(El inconciente peronista)
Mis amigos son unos atorrantes. Entre esos tipos y yo hay algo personal. El que dijo que a los amigos se los elije nunca tuvo un amigo en su vida. Tuvo un súbdito en todo caso. A los esclavos se los elige. En la feria, por su utilidad.
La amistad viene de un sino más inalterable que el de la familia. Los padres nos confeccionan pero el tiempo de la venganza casi siempre llega; lentamente llega, y los hijos rehacen a sus padres, vueltos de alguna forma niños obsoletos, o sea viejos.
Pero la amistad, amigos, tiene a la alteridad como una suerte de regulador inagotable y permanente que impide que se la confunda con lo que nos tentamos por llamar amor, u otras afecciones menos envidiables: devoción, sumisión… No es una relación partidaria, ni religiosa, ni positivamente contractual, tiene algo de otro orden, o de otro mundo.
Quizá mis amigos me elijan, no lo sé. Yo no los elijo. Elijo a mis enemigos, pero nunca vi uno en la cara. En este universo – este país: mi vida -, somos todos compañeros, camaradas. Compañeros, amigos, como López Rega y Firmenich. Porque como me dijeron que dijo Borges, la amistad es la única pasión argentina; y la pasión, si argentina, es peronista. El peronismo, metonímicamente, o estadísticamente, es la Argentina. Para un amigo no hay nada mejor que otro amigo. Quien dice mejor, por ley del terrorismo froidiano (otra pasión argentina), dice peor. Como el Doctor Merengue. No Menguele, Merengue.
La amistad, esto es, lo que hace posible la traición. Y la más forzosa de las relaciones entre los hombres.
Al amigo no-todo.
Silvio A., un amigo