
¿Qué podría estar haciendo por estos días Perón si pudiese estar
haciendo algo? Una hipótesis de respuesta se encuentra en Norep, folletín virtual devenido novela y ejercicio especulativo y
literario de Omar Genovese, que postula, como los platónicos y demás creyentes
y en fin casi todo el mundo, la vida después de la vida, que no es ningún disco
de Pito Fáez. Perón está en el Infierno, para variar, conspirando; pero su
nuevo complot tiene la eficacia de lo irrisorio, ya no la del pragmatismo a la
criolla. El entrañable anarco-fascismo continúa: aunque ya no funciona.
La temporalidad de este
Infierno es horrorosa como la generosidad pródiga de la memoria: a su lado allí
abajo The First Worker,
No ser peronista es una forma
del optimismo universal parecida a la misantropía, una aspiración noble, que se
arrulla en esos rincones donde se evaporan visos y todo se ve entre la santidad
y la abyección. El peronismo no es un campo óntico: es la fuente ontológica
misma. El otro polo de una de las máximas políticas de la literatura patria
–“nunca seré vandorista”– es el anarquismo conservador, contra el cual en
cierta probable forma aquel sistema que la contenía se irguió. Fue otra forma
más de traicionar a Macedonio Fernández con Lugones –los dos maestros
esquizofrénicos (cada uno a su modo dispar) de Borges–, que hizo honor a una
verdad general aceptable en cualquier foro: que en la Argentina el liberalismo
(Fernández respondía, a su manera periférica y outsider, a la tradición anglosajona del anarquismo liberal) es –o
se convierte inmediatamente en– conservadurismo liso y llano. (Lamborghini
barajó todas las variantes posibles dentro de la paradoja y la traición:
peronismo sin Vandor, vandorismo sin Perón, etc.) Como respondiendo a esa vaga
–haragana– utopía de paz perpetua en Borges, debería convenir sentar que ser
anarquista es algo que con toda improbabilidad alguna vez se pueda merecer.
Norep pone en acto ese gusto
arltiano por invocar a los grandes psicópatas ecuménico-seculares, pero bajo la
algarabía de los escenarios rabelesianos en la onda Marechal, aunque su sintaxis
–que va del anacronismo acunado por la parodia al “realismo delirante”
comedido– hace otro tipo de convocatorias. Se trata de una sátira con una
presumible moraleja: no hay regreso de los muertos vivos.
“¿Por qué encerrar a los muertos si no pueden volver a la vida?”
Evidentemente el infierno
norepiano figura el fracaso cabal del principio aristotélico que Hegel versionó
a su manera, pero Perón plagió con su firma: la concordantia verdad-realidad: “el
tema fundamental es que en lo profundo del sistema avérnico carecemos de medios
de producción. Lo único que producimos es lenguaje”. El peor damnificado de
ese Tártaro a imagen y semejanza del mundo y de la episteme actuales es un
faltante en la novela: Karl Marx.
¿Qué otra cosa puede hacer el
presidente que ya fue en tal estado de situación?: escribe. Como evocando
aquella ya demasiado famosa cláusula de Deleuze en su opúsculo sobre Kafka:
muerto se desvive por restituir su “Masa Acrítica”, entre nopodermiento (p.30)
e impensamiento (passim), entre el
solipsismo maníaco (p.68) y la locura melancólica (p.77), ante la falta de
Pueblo y un detalle interesante que se suma a este infierno enteramente
realista: la desahuciada imposibilidad de ganarse un enemigo (p.70). “La venganza, General, es imposible”, le
dice el Brujo.
En cuanto a la montura formal
de Norep, dejar llegado el caso que
la gente se remita a las observaciones de Nielsen, que componen un ejemplo del
género, rico en los parvularios, de Te voy a explicar cómo debiste escribir tu libro… Aunque el crítico pueda
tener –eventualmente– tantas razones como las que hay para mandar a nuestro
Líder al Abismo.
Honor y gratitud a Genovese
(que manda a los pibes al psicólogo y luego los pone a escribir prólogos… ¡!).