3/3/09

Gombrosario



(Rosario: monstruosidad, misterio, alienación y vida cotidiana)








Una vez pasé por la simpática garita de la peatonal que tiene la Editorial de la Municipalidad y vi un libro que se llama “Rosario Ilustrada (Guía literaria de la ciudad)”. Es una antología de textos sobre Rosario, o mejor, ambientados en la ciudad, y que ilustran algo de ella y que reúne con exhaustividad o capricho, y aglomera sus nombres en la tapa, a un conjunto de autores literarios, ya locales ora nacionales o extranjeros – cada cual célebre dentro de su escueta o dilatada dimensión – que han escrito algo sobre el Fucking Pago, aunque más que nada, que han descrito alguna zona, algún recoveco, ya perdido o todavía no, y no así algún rasgo o bosquejo teórico de eso llamado Rosario o eso llamable, con cierto optimismo, rosarinidad. Lo primero que quise ver es si figuraba Witold Gombrowicz, aquel viejo trolo y pendenciero, deuteragonista contrera y tramposo obstinado en su momento en hacer ver lo que sus comensales no querían ver, en bocetar en el rango de la impresión y la paradoja pequeñas antiteorías al paso del ser nacional argentino en sus estupideces y torpezas, y en su felicidad y su furtiva grandeza. Yo conocía bien los apuntes de W.G. de su paso por la city, y los recordaba especialmente porque se parecían mucho, esos juicios y ese relato económico y brusco, ubuesco y vitriólico, a los malos pensamientos que a mí se me vinieron siempre a la cabeza con la inercia esperable en un sujeto que nació – dicen – y vivió el 90 % de su duración a la fecha en esta urbecita diligente y abúlica, eufórica y aplanada.


No, no estaba. Nada antirrosarino había en ella che. Les preocupaba la arquitectura (una indudable virtud rosarina si es que se mira para arriba alguna vez, y si es que no nos comparamos con yanquis porteños ni europeos) y el paisaje. No les preocupaba el ser. En cambio a W.G. le preocupó, en los 15 minutos que estuvo, eso mismo: el ser – ese que se dice de muchas maneras según Aristóteles -, el ser en este caso rosarino.



Comercio, balances, presupuestos, saldos, inversiones, créditos, inventarios, cuentas, neto, bruto, sólo eso, eso es lo único, toda la ciudad vive bajo el signo de la contabilidad. Lo pedestre de América, la América gorda”.

Pedestre anotó el flâneur, y leí yo: el peatón.


“Cinco cosas de la Argentina – escribe Goma - lo impresionaron vivamente a Gombrowicz por sus dimensiones descomunales: el río Paraná, el Aconcagua, las cataratas del Iguazú, el monstruo de Rosario y Mar del Plata, e intentaba que los polacos que no conocían el país se formaran una idea sobre estas cosas”.


El “monstruo” de Gombrowicz no es el del laguito del Parque Independencia, el Ñubelito, ictiosaurio enano y de juguete con el que pensamos atraer más turistas (tenemos más ingenio que los cordobeses y sus “Zapatos” y marcianos ocultistas), tampoco el de Aira, el Pteroliva, una mutación de Aldo Oliva que supo habitar los altillos del Palacio Fuentes. Tampoco ningún Pomelo de la troupe de allegados locales a Fito Páez. El monstruo es un ser excepcional que transgrede la lex naturae creo que teorizó Michel Foucault en referencia a los saberes de siquiatría de los anteúltimos siglos. No, el monstruo gombrovichano es acaso un ser social prototipo, quizá un Homer de antaño pero agarrado por la red de una mirada abrupta, sorpresivamente sorprendido en una situación impertinente e inefable, el fruto de un casual choque insignificantemente traumático, el resultado promedio de una serie desgoznada. Pero Gombrowicz se fue. Y no volvió. Dejó que la ciudad “estrafalaria” (lacanianos agolpearse) siguiera sola su curso normal cotidiano-teratológico. Como ve Goma, Aira captó, aunque con más buena onda, algo de esa cosa, un algo de la especie de lo que M.F. podría haber derivado del orden desconectivo que llamó “Infamiliaridad de lo Familiar”, lo Unheimlich del home sweet home agraciado por lo absurdo, convertido en escena ionesquiana, amortiguado, soportado y comprendido en lo risible-sardónico. Como sugiere Goma, W.G. se ubicaría del lado del Profesor Frasca, al contrario de C.A. que hace triunfar a su héroe Barbaverde para bien del perseverante orden socialista.


Las hipótesis sobre qué lengua inverosímil era aquella con la que topó W.G. en la ciudad son varias. Podría haber sido ese irrisorio engendro del jeringoso con el que los amigos de Olmedo intentaron espantar en el Congreso de la Concha a García de la Lengua, el rosarigasino o gasó. Podrían haber sido balbuceos del protopomelismo local previo a Páez y a la era de Los Gatos Salvajes (antecedente del famoso tarareo de Litto Nebbia), o los primeros esquicios lacanomasmedularmacedonianos de la glosolalia de los precursores de Ritvo y Nicolás Rosa.

Misterio. No se sabe.


Si bien aún no tiene su busto, es cierto que el paso del conde Gombrowicz por la ciudad fue tan fugaz como el del comandante Guevara. No hay constancia, sin embargo, de que al estilo de Sabina y Serrat, haya declarado ser de Central. De acá en más dejo en manos de Juan Carlos Goma – podría escribirse Góma- los vaivenes de este asunto, los avatares sucintos de Witoldo en la Villa de los Ánimos Inopes. Efectivamente la Rosario de Witoldo no es la de Aira, la de Fontanarrosa, ni la del “último” Pito Fáez: es su lado oscuro. No podría privarme de transcribir la que es, a mi criterio del día, contra el deseo municipal, la página más definitiva - que yo sepa - que la literatura universal escribió sobre esta (puta) ciudad.




Perdón Ielpi.









En el camino de vuelta me paré en Rosario, una gran ciudad comercial e industrial a orillas del Paraná. Lo recuerdo porque jamás ninguna ciudad me ha recibido de manera más estrafalaria. Llegamos al puerto de buena mañana, salí a pasear por las calles aún desiertas y pregunté a un transeúnte si no sabía de alguna cafetería por allí cerca donde poder desayunar.

Me miró, y agitando los brazos y sacudiendo bruscamente la cabeza, emitió unos sonidos inarticulados, como: Bwagwablabuobagwoa…Un sordomudo, pensé, y seguí mi camino. En la esquina siguiente volví a preguntar lo mismo a otro transeúnte. Éste abrió desmesuradamente los ojos, esbozó una mueca, frunció el entrecejo y balbuceó: -Uobeeeaglugluglu…

Me aparté de un salto. Pero, ¿qué es esto? ¿Una conjura, una trampa, una artimaña preparada por mis enemigos literarios?... ¡Pues era imposible pensar que encontrara por pura casualidad a dos sordomudos en Rosario! Al llegar a la tercera esquina, me dirigí con el corazón encogido de miedo a un tercer transeúnte: si éste también se pone a balucear, ¡me volveré loco! Por suerte me contestó en forma humana, ¡todo un éxito!

Rosario se parece un poco a Lódz, aunque vive más del comercio que de la industria. Gracias al Paraná llegan aquí buques oceánicos. Es la más fea de las grandes ciudades de Argentina; en cuando a la cantidad de habitantes, iguala a Varsovia, pero es pueblerina hasta la médula de los huesos. Es curioso: toda esa masa de gente hasta ahora no ha creado ningún movimiento cultural, artístico, aunque tienen una universidad, y no se trata de una urbe obrera como Lódz, sino de una ciudad de dependientes, agentes, comerciantes, vendedores ambulantes y empresarios de todas clases. Pero sus necesidades espirituales quedan satisfechas con el juego de billar.

Cada país tiene su monstruo. En Rosario a cada paso se puede ver al monstruo representativo de la Argentina: es un tipo regordete, mofletudo, de mejillas rubicundas y brillantes, un bigotito negro de tenor, el pelo engomado, ojos sensuales, con un reloj, un anillo, de elocuencia fácil y abundante, de una familiaridad y cordialidad afectadas, que aspira la sopa, se hurga los dientes con un palillo y está encantado consigo mismo... ¡Dios mío! ¡Qué monstruo! ¡Emana una idiotez imposible de soportar!

















-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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Un idiota que reclama que le sea reconocido un saber...