Con algunos objetos o hechos que se
supone componen el mundo del arte contemporáneo pasa que han sido ubicados para
entre otras cosas llamar a la pregunta general que dice ¿son arte o qué? Su
naturaleza incierta, su cualidad y su calidad dudosas, al contrario pretenden
ser un signo distintivo de su pedigrí, hacen a la estrategia conciente en pro
de su legitimación restrictiva. La literatura es otro palo de todos modos; se
acepta que los textos aglutinados como cuentos sean cuentos porque fueron
presentados como tales por decisión editorial –por ejemplo. El caso de algunos
de los cuentos de Laiseca es al menos un poco parecido. Probablemente aspiren
solapada o lateralmente a suscitar la pregunta de si son o no eso, cuentos,
pero –peor aun- por vía similar es posible que también pretendan hacer sembrar
la duda sobre su calidad, asumen el riesgo de aparecer ante cierto probable
receptor promedio como un mamarracho esperpéntico en virtud de una misma
operación por la cual al contrario se hacen piezas infalibles de un sistema
–perdón por el pedante sustantivo- literario mayor, soberbio. Mejor dicho,
genial: maravilloso. Por el cual lo malo y lo malísimo son lo bueno y
buenísimo.
Menos mal que Laiseca, que
intrínsecamente es un islote, que no le debe nada a nadie y se parece mucho a
un clásico que nunca existió, es indiscutiblemente una pieza más del canon
argentino vigente, aunque sea él mismo su propio ecosistema, aunque sea como
caso aislado. Después de haber sido condecorado por Aira, Fogwill y Piglia
–cada uno por su lado- nadie va a andar pretendiendo ser su descubridor, ni
tomarlo por un under marginal o un genio privado de barrio o de cenáculo
esotérico. Pero para su suerte su éxito no tiene ningún justificativo per se salvo
el azar, la juntura de brutalidad y exquisita rareza, que a otros nos podría
perder en la irremediable ilegibilidad, anomia, anonimato, idiotez, produce en
lo de Laiseca efectos brillantes que no sé por qué han pasado desapercibidos
por la policía literaria dedicada a premiar lo esperable. Por suerte muchos no
se dan cuenta de lo bueno que es y lo siguen aceptando, para bien de nosotros
que podemos invertir en sus libros y leerlo encontrado en casi cualquier librería
de la vasta patria.
No tendría nada que decir salvo que he
hecho una buena inversión, y le estoy agradecido y a la editorial Simurg.
No quisiera aventurarme en hacer
entender algún rasgo de su obra con mis escalpelos de juguete, el sr. Laiseca
no merece que ponga mis palmas con ilustrados microbios allí. Me dio sí la
sensación –justo estuve releyendo lo peor de Poe y después la defensa que
Laiseca hizo hace poco de ello en un prólogo a los cuentos poeianos- de que
asumió el riesgo de asimilar (el árbol genealógico de Laiseca es de lo más caprichoso
anacrónico y devaluado) del glorioso Edgar Allan las sobras que dejaron de lado
sus discípulos más meritorios y prestigiosos, empezando –en la Argentina- por J.L.B.,
Quiroga, y continuando con Cortázar, Castillo, e infinidad de cuentistas de buen
gusto volcados a propagar las innumerables variaciones de un manojo de eficacias
consagradas. Me refiero a todo aquel material que no compone la lectura
obligatoria de Poe que hace el lector adolescente promedio, aquello que
Cortázar condenó por tener por chistes sin gracia y que en su gran traducción y
“ordenación” mandó al cuartito de atrás. O bien no, o quizá yo esté equivocado.
O…