
Yo tenía un profesor
–pongamos el Profesor Pirulo– que nos convidaba cocaína (pongamos primero) y
después nos la vendía (sería el segundo paso). Como se ve, era un buen
profesor. Tenía otros gestos buenos, incluso. Organizaba happenings y vernissages
en su casa de cuando en cuando. Parece ser que derivaban en orgías, pero yo
trataba de irme siempre antes, porque era todo ida y vuelta (cooperativismo).
Este profesor también pintaba y tenía en su casa un cuadro enorme con el busto
de David Viñas, que era un autor que uno por entonces leía con cierta gracia y
estupor (hoy ni a lo recién horneado puedo leerlo así). Con el profesor
tomábamos clases en un curso libre de filosofía en la literatura argentina, o
algo así, y nos contaba de vez en cuando anécdotas del tiempo homérico en que
Viñas daba clases en Rosario: exabruptos metodológicos-cognoscitivos, eyaculaciones
pedagógicas, cosas por el estilo. Uno encontraba en David Viñas una forma de
trompada directa a la pubertad de la lectura: los Borges, los Sabato, los
Cortázar. Sus novelas no pasaban el nivel del realismo patinado de amarillo,
pero Literatura Argentina y Realidad
Política era libro cabecera en tiempos de acefalía, libro almohada en la
vida insomne. Nada que ver con la cara de viejito tierno y funcionario afable
de Jitrik, ni con el mariconaje rococó de Nicolás Rosa. Viñas permitía leerse
como continuación del gimnasio. Como traspolación de los puñetazos de sábado a
la noche al patio de Humanidades. Todo se trataba en Viñas de poner el cuerpo y
dar la cara, acusar a Borges de ángel cultural, a Macedonio de querer pasar
desapercibido, a Cortázar de cobarde refugiado en París, a Girondo de
adolescente de por vida, a Sabato de todo lo posible. Le perdonaba la vida a
Arlt con reservas (y eso que él y sus camaradas se agarraron del escritor
austro-húngaro toda su vida) y era curiosamente condescendiente con Marechal,
al que casi no trataba. Daba toda la sensación de que este hombre tenía una
fascinación con la llamada Generación del 80, con aquellos señores, aquellos
grandes hombres, espadachines, de a caballo, estatuarios, milicos, gentlemen, a los que sin embargo
denunciaba metodológico-visceralmente. Poner o sacar el “cuerpo”, ser o no ser
“cojido”, en eso se dirimía la literatura nacional: la “metáfora de la violación”. Que era uno de los mutantes dispares que
dejó el intento de ser Sartre en la Argentina, no dice nada. Alguna vez Horacio
González escribió que Viñas era un duelista; cierto. Es cierto. Apenas pasaba
de ser un dialéctico del duelismo en su entonación de mandamás desarmado, o en
algún cross en la mandíbula a poetas
(Murena –creo–, un ejemplo). No diré que era un Napoleón en Santa
Elena, pero era un caudillo encarcelado en una celda lindera con
-¿Qué era Viñas? (¿ya lo daba por muerto?) ¿Ustedes creían que era marxista?...
No me acuerdo cómo terminó todo; pero todo
terminó. La muerte no es triste. El género de las necrológicas, sí. A punta de
pistola lo encaré.