
Herr Sloterdijk recolecta, o bien inventa, una
tradición, no explicitada como tal y ergo encubierta por los operadores
académicos que ejecutan cierto monopolio de la crítica, un tipo de crítica
teorética. Tal tradición invisibilizada es, según la llama, la satírica, que al
contrario asume el riesgo de la lucha cuerpo a cuerpo y del ejercicio del argumentum ad personam. A aquel
criticismo propio del filosofema obligatorio, que se aprende en las academias,
lo describe como un “aburguesamiento de
la sátira”, de saco y corbata, cuyo reino confortable es “la crítica de la ideología”. La
ideología forma el tetraedro de la falsa conciencia (no más comillas): con la
mentira, el error y finalmente el cinismo. Estos pequeño-burgueses de la
denuncia asalariada cambian la risa por la teoría; la chapa Marx-Freud a trueque
del remoto legado diogenesiano –a saber: un materialismo pantomímico y una
ilustración grotesca.
Una linda frase en el
lenguaje sufrido de los filósofos doblados al español, acá: “El proceso veritativo se divide en una
falange discursiva altamente teorética y en una tropa de guerrilleros
satírico-literarios. Con Diógenes empieza en la filosofía europea la
resistencia contra el descartado juego del ‘discurso’”.
Diógenes hace un triángulo aterrador con
sus dos contrincantes más conocidos; aunque probablemente no tuviera contrincantes
específicos más allá del polítes, del
ciudadano, del hombre común darvinista –no hay cómo llamarlo–, del tipo que
siempre preferirá estar de uno u otro lado de la famosa dialéctica jegueliana;
el neurótico promedio, en otra jerga. Aquellos dos: Alejandro de Macedonia y
Aristocles –el filósofo conocido con el nick
“Platón” (que se podría traducir por Peucelle).
Curiosamente dos personajes célebres con una particular relación con las
sombras: el primero conocido por conquistar el mundo y por querer hacerle
sombra a Diógenes, quien lo espantó por tal motivo; el segundo célebre por
fracasar estrepitosamente como político (convertido en esclavo por querer
gobernar algo más que las almas de un grupúsculo de nerds), inventar casi casi la filosofía, y postular en su famosa
parábola del Antro que todos nosotros los no-filósofos (como dicen en la
facultad) sólo vemos las sombras de las cosas. Aquél dijo: “Si yo no fuera Alejandro sería Diógenes”.
Platón, por su parte, tipificó a Diógenes llamándolo “el Sócrates loco” (furioso o rabioso: Σωκράτης μαινόμενος).
Lo amaban. Si sus cavilaciones patológicas
(pensamiento en el sentido, más que de Artaud, del personaje de Seul contre
tous: el método crítico-paranoico en versión acto reflejo) hubiesen
prosperado lanzadas hacia la posteridad por fuera de sus cabezas, tal vez los
tendríamos como sujetos de esta aserción de Tadeys:
Dicen que envidio la
locura del otro.
Noticias de Platón como Padre del
Resentimiento Mundial encontrarás en cualquier recodo de Nietzsche. Y
Superhombres, salvo en Hollywood o algún nosocomio, no se han visto en ningún
otro refugio; de modo que la envidia debe de ser un motor bien eficaz de los
Alejandros regionales del orbe (¿Spinoza era el que llamaba a los políticos “impotentes que gobiernan con la tristeza”?).
Lindo triángulo, fuera del
saturado por papá y mamá, para ubicar al sujeto cualquiera que camina por este
mundo ganado por el cinismo moderno –como le llaman por oposición al clásico o
quinismo–: un poco Platón, un poco
Alejandro, un poco Diógenes. ¿Quién sería si no fuese ni uno ni el otro?
Poco se sabe qué quiere decir esta frase
pero es graciosa:
“¿No es Wittgenstein en
el fondo el Diógenes de la lógica moderna y Carnap el eremita de la empiria?”
Habiendo desaparecido, de acuerdo al justicialismo de los filósofos contemporáneos, tantas cosas –como v. gr. la
amistad, según un grafiti de Michel Foucault–, habrá que dar bien por
desaparecido a aquel cinismo basado en una especie de certeza que se medía con
¿Qué queda acá a la vuelta de estas dos
poses de la tradición? Nada. De un lado los hardcore-nerds del paper.
Del otro los trolls, fanáticos de la blogofobia.