(La
Última de César Aira por Conrado Nalé Roxlo. Pánico el Pánico.
Bs. As. 2011)
Se deberá suponer, pongamos que
estoy diciendo algo, que esta novela no fue escrita por una persona sino por un
estado de cosas, situación o grupo social. Con la salvedad asumida de que el
esfuerzo lo sobrellevó el cuerpo de una sola persona, y se trata de una obra
laboriosa –si es posible anotarlo así- aparte de sagazmente oportuna, ingeniosa
y lúcida en dosis abundantes. Estado de cosas o grupo social al interior de esa
quimera eventualmente abstracta denominada campo cultural o literario,
ciertamente. Hay tres lugares para escribir, no dos –me dijo un pajarito: el
mercado, la academia, y la locura. Los dos primeros operan de eventuales
motores inmóviles del mentado “campo”, y polarizaron un dilema que ocupó hace
algunos años unos cuantos artículos de prensa cultural, infinidad de exabruptos
entre blogueros y trolls literarios, e incluso libros. Damián Tabarovsky por
ejemplo reconoció un tercer lugar que me parece tan utópico y paradisíaco como
el reino de la libertad pronosticado por Marx o cualquier otro engendro
jegueliano o de diversa religión, aunque en rigor la patente es francesa
(“deseo loco de lo nuevo” o algo así). Yo no vería otra cosa fuera del mercado
y la academia que no sea la locura –en un sentido siempre más cervantino que
clínico. Cuando a la locura se la hace entrar por la fuerza o la puerta de
servicio se la ficha ocasionalmente con motes expiatorios, art brut, Kistch,
raro, póstumo, excéntrico, mala y demás inventos, y siempre que se pueda coser
un texto a una biografía ilustrativa y a una pertinencia histórica o tribal. Esto,
igual, a título de nada, pasó un ángel y colgó una digresión. Volver.
Esta novela ¿qué es?: una sátira
seguramente, a diferencia de cualquier novela de Aira. Su principal recurso se
me hace es la parodia, pero contaminada por el pastiche. Bajo el ala de la
parodia con un propósito satírico pretende, pongamos, hacer funcionar el
“procedimiento” reconocido como la marca Aira, bajo firma de un tercero, y con
las intenciones evidentes –pongamos que es así- de perturbar el mecanismo Aira,
de provocar un efecto malicioso en su recepción, alterar los efectos de esa
factoría textual en sus lectores. No obstante –discrecionalmente o no,
afortunadamente o no- más que por Aira parece escrita por Aira, por Copi, por
Laiseca, por Cucurto y Tabarovsky a cuatro manos al dictado de Capusotto, e
incluso por toda la matrícula de Filosofía y Letras.
Como dispositivo de
prosificación (“parece una novela mía,
pero escrita en prosa”), se aceptará que funciona, sin que de esto se pueda
extraer ningún aplauso o abucheo. En contra uno podrá reclamar que su
“inventiva” airana complace demasiado lo ambiental, y es expansiva muy al ras, propone
una serie de figuras demasiado exactas, queriendo decir un tanto previsibles u
otro poco esperables –el enano taxi-boy, el nazi puto, el peronista asiático,
el psicopompo-nerd proxeneta y narco, no se priva de ninguno, una enumeración
demasiado precisa de un colectivo imaginario, si es que la lengua de Canela
vale por algo. Todo depende de si se observa la fidelidad a lo parodiado o la
fidelidad a la parodia, si sé lo que digo. Así a veces parece que a la novela
la escribe Aira y a veces un estudiante avanzado de Letras que lo copia bien y
lo copia mal, que lo reproduce al pie de la letra pero se tropieza, o que lo
empobrece despectiva e insidiosamente, burlonamente, o bien por descuido e
incuria. Pero se sabe que no se puede responder a qué quiso decir, aunque se podría aplicar la misma imposibilidad a cómo funciona. Que es un Aira
empobrecido –además de mezclado- es un dato, si el hecho responde a un
propósito o es resultado de una limitación, depende. Hay que ver, además, si se
trataba de escribir la última buena o la última mala (pienso en la linda teoría
de la “fotocopia” de W. Cucurto). El chiste es bueno, pero ¿cuál es?
Sin mucho que decir como texto
escrito, en cuanto operación editorial en cambio, uno se remite a su recepción
y por lo que se despeja de los comentarios de algunos vivillos, su virtuoso
oportunismo reside en haberle mojado la oreja a Aira, donde Aira más bien son
sus lectores, el consenso que sostiene un prestigio o qué sé yo. Sus lectores,
esto es: aquellos que seguirán escribiendo la nueva de Aira ignorando que ya se
publicó la última.
Al que la escribió habría que
decirle, muy bien te felicito, y elogiarlo a la manera del ideal de
Fontanarrosa: -¡Me cagué de risa con tu novela! Como operación de campo, la
boutade provoca, muchas cosas distintas pero provoca. Contra Duchamp la misma
moneda, o más Duchamp, es siempre un recurso digno, los bigotitos al mingitorio.
Se trata de una cargada y una descarga. Porque como venganza parece la venganza
socarrona pero afable de los estudiantes contra los profes, una travesura
escolar como sacada de la estudiantina de Ferdydurke. Bueno, estoy hasta acá
del canon que tanto me gusta y que me metieron por delante y por detrás de
Fogwill a Babel y de los suplementos a los congresos. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Regodearse con una
aglomeración de guiños para entendidos e informados que escanea de pe a pa todo
lo sabido y lo sortea con suma gracia. Como decir, reírse del canon al que se aporta
y adora. ¿Novela de campo? (Encontronazo
–generacional, etario, decir así- de una herencia entrañable e impersonal (porque
el método es Aira grosso modo, pero su sistema de guiños pone en escena o en la
picota al saber –cansadamente iniciático- sobre el cual Aira es comprendido,
leído, del cual es considerablemente inocente) y unas nuevas condiciones de
lectura, sobre las que se dirime su permanencia o devaluación, se pone a ser
leída como el efecto de un trasfondo mafioso –que hace juego con el paisaje
ficcional que dibuja, una nación como entramado social de mafias
(insignificantes o no, y de toda índole) y en disputa-, como si oficiara de
salida posible a esa convicción aceptada o axioma que decía: nos cagó. ¿Cómo
cagarlo entonces? He ahí el homenaje –froidiano, se diría- y la traición como
salida con suerte del epígono.)
Los que cantan la canción que
dice que Aira es lo viejo y que lo in es Salinger precursor de Casas avalado
por Bourdieu o que lo nuevo es el presente y presentarse como un Hemingway kirchnerista
de tribu urbana, no tendrían por qué alegrarse con esta gastada piadosa y
autorreferencial al matriarcado del sistema crítico nacional (“crítico”, no literario, porque la literatura es como
el peronismo: no es un sistema). Creo que todos los que escriben novelas de
Aira –incluido Aira- van a quedar impunes y van a seguir adelante; el que
podría llegar a verse más complicado es el autor de La Última de César Aira, pero ni siquiera. Como desplante punkie o
como venganza democrática y plebeya, no vale más que una contratapa. Como
traducción libre en prosa es un ejercicio escolar encantador. Como homenaje
maligno o ambivalente, unos cuantos puntos más. Y como si cualquier cosa, qué
más da. Es a favor, eh. Le pongo un 9.