(Cuando el cuerpo no espera lo que llaman amor)
Una eternidad
esperé/ este instante…

Hace unos meses vi en medio de la calle, en el sur, por Avenida del
Rosario, caminando inconmovible sobre el asfalto a un cardenal, no un alto
funcionario de la Curia Romana
abocado a elegir al Papa sino al mero pájaro. Hacía años que no veía a una de
estas aves industria argentina en la ciudad, probablemente todos los años que
llevo encima de nacimiento. Y algunas semanas después, trotando en los
alrededores del Gabino Sosa, vi a un pajarraco enorme, también con copete, con
unas patas muy largas, pero todo gris, de alrededor de 60 centímetros. Una
suerte de tero-garza, ni idea de qué era, pero desde que colapsó el zoológico
jamás volví a ver dentro del ejido urbano un objeto de la ornitología lugareña
de tamaño similar. El pensamiento occidental ha medido siempre al hombre entre
Dios y el animal; la idea de animal político o animal racional, de griegos a
modernos, contempla esta categoría de mixto. Bien por ellos. Así continuando
con la serie, de apariciones callejeras circunscritas a la zoología teológica,
antesdeayer vi en mitad de la vereda, en plena República de la Sexta, a una mantis
religiosa. Enorme, impertérrita, ajena al paso ágil de mis 44, que podrían
haberla aplastado si cierta idea de reivindicación genérica –misoginia como
deseo no-humano, darwinismo de género– no se me hubiese olvidado por culpa de
mi apuro laboral o doméstico. Tenía el lomo tatuado con un dibujo más o menos
en forma de círculo color azul flúor, a tono con la gente que quiere meter
miedo, deseo o llamar la atención. Yo soy de los que –todavía– dejan que la
ropa roce la piel directamente; entre ambas sólo aire, o tufo. También cada dos
por tres aparece en mi hogar una lagartija casi traslúcida, de un tono muy
claro con gusto a plástico (no soy de chupar reptiles, pero existe la
sinestesia hipotético-deductiva en el mundo). Tienen dedos con grandes
terminaciones bien redondas y parecen de la antigua industria taiwanesa. En
poco se asemejan a las que había en los jardines de mi tierna infancia, que
eran verde oscuro y tipo iguana. Cuando las agarrabas perdían la cola; pero se
iban, mutiladas pero airosas. En cambio el mamboretá, dios santo, acoge una
metáfora adversa: no pierde la cola: te arranca la cabeza. Y por el tamaño debo
suponer que era hembra, ya que son más grandes que el macho y también se
tatúan. No una mariposita a la altura del coxis sino una hendidura tumbera.
Este insecto en desleal pose de plegaria, como se sabe, aterra al peatón bueno
y valiente por su símil sociológico. Dios sabrá por qué andaba merodeando la
zona liberada de la Ciudad Universitaria.
Tal vez salía de departir cháchara fundamental en un congreso Queer o Barbie
bajo probable auspicio del municipio. La deliciosa y laica palabra mamboretá es guaraní. Dicen que
significa “¿dónde está tu pueblo?”. Una
frase o sintagma extraordinario que podría fundar una sociología incluso
sexual. Que podría sustituir a otras Grundfragen
de tipo falocentrista al estilo “¿qué
quiere la mujer?”.
¿Qué quiere una mantis?
Según el delirio
empírico-positivo de la biología contemporánea, parece
que quieren “maximizar su éxito
reproductivo al estilo Robespierre”. Pioneras
del jacobinismo literal de género, tienen sus seguidoras dentro del antiguo
segundo sexo, allí donde las paralelas del feminismo y las femmes fatales se tocan sospechosa, sáficamente. Van más allá del
principio humanista de la castración, llevando hacia la locura de la acefalía. Criaturas mutilantes de Hobbes, lobas
del hombre –llamado por los griegos aner
agathos kai andreios (ἀνὴρ ἀγαθὸς καὶ ἀνδρεῖος): macho bueno y valiente, pechito argentino. En Atenas no pasaban
de amas de casa, sin jubilación específica ni aspiración ninguna a la gran isabelíada –ni reservada a las hetairas–: llegar a presidente.
Hay quienes
piensan –no sé si el cool Cerati, por
ejemplo (“hipnotismo de un flagelo / tan dulce”…)– que el insecticidio
debería ser la prohibición fundamental de la cultura. De hecho ni Lacan, Perón
–a un millón de años luz de Kafka–, hablaba en
alguno de sus libros del hombre contemporáneo insectizado (“Eva, nunca voy a ser un Superhombre”). A Deleuze, que era un buen tipo, le
hubiera apasionado la historia nacional del devenir
mamboretá (“¿dónde está tu pueblo?”).
La salud como literatura,
como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Cito sin comillas su frase
célibe. El mamboretá macho, abdicando ante “complicidad o conflicto”, como un
cafquiano animal fabuloso –perdón (perdón Borges): fabulador. Deviniendo escribiente. Se trataría de un partenaire
cortejador que, aun adivinando el parpadeo, tiene miedo del encuentro. Aquel
borgeano horror a la cópula y los espejos, a perder la cabeza por reproducirse.
“Preferiría no hacerlo.”
Ah...
tómate el tiempo en desmenuzarme… “La vergüenza de ser un hombre –no escribió Dolina–, ¿hay acaso alguna razón mejor para
escribir?”
Todo al quiasmo. La
vergüenza de ser un escritor, ¿hay…