
Jorge Corbani es un muchacho algo desquiciado aunque experto en
socializarse (o en hacer el intento). Aquejado como casi todo el mundo en este
mundo por un cierto bovarismo que “en su
corazón crece incansablemente por siempre como una pitón…”, decide ofrecer
su vida a su propia mitomanía. Lo asume a los 12 años: “viviré mi vida para contarla… Y será en una novela…”. Jorge Corbani
decide emprender entonces una “vida de novela” en un mundo anacrónico, o mejor
dicho: es un anacrónico en un mundo flagrante. Demasiado real y que lo deja
rezagado como a un Aquiles zenoniano. Jorge Corbani no tiene ningún talento
específico, es el hijo de un empleado insignificante de cultura a duras penas
media y de una costurera retirada por invalidez. Es un joven aplicado pero chato,
educado por padres anticuados y burlado por sus amigos de la escuela por la
excesiva atención que su madre pone en él (al que viste hasta los 18 años como
a un niño), por su propia ridiculez, y por la doble ridiculez que suma la
disparatada idea que él mismo tiene de sí. Contra toda adversidad, Jorge
Corbani buscará la aventura en un mundo donde parece estar agotado todo el stock, para colmo en una ciudad medio
pelo que, como dice uno de los personajes, “vive
a imagen y semejanza de Buenos Aires, con la salvedad que da la escala 1:10”,
donde “la gente vive como en la Capital
como si no pasara nada, porque de hecho: ¡no pasa nada!”… Jorge Corbani
vive en La Capital de la Nada –así se
llama su ciudad natal en la novela– craneando las 24 horas cómo conquistar el
mundo, sin jamás llegar a conquistar a nadie ni a nada ni en esa misma Nada
capital. “¿No hubiese sido mejor escribir
primero la novela y luego vivirla?” –se pregunta melancólicamente–. “¿No
debí haber optado por la imaginación, por la invención?... Escribir algo
decente y vivir la vida que pueda vivir”… Pero Jorge Corbani desconoce
aquello que asentó Oscar Wilde, que decía que la verdad es un invento de los hombres que no tienen imaginación y
además no existe. No tiene, en efecto, imaginación, pero tampoco la menor
capacidad para discernir qué es verdadero y qué no, en caso de que una verdad
exista. La imagen que se ha hecho de sí es su verdadera obra de arte inventiva,
una comedia bípeda que lo ha convertido de antemano en un autor cómico inédito.
O peor: ágrafo. Un performer de su
desgracia. Entre contar y vivir o vivir y contar, Jorge Corbani avanza. Como
cangrejo. Vive lo que no cuenta, cuenta lo que no vive. Su novela y su vida se
atascan por efecto mutuo, pero Jorge Corbani no se da cuenta. No ha escrito más
que veinte páginas (por otra parte horrendas), pero lleva borradas centenas. Se
presenta al mundo como escritor y aventurero, pensador hedonista, filósofo dandy, diletante y erudito, como un bon vivant que intenta hacer de cada
pálido levante de fin de semana de chicas desesperadas por un hombre con auto,
un capítulo de 70 páginas en tamaño 8 de fuente. Un terrible accidente
automovilístico en la infancia le desfigura su cara, y a base de repetidos
juicios a sus victimarios logra amasar una modesta fortuna con la que pretende
cimentar su nombradía de Odiseo a la Casanova. Avanzada la tecnología lo
suficiente, el último de sus cirujanos, al que visita a riesgo de todo su
capital en un sanatorio exclusivo de Los Ángeles, logra injertarle un símil de
la cara de Guillermo Andino en sus años mozos –una técnica novísima que
comienza a experimentarse en él– y aprovechando la
volada, trueca su pene estándar por una réplica del miembro del porn star español Nacho Vidal. Jorge
Corbani recibe una iluminación definitiva y vuelve a la Capital de la Nada
reconvertido en stripper y taxi boy “exclusivo de señoritas” (conserva cierto pudor): lo espera una vida
admirable, la envidia de los hombres que lo burlaron, el deseo de las mujeres
que lo rechazaron, la trama de La Gran Novela Autobiográfica. Pero como contó
alguien alguna vez, sólo existen en esta viña del señor las autobiografías
contadas por otros.