
Vega querido:
“Ne pleurez pas en public”. La escritura es la mujer, es la muerte, etcétera. Se
ha dicho. Suplente del habla, lengua del ausente, etcétera. El que escribe no
está, porque en el empeño por traer con la escritura lo que falta o lo ausente
o lo imposible, se borra en lo inestante y el objeto se hace la escritura
misma, lo que está. Cuando el solipsista escribe deja de serlo. La solipsista,
la escritura, absorbe al escribiente y a la escrita. Unida, pero llenando un
vacío con otro vacío. El que escribe va leyendo, escribe para leerse porque
escritura y lectura son lo mismo: diferencia en acto. La excusa de Ricardo
Zelarayán es irrefutable y bienvenida: “escribo
lo que quiero leer”. Basta uno para haber un mercado, es probable que
Héctor Libertella haya querido enseñar eso. Lo que se conoce como literatura
incluye en su concepto lo que se conoce como mercado, donde su sistema de
valores y mercancías no se articulan necesariamente en la medida monetaria.
Escribir para leerse, bien. Pero ¿publicar?
El medio editorial argentino trae hordas
de escritores que hablan de “lo nuevo”, otros del “presente”, y otros que dicen
que la literatura es un tiempo que pasó y que los escritores están todos
muertos. Repiten lo nuevo, retrasan el presente, se ponen la ropa que el occiso
dejó, recauchutada. Como se ve, son dos los anacronismos básicos: los que están
de moda, y los que no. C. Aira escribe: “La literatura ha muerto y yo soy la prueba
viviente. Mi contexto ya pasó”. S. Llach escribe: “Los
escritores están todos muertos. La literatura es cosa del pasado. Quien
entienda ese hecho social, entenderá mejor la época. La literatura ya no existe
más, sólo existen la escritura y la lectura masiva en Internet”.
J. Terranova escribe: “Yo busco eso, que
en verdad es una reescritura de una frase de Hegel: hay que animarse a ser
contemporáneo de uno mismo. La sola existencia en un entramado social no
determina que uno sea contemporáneo de uno mismo”. O. Coelho escribe: “el lector todavía sigue regido por una autonomía temporal y una historia privada que forma su gusto, y que probablemente acuda a un libro no para encontrar retazos de lenguajes mediáticos y actuales, sino para desalienarse de ese imaginario público y pasar a una dimensión en que las palabras significan y resuenan de modo diferente”. D. Tabarovsky escribe: “en el arte es
imposible llegar tarde”. Alberto Girri escribió: “Sólo se es en profundidad contemporáneo al sumergirse en la
contemporaneidad con la distancia del anacronismo”.
Se sabe bien que el (¡aj!) “sistema
literario argentino” –una entidad quimérica que viene a ser la cruza del
“Odradek” de Kafka con el “Aparato de Duhalde”– tiene el culo atravesado por un koan introducido por Osvaldo Lamborgini. Éste habla de publicar sin
escribir. Es cierto que si uno mismo ya es su propio mercado, escribir ya viene
a ser publicar. La pantalla del Word puede ser el ejemplar escenario de esta
epifanía. Todo usuario de Word, como mínimo, ya publica para sí e incluso sin
necesidad de ninguna preexistencia manuscrita. El e-mail –lo que en nuestra
protohistoria llamábamos carta– viene a ser el segundo grado en todo esto, la segunda
expresión mínima de un mercado, el límite inferior de un público. La literatura
de hecho suele entenderse como un sistema epistolar desquiciado, descabezado,
al garete, donde la misiva no se sabe bien de quién viene ni a quién va
dirigida, ni de dónde o cuándo. A todo esto, mucho más ajustado que evocar que
“con el número dos nace la pena”, es
no olvidar que “todo va bien, hasta que
llegan los lectores”.
En los confines perdidosos del mundo no
importa que los templarios del objetivismo hayan perseverado por años para
condenar al arcón de los recuerdos al viejo neobarroco que combatía al
neorromanticismo, y sus obedientes hijos parricidas estén agregando otro post
al post-objetivismo. La fórmula de Gilles Deleuze era: “un enunciado es literario cuando lo asume un célibe que se adelanta a
las condiciones colectivas de enunciación”. Se conoce el caso de Hölderlin,
un autor de la antigüedad clásica que sin embargo escribió en el siglo XVIII;
pero sólo fue leído en el XX. En el caso de aquel autor borgeano ubicado en un
cuento del Jardín de los Senderos que se
Bifurcan, es probable que haya resultado innecesario aplicar el adagio de
Zelarayán: aquello que hubiere querido leer, podría no haberlo escrito. Pierre
Menard a lo mejor aceptaba que uno es su circunstancia, esa premisa de Borges.
Pero igual era el autor del Quijote.
El anacronismo deliberado –de hecho– es una técnica. El automático, una pasión. Se nace, y
el mundo es nuevo. En él, en el mundo, pleonasmo o paradoja, siempre habrá
algún lugar para un nuevo neorromántico.
“L'amour ne se confond pas avec la poésie.”