Artículo escrito como colaboración
a la revista literaria “La Pija que Habla”

Omar
Viñole puede venir a leerse con la muda voz de un terco y persistente moralista
cínico-picaresco, aparentado con el cuentapropismo nietzscheano de café, el
universal y clandestino cristianismo del desprecio, y el acriollado alegato
crónico del dadaísmo-showman. En
algo, en alguna intersección, parece tocar alguna cuerda que llega a
Discepolín, o para el caso, a la moral privada genérica de la clase media
argentina de cuna inmigratoria, versionada por un self made man de la vida y las letras, parresiastés clasemediero,
guaso ilustrado y distinguido.
Pero es un cínico, un aristócrata con
olor, un señor estragado por la punibilidad de la desublimación, lo sucio y lo
feo.
Llama la atención su sintaxis. Llama más
la atención sabiendo que es un escritor de los años 30, porque más parece –en
algunas y ciertas cosas– una sintaxis contemporánea. Sobre todo por la
velocidad y el desapego a las formas de construcción que se estiman más o menos
correctas o decorosas. Hace que se
piense en un tipeador velocista.
Uno puede creerlo, si lo lee suelto de
referencias, uno de esos escritores sin público de estas fechas, un bloguero de
esos de pocos seguidores, de esos que sobreviven fuera del canon sui generis de la blogosfera literaria made in Buenos Aires, sentado a escribir
en una jerga prerroquera, lenguaraz y blasfema pero anacrónica.
Pero Viñole no escribe ahora. Escribió
hace más de medio siglo, o casi un siglo.
Suena a ya aunque suena a bruto.
Bruto en el sentido de todo aquello que se
organiza con desconocimiento o desatención, mejor dicho ajeno, al elemento
sintáctico, léxico, temático, estructurado para reflejar los árboles
genealógicos de influencias en boga, como si alguien pudiera escribir ahora,
libre como un asceta suburbano, sin haber sido tocado por la lengua de los
airanos, de los punk-peronistas, o por el orbe jergal de los medios masivos y
de la prensa cultural.
Cuesta creer que alguien pudiera escribir
tan bien –o en todo caso tan mal– por aquel entonces.
Porque parece no haberse dormido en
ninguna de las modas de ese tiempo pretérito, ni en las formas sentimentales,
sencillistas y arcaizantes de los escritores de izquierda tipo Claridad o Los Pensadores, ni en los distintos cargoseos semibarrocos o
ineptitudes experimentales de diversa índole de los martinfierristas y sus
derivados. Más bien, adosó ambos vicios e hizo detonar la mezcla en superadora
explosión.
De tan legible se vuelve obstinadamente
ilegible la prosa de Viñole cada dos por tres.
Sus imágenes, metáforas, analogías y
asociaciones derrapan por un surrealismo unipersonal y grotesco, que no se
parece en nada a ningún surrealismo sino a la maquinita de diseño personal de
un Voltaire diogenesiano o un Diógenes volteriano lanzado a zampar a
Hoy Viñole no entra pero tampoco entraría
al parnaso de las literaturas serias –sea el de los que sólo pueden ser leídos
por los estudiantes y profesores de las carreras nacionales de Letras, o sea el
de esos estudiantes de letras que, teniéndose todo eso sabido, se imaginan
leídos por intangibles lectores mediático-de la calle, parecidos a los
personajes que dibujan en sus ficciones o que creen ellos mismos ser–.
Sin
embargo podría ser enormemente leído, porque su sistema de desenmascaramiento y
querella, desmentido, shock y
desprecio, tiene la propiedad de la época y lectores seguros.
Viñole es un humorista piadoso, sarcástico
e ilustrado que por su brutalidad nunca hubiera sido recibido por los brindis
tipo Martín Fierro, y por su
sofisticación impopulista, y tráfico ilegal de verdades a granel ungidas como
trompadas –Viñole fue peleador callejero, performer
viandante y eventual luchador de catch–,
nunca hubiera entrado a una radio.
A diferencia de Barón Biza –un dandi
maldito extemporáneo–, Viñole no putea a su lector sino a casi todos los tipos
sociales probablemente existentes.
¿Cómo alguien podía escribir tan bien?
–¿O sea tan mal?–.
Aparentemente llano, en su prosa, y en su
filosofía de protesta –un materialista circense entre perruno y estoico, un
positivista desclasado–, su vis incorregible se zambulle en un pastiche
semántico esperpéntico y genial y alguien se queda pensando en que Arlt,
Oliverio y Macedonio eran tres escritores que atrasaban, que le iban a la zaga.
Viñole, como la infinita lista de
escritores y filósofos de todo tiempo (ni citar a Platón y Deleuze), escribe
como médico –reparar incluso en su léxico científico, biológico y clínico–, con
la salvedad de que fue veterinario, y veterinario de humanos.