4/3/14

Frédéric Schiffter, Contra Debord



(Editorial Melusina, España, 2005)





Característica introducción autorreferencial de bloguero-lector. Relaciones en torno a las circunstancias de adquisición del libro que se va a comentar. Adelante…

En mi última deriva por la avenida Corrientes, decidido a ir esta vez por saldos y clásicos, me encuentro con un pequeño librito de una editorial española que ya había visto varias veces –a la editorial y al libro susodicho-. No logré todavía captar la onda misteriosa de la empresa –la aludida Melusina-, no sabía nada del autor –del que gallardamente no hay ninguna noticia biográfica en solapa contratapa ni epígrafe o prólogo alguno-, le tenía poca fe. Me imaginaba uno de esos libelos radicales hinchados de ponzoña teórica a los que el progresismo siempre les sonríe donde un energúmeno talentoso de la corporación cultural francesa de escasa repercusión desmiente e impugna a otro similar campeón en circunstancias de envejecimiento post mortem y pérdida de vigencia: un filósofo francés –pleonasmo: de izquierda- corriendo por izquierda a otro filósofo francés-pleonasmo. Pero no. Me encontré con algo más cordial, y menos esperable: 111 páginas en un tamaño pocket que leí de un tirón esa misma madrugada entre La Giralda y La Ópera cervezas y sándwich de salame mediante.

El que narra en este Contra Debord deja la impresión de una figura autoral organizada desde cierta pose o posición de lecto-escritor dandi o filósofo dilentantista (que no debería ser puntualmente lo mismo que diletante) con resonancias de nischeano por cuenta propia, profano y aparentemente ajeno a los tics repetidos de la gauche nietzschéenne. Como buen dandi –aunque de talante relajado- sortea con ligeras fintas tanto el miserabilismo de la izquierda como el conserva. El textículo está estructurado en 41 capítulos breves, algunos de media página, escritos con un estilo argumental sazonado de autobiografía llevadero y grácil, y medidamente sarcástico pese a que Debord es trompeado una y otra vez –“triste”, “megalómano”, “vanidoso”, “plagiario”…- a golpes de invectivas; pero como con clase. No les llama invectivas en realidad –a las que toma por ladridos de biliosos- sino impertinencias, que son el florete del dandi: la impertinencia de no tomarse nada en serio cuando todo es trágico, dice.

Para el pueblo, en definitiva, como para la nobleza de antaño, vivir es ser visto. ¿Por qué arruinar su felicidad, dispuesto como está siempre a vejarse y cimarronear? La prudencia me aconseja que nunca me enfade con las formas que adopta el devenir; sin fervor ni asco, consiento en vivir en la democracia de las apariencias.

 El autor (tomémoslo por tal a quien narra) no guarda ninguna simpatía por Diógenes de Sinope, a diferencia de Onfray –otro que le dedicó algunos brulotes al líder situacionista muerto-, quien ya compró esa patente y ejerce el monopolio en el medio galo. Por el contrario lo ubica en su contra-parnaso en un listado donde lo hace formar junto a Rousseau y Platón como los ejemplares históricos de la línea filosófica del resentimiento de la cual Debord es heredero en pleno derecho, y de quienes desciende más que de Marx Hegel y Feuerbach que son sus proveedores de fraseología-. Todos juntos – ¡y cuántos más!- componen el coro de los charlatanes: fabuladores que desmienten la crudeza de lo real y descreen del azar. O la bilis metafísica –como la de los abrevadores de los susodichos- o la flema del nihilismo, no hay otra. El autor no tiene empacho en declararse de este lado y afirma que las ideas sirven para interpretar el mundo y no para subvertir el caos: son biodegradables recalcitrantes y cuando se vencen aburren o no se usan, a la basura. Schiffter propone una suerte de duda indiferente con respecto al sentido, una despreocupada deriva de turista pensante; escribe que el principal enemigo del resentido no es el ideólogo de bando contrario sino el hombre modélico del autor, el desengañado, al que jamás podría convencer la mascarada de ningún constructivismo salvatutti. Un modelo de varón que nunca comete las dos torpezas típicas del otro: jugarla de contestatario e irla de fiscal. Al libertino y al libertario “todo les separa”. El libertario es ese señor que se agota buscando las pruebas de la inexistencia de dios y que queriendo revelar en la mercancía una huella de diabólica sustancia metafísica se convierte por el envés en teólogo.
Aunque anticuada, caduca o mítica, la figura del libertino, en la que tiendo a reconocerme, eclipsa a la del libertario. Asunto de estilo y de filosofía. Vivir es embarcarse en medio de las borrascas del azar y el devenir, sin oportunidad alguna de salvación.
Debord tenía sus autores y yo los míos, anota. Contra el Lautréamont que aquél enarbolaba como figura de la subversión poético-juvenil, se agarra de La Rochefoucauld. En su árbol genealógico se arraigan Michel de Montaigne, Maquiavelo, Barbey D’Aurevilly, Chamfort y Gracián. Si Debord se proponía desagradar, éste prefiere “irritar”.

Alérgico a cualquier forma de armonía colectiva, temblaba de horror ante la idea de una sociedad construida como un inmenso falansterio en el que los individuos someterían sus deseos a una permisividad tiránica, el amor a un culto obligatorio, y la voluptuosidad a una economía dirigida. Si semejante pesadilla se realizara, integrismo por integrismo, pediría asilo en la primera república islámica que se me ofreciera…

El platonismo de un concepto como “sociedad del espectáculo” está a la vista de todos y ni falta que hace entrarle a las quichicientas tesis del soporífero opúsculo debordiano; el autor no obstante lo analiza con su garbosa indiferencia más o menos despectiva. Dice, con toda la verdad a medias que le facilita su punto de vista, que el espectáculo hoy por hoy condecora especialmente a aquellos que le declaran la guerra e impone por doquier el dogma de la insolencia. Ofrece además un cierto elogio horaciano de la mercancía en su fase actual con el tino de no presentarse como una vindicación del mundo tal como es hoy ni como una resignación agria: dice que revela lo trágico sin cosméticos y a la vida por lo que es, “un género perecedero”. Barbones abstenerse.

No ignoro que la esencia de cualquier forma de poder –incluyendo aquella que niega la idea misma de poder- es absolutista, de ahí que me importe poco cómo organizan los hombres su comedia social. ¿Cargar contra los molinos de viento del “espectáculo”? Un sentido barroco de la existencia me disuade de ello. Por lo demás: ¿qué hacer? La vida es narcisista; siente el deseo de gustarse a sí misma reflejándose en una profusión de espejos, hasta perderse de vista.

El buen Debord, que ya no es fruto de estación, seguirá siendo de culto para el sesentismo infinito, el dadaísmo corte ascético, o el cristianismo contra-todo y ateo. Schiffter lo combate al calor de una perspectiva incluso demasiado acorde con estos tiempos, sobremanera en los medios culturales de prestigio. Que tiene razón la tiene (pero: ¿queremos tener razón?). Lo hace a ley de un estilo elegante e impalpable, si por estilo se entiende una forma sutil y atractiva de pensar, esto es: de forzar a pensar, o de sentir que se piensa. De escribir, bah. Su perspectiva –o si el señor lo prefiere así, su pose- le hace un ágil dribling al quinismo ambiental y sale airosa del cinismo –aunque es fácil no ser cínico cuando se escribe un libro: lo difícil es antes y después-. Se le escapa un poco la queja al final, y declara que su postura le resulta de lo más impía tanto a la opinión pública como a los doctrinarios. Evidentemente todos tenemos razones para creernos perseguidos, desprestigiados y fustigados, y lo estamos de hecho.

Cuando un pensador tiene la elegancia de enseñar la inanidad de la existencia, es un educador de la humanidad, dicho de otro modo, lo contrario del que imparte lecciones. Creer en la utopía de una vida social apasionante no ha conducido a Debord a ser el hombre más peligroso del reino, sino el más sentencioso de sus intelectuales contestatarios. Quedará de él un cliché. No está tan mal. Según Baudelaire, crear un lugar común revela genio.

Al libro lo remata un apéndice que es una carta empática que un tal Frédéric Pajak dirige al autor con argumentos incluso mejores que los de él mismo, donde explica que el papado de Debord fue mucho más inflexible que el de Bretón, quién cobijó en su revista a decenas de cúspides individuales, mientras que Debord convirtió a sus adeptos situacionistas en simples groupies aplanados por su preeminencia de maestro severo intransigente. Un “general” como diría el Gral. Deleuze…

Además de que no comprendo lo que empuja a las personas a constituirse en vanguardia, tan selectiva como se quiera – ¿qué necesidad hay de poetizar en banda?-, ese programa de la IS nunca, incluso desde muy joven, me ha interesado. Tan pronto como salí a ver mundo y chicas, en lugar de fatigarme construyendo ‘ambientes lúdicos y emocionantes’, no he hecho sino cazarlos o sorprenderlos. Me divertían y siguen divirtiendo tanto la caza como la captura.





Debord se declaraba no-escritor-no-filósofo y combatía el estilo, prescribió la defunción del arte y la filosofía como campos, condenó el talento como una artimaña más del espectáculo, realizó películas con el fin de que fueran inaguantables, imposibles de ver, proponiendo como relevo algo así como la performance de la vida misma –aunque en versión sectaria y sobre ideas piadosas-. Esta podría ser por igual la actitud de un diletante sarcástico –a la manera de Cravan o de Vaché, al que el autor cita entre sus buenos- como la de un cenobita estético, depende. Si le quitamos su marxo-mesianismo y su farmacomaquia “esencialista” de época, podríamos despejar a un quínico más o menos de la índole del que defienden Onfray o antaño Sloterdijk. Los situacionistas –acusa Schiffter- fueron los quínicos insignificantes del s. XX tanto como éstos los socráticos insignificantes de la Antigüedad. Me detengo un minuto en la condena al Perro que factura el autor, ya que el de Sinope es un personaje conceptual (y creo que por tales hay que tomar a los llamados “autores” en materia filosófica, incluidos los en vida) a la fecha mucho más rescatable y enigmático que el hipotético amargado dedicando del libelo que comento, si es que fue nomás un guerrero memorable de la voluntad de la nada.  

No entiendo qué anomalía del gusto lleva a considerar a Diógenes de Sinope como un personaje seductor. En razón, supongo, de la simpatía que jamás se deja de otorgar a sus extravagancias de vagabundo. ¿Hay alguien más popular que un irregular? ¿Alguien más adulado que un marginal? ¿Alguien más escuchado que un anticonformista? A la virtud le gusta vestir los harapos de la descortesía, la insolencia y el escándalo. (…) Utilizará entonces la agresión verbal, la parresia, que es al sermoneo lo que la acción directa es a la propaganda.

Es cierto que en Diógenes está en germen el tonto buen salvaje de Rousseau, no es cierto que su investidura pueda reducirse a la de un ricotero tipo entre pogo y pogo.

Hay en el gesto de este señor una especie de dandismo más o menos melancólico escéptico y afable, es decir a lo Montaigne. Me pongo hoy del lado de este autor. Mañana vemos. ¿Es preferible hacer del Beau Brummell o hacerse pasar por cachorro de Diógenes? ¿Cuál es mi postura? Mi postura es depende dónde cuándo y ante quién. Mi postura es que si creen tenerme entre manos, no me van a agarrar nunca.  Hasta más ver. 




-La vulgaridad es un lujo-

Susvín... rompió


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Un idiota que reclama que le sea reconocido un saber...