(Dos “Introducciones”: Alain Badiou por Leandro García Ponzo, Richard Rorty
por Tomás Abraham)
A propósito de Rorty y de Badiou, dos filósofos de magro interés y escaso provecho para el amante del saber que
uno fue de joven (porque para ser filósofo, por lo menos en ese preciso
sentido, hay que ser joven y sólo joven), uno demasiado blando y soso, el otro
duro en demasía e innecesario como un ladrillazo inicuo, y ya que estamos de
pasada por ahí, voy a referirme a dos libros recientes de la colección
Pensamientos Locales, esos de tapa negra que se llaman “Una Introducción”
publicados por Quadrata y la Biblioteca
Nacional.
La Introducción a Rorty de Tomás Abraham se avecina a uno como un libro
despachado un poco a desgana, a la fuerza o por una especie de auto-imposición
deportiva. Intenta mantener la gracia del estilo de las crónicas sumarias del
autor –el famoso fast thinking- y de su entrañable primer obra de los 80,
aquella sobre Foucault Deleuze y Sartre, Pensadores Bajos, pero pasa que ese
estilo y su gesto propiciatorio, el antiplatonismo divertido tomasiano, se
chocan con un objeto de discurso mucho menos voluptuoso, demasiado sencillo,
con un sex appeal bastante más exiguo. No sólo el tema: el lugar y el momento a
lo mejor: una colección semi-escolar con una aspiración algo truncada al
aventurerismo lírico ensayístico y orientada a un público en trance de
iniciación y con avidez de información compactada, y a la vez ese mismo público
nuevo que si quisiere cacofonía exabruptos cuasi dadás y escenificación de
parresía se abocaría a los blogueros y al twitter, pero como más probable es
que pida seriedad y autoridad académica no debe de saber bien qué hace con el
engendro de Abraham entre manos. Es lo interesante del libro, su iniquidad, su
curso desbarrado, su horizonte supernumerario. (Sé que juzgar no es cool para
el buen diletante nischeano modelo, pero tratándose de libros que no hablan de
los pajaritos sino de filósofos que hablan de todo y todos, ¿qué se puede hacer?
Uno tiene un costado de neo-Whitman que aplaude casi todo vivir –o escribir-
pero que tiene que protegerse a base de un sarcasmo automático que se
compromete si en líneas generales opera sólo contra todos.) Abraham tiene su
clientela –más allá de los turcos de calle San Luis- y la recensión bien puede
ser un libro de quejas. El dadaísmo tesleriano comentando las últimas novedades
editoriales de los profesores conspicuos de la filosofía post-analítica
anglosajona es un espectáculo extraño. Más lo es que el atrabiliario
narrador-recensionista empeñe como Letmotiv fundamental reclamarle a Rorty no haberse dedicado a
bendecir a Gilles Deleuze, lamento descolocado que un doxógrafo parodista,
bufón de la periferia pampeana, le hace al ironista solidario, al liberal
burgués simpático, de no haber hecho el encomio público del ácrata deseante
esquizo-aristócrata. ¿Por qué Heidegger no dictó un curso sobre Jarry? ¿Por qué
Foucault no publicó una hagiografía de Habermas? Se sabe que la geofilosofía
argentina se organiza en el extravío
en un mapa (post)metafísico más grande que el territorio. Rorty era un desertor
de la tradición anglo-americana del giro lingüístico –suerte de neokantismo
empírico-nominalista cuya inventiva general pletórica de papers no ameritaría, en
un mundo mejor que éste, más que media docena de páginas de manual-; la
abandonó para irse con los profesores de letras y flirtear con el
decontruccionismo y demás coqueterías parisinas. Llegó a la felicitación entre
los suyos de las audacias de Foucault por los 80, un autor que también se
propuso más o menos abandonar el lenguaje filosófico monolítico a cambio de
hacer proliferar contradiscursividades ad hoc, microsistemitas nischeanos e
hibrideces de cientismo-social que hablaban al discurso filosófico desde sus
condiciones de producción y que se abocó a poner en un mismo frasco a ontólogos
y novelistas. En este orden, el último de los opúsculos publicados por Deleuze
(¿Qué es la filosofía?) no fue lanzado al mercado mundial en vano sino tal vez
para prevenirse de ser apiñado en lo futuro con la chusma sofistiquera. Se le
podría dar algo de razón a Badiou en eso, que en El Clamor del Ser se encargó
de exagerar que su mencionado corresponsal era un filósofo clásico y un
metafísico de lo uno. Qué manera poco agraciada de envejecer para un
anarcodeseante sería refugiarse en el pragmatismo embellecido. Y es un tema
bien Gombrowicz ¿no?: Rorty como forma rancia de la madurez, una sortija que
lleva de la resistencia foucaldienne al staff de La
Nación. A lo mejor no viene al caso lo que me murmuró uno una
vez, que el terrorismo filosófico francés separado de su tragedia es un
entretenimiento para nerds-burros, una boutade y un rock stars system de la
complejidad. Y está bien. Porque no le hace mal a nadie fuera de los implicados
por propia cuenta y riesgo.
Sócrates fue malentendido de
todas las maneras posibles, nos pasa a todos, incluso a los que le dejamos una
obra al mundo, que no era su caso (: estaba loco). Para los rortyanos puede ser
el primer gran conversador, para los esquizo-filósofos el primer monologuista,
el que era más amigo del concepto –un autoerotismo al fin y al cabo- que de sus
amigos, que como se lee en Qu’est-ce que la philosophie? “nunca dejó de hacer que cualquier discusión se volviera
imposible”.
ABRAHAM (p. 19):
“Si nos
despojamos de ciertos prejuicios originados en el espíritu de sospecha y en la
postura militante del intelectual comprometido conversación no quiere decir
necesariamente una causerie de
domingo a la hora del té.” Cito a cambio como retruque perfecto una frase
que tengo de aquel libro deleuzien: DELEUZE: “Es la concepción popular y
democrática de la filosofía, en la que ésta se propone proporcionar temas de
conversación agradables o agresivos para las cenas en la casa del señor Rorty”.
Abraham agrega que la conversación es lo que se opone a las corporaciones de
expertos que se sirven de “una lengua
misteriosa y amurallada contra el lenguaje ordinario” y de “un cientificismo arrogante” para
humillar a la plebe ajena a su secta. Deleuze escribía allí mismo que la
filosofía nació con el gesto de objetar la doxa con una episteme, Deleuze
escribía allí mismo que el concepto no es discursivo sino vagabundo. Los
estetas de la dureza de la existencia anónima miramos a estos deleuzianos
convertidos unos en comentaristas de TN otros en neoplatónicos que viajan
subsidiados por el mundo como predicadores del nuevo platonismo sin clases para
un público selecto, como capo-cómicos de un espectáculo too much, con la
vergüenza irrisoria que da ser humano e intervenir en la cultura.
Rorty y Badiou son lo blando y lo duro se
lee en la p. 22, la molicie sofística contra el macho ontológico. “Lo que se
denomina machismo metafísico es uno de los enemigos de Rorty. Sin embargo,
detrás de cada macho hay un camarín que lo espera con sus ungüentos y sus
pomadas” (p. 75). El cristianismo de Rorty no es el morbo mental
de Wittgenstein ni de Nietzsche el Crucificado –los antifilósofos recios a la Badiou-, es su proyecto
piadoso de ablandar el corazón de los ricos y poderosos, la “causa” del sofista
de buen corazón. Lo que él llama su antifilosofía Badiou le llama sofística. La
distinción de Badiou entre antifilósofo y sofista es bastante más sofisticada
–valga la redundancia- que la que daba Cioran pero hay que ver si va mucho más
allá. Cioran sin hacer referencia a la verdad ni a la indiferencia o no con los
sufrientes del mundo distinguía entre los que pensaban desde el “suplicio
interior” y los que pensaban “por el
placer de pensar”, claro que este otro rumano no versaba en términos de
dispositivos discursivos protocolos o regímenes del acto sino de afecciones de
simples subjetividades psíquicas inspirado por una suerte de sentido común del
desencanto occidental de época. Porque a la vista de
Rorty la filosofía no es una rama fantástica de la literatura sino una rama anacrónica
inventada por Platón y agotada hace rato. En ese sentido los franceses siempre
fueron más borgeanos, el constructivismo conceptual no sólo inventó nuevos
vocabularios, sino que no confundió literatura con habla, obra con panfleto.
Para Badiou la filosofía sigue siendo “posible” aunque como platonismo; para
sus enemigos –como delata en su nuevo manifiesto- lo sigue siendo como
cualquier cosa: cocktail empresarial programa radial de trasnoche o autoayuda
al dandy afterpop. La postura de Rorty es tradicional en ese sentido y esa
tradición es el pragmatismo. Tomar muy poco en serio las tradiciones europeas y
la norteamericana es bien propio de la tradición argentina, esta forma de
sospecha sin tragedia tiene dos variantes también tradicionales, la parodia de
los literatos –sea un Borges o un Viñole-, que se desesperan de forma siempre
más o menos aparente y para la hinchada, o el pastiche oficial de los
académicos, de un ludismo bastante apático sojuzgado por la competencia
curricular. Entre apartarse a levantar un nuevo sistema brillante lleno de
neologismos estertóreos y ofrecerse como árbitro socrático de las masas
parlantes hay un tercer lugar en el mundo que consiste en meterse en medio
haciendo interferencia. Un ruido. Hacer el punk pero sin vestuario.
El autor había sido generoso con Badiou en un libro de autoría
compartida llamado Batallas Éticas. Observado como corrector de Deleuze –me acuerdo- más tarde
fue denunciado como agente de la pornopolítica. En esta vuelta el anciano
profesor francés es tenido por un escolástico que prefiere adoctrinar a pensar.
A la velocidad de la diatriba reseña un libro del especialista local D.
Scavino, donde según parece el monitor norteamericano es presentado sin más
matices como un agente de marketing y vitalicio de la sociedad de consumo que
cambia el ídolo de la verdad universal por el de la hermenéutica nihilista. El
liberal burgués posmoderno –como se define a sí mismo- es presentando como un
liberal burgués posmoderno; pero vestido de enemigo desde el punto de vista de
la consabida izquierda radical, revolucionaria e inofensiva, que se apoltrona a
sueldo en la universidad nacional. En el ghetto filosófico no pasa algo muy
distinto a lo que ocurre en el literario, unos aparecen como campeones de la
academia otros como personeros del mercado, como si esos dos focos de poder,
del inerme poder simbólico del prestigio cultural, fueran verdaderamente polos
opuestos organizados por logísticas muy diferentes y sostenidos por intereses
antagónicos y procedencias de clase encontradas. Allá ellos. Nuestro mediático
en defensa de la posición del mercachifle de la conversación democrática como
última ratio, escupe a la impracticable politología de lo inexistente revolucionario-teorética
que opera por algoritmos topología y teoría de los conjuntos para bautizar
“acontecimientos” (p. 106 y ss.)
Los editores se molestaron con la travesura
histriónica de un autor que garantiza algo más de venta que sus colegas por su
propio nombre y mucho menos de simpatía y aquiescencia por los pasillos del
claustro oficial. Temieron acaso el bochorno. De ello se da cuenta en el jugoso
epílogo. Contra la proposición y el concepto, contra el argumento
post-positivista y contra el frangollo pragmático-deconstructivo Abraham apela
-para defender a Rorty señores…- a la lengua de los “ubuescos” que denuncian el
chantaje de la forma humana desde un mimetismo bufo del discurso, convierte a
Jarry Witoldo y Rabelais en profesores outsiders devenidos frelancers del show
de la indignación. “Los escritores
mencionados mediante la parodia, el grotesco, la burla, desnudan al rey,
muestran su carácter ‘ubuesco’. Si no lo hacen argumentando no es por falta de
méritos, sino por hartazgo de la digresión infinita. Se autorizan a sí mismos a
practicar el pecado de ‘no saber’, y ante la insistencia de explicarse a sí
mismos, se van y dejan el tablado. Dejan las cosas claras por desplante. Dice
Foucault: ‘el grotesco es uno de los procedimientos esenciales de la soberanía
arbitraria’. Y, agregamos, una estrategia eficaz de los discípulos de Diógenes
frente a las autoridades consagradas” (p. 152). Por un lado la parodia a un
campo filosófico donde los lobos castrados se confunden con ovejas sementales.
Pero por el otro pastiche sienta bien para tratar de configurar un proyecto de
mezcla donde el prestigio viene de la apelación fundamental al aparato teórico
de la rama fantástica de la gauche nietzschéenne pero el ejercicio a la
manera de los llamados maestros pensadores actuales parece un socratismo del
espectáculo medido por el disenso histérico-actoral.
***
Dice
Abraham allí que Rorty describió un dilema inoperante entre los escribidores de
filosofía: ser un aficionado a los juegos de palabras o un macho metafísico.
Derrida o Badiou (p. 88). El macho es el que cree ser viril porque enuncia
proposiciones e inferencias de un modo directo (ibidem), un señor que se odia a
sí mismo proyectado en sus contra-modelos: los mercaderes de bazar que quieren
plata y los estetas frívolos que quieren felicidad. Pero mientras Rorty los
acusa de sacerdotes ascetas manoteando al de Sils-María otros –si amor es un
pensamiento- enuncian su enamoramiento, el
amor platónico que le llaman.
La
Introducción
a Badiou de Leandro García Ponzo está bien en las antípodas estilísticas, y si
hay algo más que estilo en el filosofema introducido al medio argentino también
está en las antípodas de ese algo. De inusitada belleza anacrónica, ese estilo
es devocional pero tan esclarecedor como poco mimético. El autor se las ve con
el desafío de tener que glosar a un filósofo que está vivo –a diferencia de los
otros que presenta la colección- y que se le aparece como una entidad divina
(p.11). El que era semblanteado como macho leonino se reposiciona acá como un
dios-niño, esa otra figura más o menos nischeana, superadora, de afirmación
irrestricta, de divino decir sí, pero en este caso a la resurrección de la
filosofía como un platonismo que es algo más que un género literario acuñado
por Aristocles de Atenas. Resurrección luego de la asfixia que le produjo el
lenguaje en el lugar del ser con las potestades terroríficas de su tiranía y la
de la finitud, los sicarios de la filosofía (p. 19-20). “Lo infantil merodea sus libros. Un niño
rompe las cosas, las desarma y las destruye cuando quiere, sin preguntarse demasiado
qué perjuicios le traerá su actitud. Se mueve simplemente en el azar de sus
juegos y juguetes: los decapita y arregla; manda, elige, gobierna. Alain Badiou
–hombre de gran porte y voz severa- posee la risa, el abrazo y el histrionismo
siempre a la orden del día. Es un infante enorme que escribe axiomas para un
nuevo mundo. Cuando se está ante su obra, se tiene la sensación de habitar ese
terreno donde todo puede crearse”
(p.23). Contra la autopsia posmoderna Badiou es, sino Dios mismo al menos un
Dr. Frankeinstein sin hybris. Su platonismo más bien es el de Sócrates si por
Sócrates entendemos a aquella presencia que es la del átopos cuando no la del
amo, la del amado mejor ya que el átopos era por esencia lo inefable y por
actividad lo indoctrinario mismo. Abraham presentaba con dudoso gusto a Rorty
como amigo, el “amigo americano” –como reza incluso el título encubierto del
libro- invocando a Nietzsche cuando “enseñaba” al amigo como aquel al que nos
une una filiación en lejanía y no el amor al prójimo o próximo. Otra bien
distinta es esta filía que declara atravesar las páginas del filósofo “con un afecto que a
veces bordea la obsesión”
(p.92). El entonces injuriado como “macho metafísico” es presentando por
Leandro como “hombre
de mirada amplia y tacto expectante
– esto es casi textual-, erudito y genial, guardián de lo festivo de
corazón voluptuoso y sensible a todo y ansioso por apropiarse de las
sensaciones al que cada signo de belleza lo extasía y al que cada ser inanimado
le habla y cada elemento de la creación le llena de placer” (p. 26 y 28). Tan generosa declaración de amor en
medio de un libro de frondoso entramado conceptual no es nada frecuente en el
gris mundillo del oficinismo filosófico asalariado dedicado al comentarismo
aséptico prevenido siempre –de la escritura para fuera al menos- de los
peligros que ofrece el culto a la personalidad. Después se sigue todo aquello
del platonismo sin uno, del materialismo de la Idea, de las matemáticas como pensamiento
intransitivo, del ser como lo que se sustrae a la presentación, de la ontología
disjunta situacional relacional y sin objetos, del múltiple que es y el uno que
no, del infinito inmanente desteologizado, del universo como concepto
inconsistente, y demás despliegues y dilematizaciones del inmenso parque
conceptual de Badiou. El autor cita a Deleuze –incluso contra sí mismo- cuando
decía “Necesitamos
una ética o una fe y esto hace reír a los idiotas; no es una necesidad de creer
en otra cosa, sino una necesidad de creer en este mundo, del que los idiotas
forman parte”. Como se sabe lo de Badiou no tiene nada que ver con aquel otro
vitalismo remozado porque acá vivir sólo significa “una correcta disposición hacia la Idea” (p.28). “Vivir
no puede ser otra cosa que el gozo afirmativo provocado por la transgresión de
la ley contemporánea: ‘Vive sin Idea’ ” (p.29). Contra
los antiplatónicos que –Nietzsche, Wittgenstein, el propio Deleuze…-
invocaban el “juego” risueño para resistir, la inocencia magnánima del
platonista pueril se aplica al “juego de los serios” (p. 54). Por serio puede
entenderse –prescribe el autor- lo que tiene ser. El primer serio fue
Parménides y el serio de los serios Platón. Badiou reestablece por medio de la
ontología matemática la seriedad a la filosofía de la mano del fin de su fin
contra los trágicos “jocosos” que pretendieron imponer su fin sin fin.
Ciertamente Père Badiou no tiene nada de ubuesco en sus modales. “Curiosamente,
los jocosos, los que señalan el fin de la filosofía, escenifican una tragedia
por la cual la palidez y el catastrofismo vuelven al pensamiento estúpidamente
imposible, mientras los que ‘tienen ser’ se entretienen derribando la
maquinaria de la risa antiplatónica que tanto ha sumido a la filosofía en su
melodrama final” (Ibíd.). La reinvención de Badiou es la reactualización de
la invención de los griegos, la interrupción del poema con el matema. Para eso
se necesita una nueva “aptitud subjetiva” o la elaboración de un nuevo sujeto acorde
al comunismo platónico enfrentado al autoritarismo opinológico
conversacional-consensual llamado democracia. El comunismo inoperante, que
aparecía como inviable a los ojos de Glaucón en La República o teoría sin
práctica, apraxia, a los de Abraham.
Contra
la “pereza intelectual” que arenga contra toda filosofía sistemática, esta
rehabilitación de la filosofía que no es condición de sí misma sino de sus
condiciones –amor, política, poema… y que son también su “deseo”-, viene a
mostrarse como un renacimiento de la filosofía por lo menos como filosofía de
Badiou. ¿Cómo será “posible” la nueva antigua filosofía, el
platonismo, fuera de la glosa explícita o no del estilo epigonal, es decir
escapando a un nuevo escolasticismo, badiuísmo pongámosle? ¿Será sólo operante
en obediencia clara o encubierta a un nuevo gran sistema que todo lo acoge sin
trastabillar y que apenas puede propiciar pastores evangelistas, comentaristas
ortodoxos o reformistas y heresiarcas? Son preguntas que puedo hacer como que
saco de la boca del idiota cuando deja de reír impunemente. Lanzándolas a la
pluma del sofista. No sé por qué me pregunto si no habrá “sofistas” que a la
manera de Pierre Menard se dediquen a cultivar en su jardín o peor a comerciar
y expandir, aquellas ideas que son las opuestas a las que secretamente
profesan, también a la manera, quién sabe, de aquellos que en algún momento se
pasaban a la dominación-opresión con las excusas de exacerbar las
contradicciones que acelerarían la historia.