre no viajó. No es seguro que los otros tres lo hayan hecho, es bastante probable; pero no parece que hayan fundado nada. A los fines de Borges, Macedonio ha de ser un escritor sin escritura y un fundador de asentamientos ácratas en la selva.
En realidad la selva macedoniana es la “ambigua selva” que mentaba Girri, y en ella es el “fundador”, aunque efímero, irrisorio y en urgida fuga. No es casual que uno de los temas literarios preferidos de Macedonio fuera el del “mosquito”, un estorbo capital a la hora de fundar. Para Borges, fundó y rajó. Como cualquiera sabe, la relación entre el lector y el autor es la de una comunidad anarquista, y el texto es simplemente Paraguay. Se ve entonces el lugar genético en Borges de la fundación utopista chaqueña: cardinal para la concreción de Borges en obra completa y escritor per se, donde es necesaria una abstinencia paterna y una realización sustitutoria del maestro socrático.
Luego Macedonio se casó con la Evita Perón de la literatura argentina: Elena de Obieta (“evita perón” es la máxima de la escritura y literatura en Macedonio; significa – en griego ibérico - : abstiénete del límite)
[1]
. Luego enviudó, y ahí dejó de ser un tal doctor Fernández del Mazo, que garabateaba un diario fisiológico en carpetas y publicaba de lustro en lustro algún artículo o poema en diarios y revistas, y se empezó a convertir en “Macedonio”. Desde Borges se debe sopesar que la viudez es un celibato mermado. Lo esencial en la escritura es la “Eterna” –sinécdoque de Elena–, y en la literatura: la Colonia Anarquista del Paraguay. Sobre la ausencia fáctica de la primera Macedonio escribe y sobre la ausencia fáctica de la segunda Borges fabrica literatura. Borges empezó y terminó en Europa. Macedonio para Borges es el exilio de Europa. Macedonio es el escritor “que nunca viajó a Europa” – entidad imaginaria fenomenológicamente inexistente -. La frontera se cruza macedonianamente en la grama; con el cuerpo basta un Viaje Mínimo al exterior – minimalismo de romería exilista parejo al de su “Estado” -, apenas un mítico paseo por el Uruguay y el Paraguay, que en Macedonio son el Texto, Hogar de la Inexistencia. En ese viaje del que no queda “Atlas” ninguno, en su omisión paterna y en su ambigua realización matémica, hay que pensar la obra borgeana, ni comprometida ni casada ni nada, erigida sobre las cenizas de la novela incinerada de su padre (“Hacia la Nada”) y sustituyendo a la que fue el sueño de Vedia (“Hacia la Vida Intensa”), anunciada por Macedonio Fernández como “Hacia la Nada Intensa”.
Lo que es lo mismo que decir que la obra de Borges –históricamente ulterior – es, empero, el preámbulo necesario para leer la nada intensa de la de Macedonio Fernández.






[1] Al contrario, su máxima estoica del “vivir” es: Evita, vive.

16/6/05

La Era Aira




1


El escritor menemista




Observo el título. Está ahí arriba. Lo miro. El lector lo mira. Podría esperar algo que no le daré. Le aviso de entrada. Soy un efectista de la frustración. Soy un genio para los títulos, decía mi tía. Un provocador, un efectista. Provoco un efecto frustrante en el lector; pero de una manera tan rauda (no soy aireano, o airaiano -sólo soy ariano-), que me deja flotando en un aire de generosidad; soy un escritor malo; pero el lector me dura poco. Es compasión mía, no carencia de talento. Lo frustro, pero se cura rápido. No tengo género, genero frustraciones perentorias; por eso, como escritor malo, soy empero, generoso, no maldito. El demoño no son los otros; el de moño, vendido por los marianos grondonas como el escritor menemista, nunca fue tal. Fue un fraude asis de grande. Asís nunca fue el escritor menemista; el escritor menemista fue Aira. Asís se quedó en los setenta, se quedó peronista. Fue un vocero de la derecha libertina y grotesca, un moralista del uno a uno, un catequista del cretinismo oligopolista, un panicirquista; como escritor: ¿a quién le interesó?

Los “noventa” son de Aira. Son la era Aira. La oposición piglista no ha pasado de un destino Chacho Álvarez. Hablo de literatura, no de góndolas librescas del Carrefour, se entiende ¿no?

La historia a Aira le vino como anillo al dedo. Bi bi bi. En su fuga para adelante, sus críticos somos el coyote, y sus lectores hacemos zapping buscando otra tragedia, acaso la de Silvestre y Speedy González.

Y ándale y ándale y ándale.




2

El editor kirchnerista



Si sus libros aburren o divierten, si están bien o mal escritos, rápida o lentamente, en fin, si uno es pésimo, otro mediocre, otro genial, otro, en fin, eso qué importa. El atractivo de Aira es Aira. Aira es – “tengo para mí”, hay que hablar así -, Aira es su teoría. Su montaje, su montaje biobibliológico. Hay que agradecer que todavía haya autores que susciten una pequeña histeria masiva más allá de la llanura masmediática de los best sellers y más allá de las modas fugaces y pasionales de la prolongada adolescencia de la lectura. Es cierto que el país siempre estará lleno de pequeños autores geniales que jamás serán leídos ni por sus amigos; pero no por eso hay que recelar demasiado de los que han tenido la astucia y la suerte (suponiendo que el talento y el genio sean sólo dos conductores de aquellas circunstancias, o bien no teniéndolos en cuenta) de componer un canon o acomodarlo a sus inclinaciones. Seguramente éste no sea un país agradecido de sus Kafkas; pero no por eso… “Para mí” – hay que… hablar… así -, para mí la gracia de Aira, primero que nada, personalmente, está en su puesta en escena (en general, nunca es de otro modo), en sus – hay que decirlo… - micropolíticas en el campito de batallas de la literatura. A mí me gustan los escritores demasiado evidentemente buenos (ejemplo-Borges), o los extraordinariamente malos (Macedonio-Lamborghini como modelos superlativos); por eso Aira, que no juega ni en uno ni en otro, se me escapa un poco y me pesa y fatiga varias veces. Me gustan los patovicas de la erudición y los perforadores de profusas profundidades filosóficas, los extremistas en el desierto, los graciosos, los obtusos, o los escritores muy menores, muy de barrio, con faltas de ortografía, de lectura, y de oportunismo mercantil. Pero Aira no encaja en esos gustos de la primera persona de este texto; quizá es excesivamente sutil para un lector así. El peligro del que hay que rajar, al menos un poco, es el de la airaización generalizada que promueven demasiados agentes culturales, de operadores de prensa a trashumantes mezzo-lúmpenes de las carreras de letras o tallercitos. Da la sensación de que en general los pichones avisados de escritores con cierto afán de algún prestigio, de algún lector no póstumo afuera de la familia, están demasiado condenados, conminados- habiendo caído en desgracia, víctimas de mala y taimada prensa entre los capos di tutti, modelos ya usados como Borges, Piglia, Lamborghini, Macedonio, Cortázar, Saer -, a la airaización ambiente. Lamentable, la literatura está siempre escasamente en manos de los escritores, y por más que desde hace ya muchos años se haya querido hacer escribir al “Editor”, los editores -dijo uno de los capos de la casta del saber y de la lengua citados (que en paz canónica descansa)- “nunca entienden nada”. Ojalá el azar ilumine a los editores que estén editando mañana. Como quien dijo. Y salgamos airosos de Aira.

Y que conste que esto es un elogio.


1/5/05

El Artista Nacional




Este Sabina no dice nada desconocido cuando lo define como una mezcla de Gardel y Chaplin, lo que más que nada denota una facha, evidente y acaso adrede en la época de Clics modernos a Piano bar. En el chaplinismo esquizo y tangueado, con algo de Inodoro Pereyra, Carlitos Alberto es un derivado de Macedonio, no ya un pariente de Alejandra: más dadá, pero no menos cómico. Un dadaísmo tragicómico, argento. Además, así como Macedonio fue un anciano prodigio, que apareció después de los cincuenta años y dejó a los veinteañeros contemporáneos sorprendidos, garabateando en el siglo XIX, así C. A. García se hace punky cumpliendo los cincuenta, después de una década de jipismo y otra de adelantado y adaptador del pop: ancien terrible.

Otro macedonismo de García: “faltar personalmente”, una expectativa que mantiene su ocasional arte de la ausencia, un modo de ocurrir también por omisión al que nos atenemos incluso con gozo los que alguna que otra vez vamos a sus conciertos, que muy pocas veces son tales. Depara el desastre y la maravilla, y la maravilla del desastre sobre todo.

Nadie se acuerda de que en el 88 ganó un premio de una asociación de críticos de Nueva York por su papel de enfermero en la película Lo que vendrá, donde formaba un triedro llamativo con Soto y Leyrado. Es decir, haciendo de sí mismo –como pasa con la mayoría de los grandes actores conocidos, sean Luppi, Lito Cruz o su amigo De Niro, que cuanto más se parecen a sus reportajes, mejor terminan componiendo el personaje. Enfermero, no aviador –o aviador aviado–. Quien, sin haber tenido noticias de Moreno como músico y patriota rioplatense del rocanrol, háyase topado con ese actor mudo de cine, me imagino que habrá quedado maravillado viendo inauguralmente a un Charlot new age de tal naturaleza. Dice: “los músicos pasan y los artistas quedan”. Su arte pasa, pasa cada vez más por afuera de los discos y los temas: está en un modo de aparecer. El tipo es una puesta en escena, artista sin arte: aparecer es ser y ser arte. Vanguardia hecha lata pop, pero un pop tan tango, tan europeo del s. XIX –es el tango sin tango, el tango sin intención–. Y tan con “una historia de dolor” (dice, dijo, su otro, Spinetta), tan Balada de la cárcel de Reading. Se da el lujo de ser estrella de rock, artista clásico, performer de vanguardia y poseur posmoderno, sin dejar de seguir siendo un fan de provincia: es el más cholulo de todos y el que menos oculta su vocación de afano, Influencias y admiraciones devotas. A diferencia de otros campeones de nuestro silencio elocuente llamado “rock nacional” (¿oxímoron?), sus plagios son a la vista, evidentes, justamente porque no plagia al común, ni abunda en temas de ferretería, de esos que son la individualización de una especie –en el sentido en que se dice que cada tigre es el tigre y cada blues el blues. Pasó de la mezcla Simon Garfunkel-Maria Elena Walsh (siempre es justo: “Sinfonías para adolescentes”) al mejoramiento de Génesis que era La Máquina, y de ahí al engendro Serú Girán, monstruo de cuatro patas que iban cada una para cada lado: una cuadrada y yanquimente roquera, otra yasmodernera y otra profesora de piano clásica (a lo que hay que añadir a uno de los pocos bateristas del mundo con un sonido o estilo propio), cosa que no sucederá más en un mundo donde todos los instrumentistas parecen cada vez más venir de una misma escuela. Parece que después reinventó el rock argentino con sus propios discos, sacando de la galera al hijo Pito Fáez (en su más atractiva versión, hoy extraviada en megalomanías de pastiche beat sinfónico), formateando a GIT, a los marechalianos Abuelos de la Nada, Los Twist, las chicas Cantilo y Lizarazu, etcétera, etcétera (“los 80” son un invento de Charly), con la lata de Iturry atrás (que inventó un modo criollo de hacer sonar la batería ya perdido), para acto siguiente dejar el popismo en los 90 con un “rocanrol-yo”, mezcolanza de rock básico con collages experimentales e incidentes de estudio. Pasa el quía sin empacho por todo y todos, los recrea, los corrige, los adapta a su charlidad (porque en todas esas mudanzas, a lo largo de 35 años suena siempre algo que intacto perdura), todo lo absorbe, lo digiere, lo mezcla, lo excreta, lo rehace haciéndolo Charly, sin callar sus admiraciones, siempre elevando el techo de algún enano gigante, sean Richards, Marilyn Manson o Montoto. Gestos de humildad de un sensacional pedante. Genio, rey y tonto, imaginario y no, atribulado sin mocasín y hedonista patético. En los principios de los 80 puto, ahora pederasta. Aberrante y angelical siempre. Maldito con ternura. Hombre con dios y sin dios. Su intervención política, que lo mantiene en el candelero, en la boca del periodismo y las viejas de verdulería, disrupción automática, ejemplo por la arbitrariedad contra la incansable hipocresía de los honnêtes hommes de la argentinísima buena voluntad declamante. Contra la liturgia progresista a lo Su Santidad León Gieco de Calcuta (que parece que encarna la Idea de Bien del platonismo de la izquierda emocional argentina), la camaradería de un día con Menem (¿Cómo? ¿Quiénes lo habían votado? ¿El Diablo, los Milicos?), para que la bonhomía de los portadores impolutos de la bondad y la verdad progre se golpee la cabeza contra la pared. Contra el sollozo eterno incurable, infinito de películas y efemérides de los Ángeles de la Historia, los muñecos arrojados al Río de la Plata (¡ah, eso es la tragedia, la piedad por la crueldad!) (…me hace acordar a que Borges, cuando tenía unos veintialgo, le había querido poner, a la revista después llamada Proa, y contra la voluntad de todos sus amigos, el nombre “Inquisición”). La vanguardia es así: ejemplo sin prédica y prédica sin ejemplo. Demoliendo hoteles más allá del bien y del mal y drogándose sin sol a la vera de la misma vereda del sol de las campañas antidroga de los narcos.


Quizabobo, intelectualoide


29/4/05

El Roquero Argentino y la Tradición

                                                                                                          a Luciano Coniglio 



En estas pampas de chiste, el narcisismo obligatorio y profesional de la rock star norteamericana se tolera más bien en foro privado, y cuando se permite al aire libre suena mal, gratuito. No en el caso de Charly, que es “Gardel”, que es “Dios”, que es “lo más”. Ni se le hubiera ocurrido a ningún beatle posar así, aunque dijeron que eran más famosos que Cristo: ni al simpático profesional McCartney, ni al profeta Lennon, menos al primitivo Ringo o al abstraído pop hinduista de Harrison. Gardel era una joya de cartón, pero era una persona humilde. Se limitaba a sonreír. Aparecía sonriendo. Siempre. Una de las frases inquietantes de Charly reza por vos que sonreír es como desaparecer (o al vesre). Pero este narcisismo programático más bien deriva de donde vinieron las partituras, los contrapuntos que una anticuada profesora de piano disponía ante un niñito de clase media bien, alta, culta y porteña, en alguna habitación de un departamento horizontal. Un Mozart, el infante terrible y precoz, en salsa Hollywood, el de Amadeus, esa película en la que García se sueña. Del sentido de la pérdida, no a la pérdida del sentido sino a la pérdida de la pérdida –que decía el Lamborghini Malo–, el pase de Sui Generis a Say No More, como de los coqueteos melanco de la infancia con la muerte y el silencio de Pizarnik, a la polígrafa Hilda. Alejandra en el país, inocencia un poco lúbrica. Hay un algo de Alice in Wonderland siempre en García Lange Moreno (aunque ya no quede bien citar literatura en letras roqueras), solitaria megaestrella del pago y a quien se concesiona una inmunidad de la que sólo gozan Diego y los diputados, o los niños, por la cual puede perpetrar sus happenings chaplinescos en la neuropatológica vida cotidiana. Chaplinismo maldito o terno-punk: un Oscar Wilde fusionado con Keith Richard, que diose a conjugar Bowie, Stone, Prince, etcétera, con Chopin, Beethoven, Debussy o Satie. Ahora, además de querer hacer un rock incidental en estudio, propone una estética (y una ética) del incidente en vivo (así como una preceptiva del fallido esperado, aplicado). En vivo, donde uno, en el peor de los casos, va a ver qué quilombo se arma, y en el mejor, a oír cómo arregló los temas previamente, pero sobre todo cómo los va a arreglar, o intervenir, sobre la marcha. Música popular incidental [sic], vuelta inmediatamente escena, comedia de la crueldad que avanza por sobre los tablados y redunda en incidente policial. La diferencia que hay entre Carlitos y la mayoría de los roqueros autóctonos, o la mayoría de las megaestrellas anglos, es de clase: este es un señorito. El quinto beatle porteño es mucho menos proletario que los cuatro de Liverpool, que también aprendieron música antes de que el rock existiera (una gracia perdida que suele añorarse en los músicos actuales); pero a los ponchazos. Por seguir diciendo pavadas, es un moderno: trae al rock temas y asuntos de la modernidad, como el prodigio y el genio. Nadie diría que Jagger es un genio, por lo menos en el sentido en que se dice que Charly lo es, un heredero posmoplebemediático de Chopin. Lennon suena a Lenin, Morrison a Rimbaud; Hendrix podría haber sido un saxofonista borracho del hot. Salvo el nombre de uno de los más lindos discos, Spinetta no tiene nada de Artaud (tampoco Deleuze, llegado el caso), sino de Eluard, y García no tiene nada de surrealista sino de Wilde o Carroll: era un hippie del siglo XIX (ahora macedoniano punk posdesimonónico). ¿Es o se hace? Tema nacional, una genialidad en bruto y en estado conjetural –Fernández del Mazo se hacía llamar en sus papeles “Quizagenio”. Cansados de la aburrida moralina underground y sus atómicos y sectarios socialismos, nosotros queremos un poco de torre de marfil en nuestro tango cuatro por cuatro. ¡Viva Charly aunque yo perezca! (Y bueno, si se quiere matar que se mate, cosa de él. Lo lloraremos en casa.)


1/3/05

La Verdad sobre "La Balsa"






En el baño de “La Perla” de Once, en 1929, Macedonio y Borges, con el coro de los hermanos Dabove (uno de ellos autor del fraseo para violín) compusieron en la guitarra de aquél el tema “La balsa” para contrarrestar una serie de efectos perniciosos que atribuían a una canción que era todavía la moda en aquella época: “La cumparsita”, cuya melodía, decían, los inducía al suicidio o al nirvana, o al suicidio (“cósmico”) del nirvana[1].

Previsores, incluso con cierto alivio, de la inminencia de la caída de Yrigoyen, “la balsa” fue para ellos una alegoría de la evasividad que les tocaría en suerte en el inmediato futuro, y una torre de marfil precaria y flotante.

Nunca se supo bien quién fue el verdadero autor. Macedonio no, pero Borges abandonaría el beat prontamente y escribiría años después en “Sur” un alegato en contra de la “música progresiva” (“el ruido” la llamó) que ellos aquella noche inventaron para abolir por un rato al tango y condenaron ipso facto al ocultamiento por décadas.

El papel con la letra y la partitura fue dejado en una lata de galletitas luego usada –según fuentes no oficiales- como tacho para las toallitas femeninas en el baño de mujeres (dicen que Macedonio solía dejar disimuladamente grafitis ultraístas, papelitos con poemas epitalámicos, jaboncitos que ensucian y otros chascos en ese baño…).

Unos cuarenta años después dos jóvenes artistas encontraron por raro azar esos papeles y dieron a conocer la canción, registrada en un disco bajo la autoría de ambos, aunque nunca se supo cuál de los dos la encontró realmente.




Muchos no pueden creer que Borges le haya cantado en su adolescencia a la revolución de octubre del 17 (Marechal lo invirtió en “17 de octubre”…) y menos son los que creen que haya escrito un verso que reza “Estoy muy solo y triste acá en este mundo de mierda”; pero como podría haber dicho el mismo Macedonio, uno cree que no cree.

El destino de los dos jóvenes expropiadores fue singular. Uno se convirtió al tango, y el otro, probable nominalista que hacíase llamar “Tango”, se arrojó debajo de un tren al oír repentinamente los primeros compases de “La cumparsita” tocados por un violinista callejero escapado del Borda que decía haberse peleado en una esquina con Antonin Artaud.

Vive y deja morir.







[1] Lita de Lazari, “Precursores rioplatenses de Kurt Cobain” en “El alsinismo ayoico”.



-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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Un idiota que reclama que le sea reconocido un saber...